En
apenas tres meses de gobierno, la Presidenta Dilma Rousseff ha visto su
aprobación caer a 12 por ciento, según Ibope (13 por ciento, según Datafolha),
a dos millones de personas lanzarse a las calles a bramar contra ella, la
imputación de una cincuentena de políticos -la mayoría de su partido-, la
contracción de la economía y el vuelo de un fantasma sobre Planalto: el de su
posible destitución. No son pocos sobresaltos políticos e institucionales en
una región del mundo riquísima en ellos.
Si
hoy tuviese lugar la segunda vuelta de las elecciones que ganó Rousseff en
octubre pasado, su rival, Aécio Neves, líder del Partido de la Social Democracia
Brasileña, arrasaría y el programa que tanto vituperó junto con Lula da Silva
en su campaña gozaría de un prestigio social bastante significativo. Ahora, en
cambio, cuando, en un giro copernicano, Dilma trata de aplicar tarde, mal y
nunca lo que tanto criticó, y sin el complemento de unas reformas que den
sentido a las medidas de austeridad, ocurre lo contrario: una mayoría que
supera el 90 por ciento rechaza el recorte de gastos y la subida de impuestos
que ha decretado su ministro de Finanzas, Joaquim Levy, un hombre cercano a
Neves al que Rousseff ha llamado para evitarle a su país la pérdida del grado
de inversión por parte de las calificadoras de riesgo.
Nuevas
marchas han sido convocadas para los días que vienen, desde el nordeste pobre
hasta el sureste más o menos acomodado, y no pasa un día sin que se hagan
conjeturas sobre cuánto más puede aguantar el cuarto gobierno consecutivo del
Partido de los Trabajadores. Es generalizada la opinión de que si no fuera
porque el vicepresidente, Michel Temer -en quien recaería la responsabilidad de
tomar las riendas si Rousseff renunciara- está cuestionado y pertenece a un
partido aliado del PT, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, al que
los escándalos de corrupción también han embarrado, hace rato que la calle y la
política hubieran exigido al unísono que la mandataria abandone el poder. Por
ahora, aunque una mayoría popular pide eso, los principales partidos,
incluyendo el opositor PSDB, rechazan esa salida traumática que ya el país tuvo
que padecer cuando Fernando Collor de Mello debió abandonar el cargo en 1992,
apenas dos años después de asumirlo. Pero nada garantiza a estas alturas que
los partidos y líderes puedan seguir resistiéndose a la avalancha social que
exige la destitución o la renuncia.
Hace
pocos días, tuve la oportunidad de sostener un diálogo con Aécio Neves en un
evento realizado en Lima. Compartí con él una reflexión que comparto también
con los lectores. A lo largo de casi dos siglos, Brasil, el líder natural de
nuestra región, no tuvo un período liberal, en el sentido amplio del término.
Cuando se “independizó”, la corona portuguesa fue trasplantada a Brasil por
efecto de la invasión napoleónica; surgió el “imperio”. Hacia 1889, al caer ese
imperio, nació una república militarista y oligárquica que duró hasta 1930,
cuando fue reemplazada por el populismo de inspiración relativamente fascista
de Getúlio Vargas. Entre mediados de los 40 y los 60 Brasil vivió la
experiencia desarrollista típicamente latinoamericana, la del Estado proteccionista
e impulsor de la obra pública. Hasta que llegó, cómo no, la dictadura militar
de los 60, que gobernaría durante dos décadas. Cuando llegó la democracia a
mediados de los 80, lo hizo con sobresaltos (la muerte de Tancredo Neves,
abuelo de Aécio, fue uno de ellos); la Constitución de 1988, símbolo
democrático, trajo una gran bocanada de aire fresco pero no resolvió la pesada
herencia de esos dos siglos: mediocridad y corrupción antes que desmonte de la
herencia e implantación de una democracia liberal moderna. La caída de Collor
de Mello y, luego, la crisis hiperinflacionaria así lo confirmaron.
De
pronto, un intelectual que había sido desarrollista, Fernando Henrique Cardoso,
líder del Partido de la Social Democracia Brasileña, pareció, por una de esas
carambolas complicadas que produce la historia (había sido un exitoso ministro
de Finanzas de otro gobierno), ofrecerle a Brasil a mediados de los 90 el
período liberal que había brillado por su ausencia en casi dos siglos. Hizo
reformas, liberalizó parte de la economía, devolvió cierta confianza a las
instituciones y actuó como un estadista. Cuando, en 2003, el ex sindicalista
del PT Lula de Silva asume el mando y decide preservar buena parte del legado
de Cardoso, el mundo celebró que por fin el gigante dormido hubiese despertado:
el consenso entre izquierda y derecha llevaría a Brasil hacia el progreso. Sí,
el período liberal se había confirmado.
O
eso parecía. Apenas una década más tarde descubrimos que era un espejismo. El
PT de Lula y Dilma, y buena parte del protoplasmático caos de partidos y
partiditos que es la democracia federal brasileña, devolvieron a los ciudadanos
a su realidad tradicional. El período liberal había sido un espejismo o, si
llegó a existir, un ensayo de corta duración y precarias bases. La crisis de
Dilma, hoy, es la crisis de muchos años de hacer las cosas bien y de mucho
tiempo de ausencia de un modelo que acaso hubiera podido convertir a Brasil en
un equivalente de Estados Unidos.
Neves
comparte, grosso modo, esta visión de las cosas pero le añade muchos elementos
aun más inquietantes. Entre ellos, un dato que dice mucho: Brasil lleva tres
años con un crecimiento económico promedio de cero por ciento, algo que sólo
tiene tres parangones en el último siglo: la parálisis de 1930 por efecto de la
Gran Depresión, la crisis de la divisa, a comienzos de los años 80 y el Plan
Collor, de comienzos de los años 90. Para él, se trata del síntoma de un
problema de fondo que tiene que ver con un modelo basado en el estatismo populista
y un sistema institucional perverso que impide el desarrollo de una democracia
funcional. “Tenemos 28 partidos que en muchos casos son hechura”, dice, “del
propio Partido de los Trabajadores, que los crea para volverlos satélites y
seguir tejiendo mayorías parlamentarias y mantener políticas artificiales, y
por tanto seguir gastando, distribuyendo crédito barato, otorgando rentas a
distintos sectores y evitando la competencia y la modernización”. La corrupción
es un síntoma también de ese sistema.
Un
complemento indispensable de este sistema es la política exterior de Lula y
Dilma, siempre según Neves, que aceptaron reglas de juego antimodernas en
Mercosur y trabaron alianzas estrechas con el populismo autoritario de
Venezuela y compañía, en desmedro de iniciativas como la Alianza del Pacífico y
perjudicando el liderazgo de Brasilia en organismos hemisféricos que claman por
él.
Sólo
un factor le devuelve la esperanza: el sistema de justicia. Contra lo que
pudiera pensarse, la oposición, empezando por el propio Neves, cree que la
fiscalía y los tribunales son razonablemente fiables en esta coyuntura, y por
tanto que seguirán haciendo su trabajo en todos los casos de corrupción,
incluyendo el de Petrobras. Un caso, como ya es sabido urbi et orbi, que involucra
a compañías constructoras que pagaron sobornos a funcionarios y políticos para
obtener contratos y para que el Estado fijara reglas ad hoc.
¿Cómo
se sale de una crisis así? Nadie lo sabe. En un sistema de partidos más estable
y sólido, lo lógico sería que la oposición organizada e institucionalizada
llenara el vacío dejado por el gobierno, o bien cogobernando o bien
reemplazando por vías constitucionales a quien gobierna. Pero hoy es la calle,
ajena a los partidos, la que se moviliza y los partidos se ven algo
desbordados, ya sea porque el desprestigio los abarca a ellos también, porque
están evitando desestabilizar la democracia o porque no creen que en estas
circunstancias puedan aglutinar una base de apoyo suficiente para tomar
decisiones firmes. Por tanto, la calle está dos pasos por delante de los
políticos. Y esa calle, como todas las calles, sabe mucho mejor lo que no
quiere que lo que quiere.
En
cierta forma, Dilma y el PT, cuya ambición es perdurar, agradecen que así sea,
pues mientras reine el caos y la oposición parezca desbordada tendrán más
posibilidades de seguir al mando. Pero con 12 por ciento de aprobación en un
clima de zozobra como el que se vive en Brasil, y con un proceso anticorrupción
que no ha hecho sino empezar, es imposible asegurar que el PT culminará su
mandato. Por ello, en privado, los políticos de la oposición, aunque
preferirían que todo esto siguiera su curso natural, se preparan para la
eventualidad de que les cayera la responsabilidad antes de tiempo. No lo dicen,
no lo admiten, y no lo quieren porque es preferible que la impopularidad de un
ajuste traumático la sufra quien produjo la necesidad de hacerlo. Pero saben
bien que es una posibilidad creciente.
Que
esto esté sucediendo en el país líder de Sudamérica es especialmente grave,
ahora que los países que iban mejor viven un retroceso económico. Si
estuviésemos en tiempos de vacas gordas en la Alianza del Pacífico y otros
países, el vacío dejado por Brasil se podría llenar aunque fuera a medias. De
hecho, eso mismo es lo que pasó entre 2010, último año en que creció bien la
economía brasileña, y 2013, cuando todavía los países que habían hecho las
cosas mejor gozaban de cierto dinamismo. Pero ahora el vacío que deja un Brasil
no lo podemos llenar ni siquiera a medias los demás. Y eso se nota en distintos
frentes, incluyendo el de los organismos hemisféricos y las iniciativas de
integración regionales, donde el peso desproporcionado de los populistas
autoritarios se hace sentir con frecuencia y donde no parece haber nada que
sirva de orientación a los demás ni de referencia al resto del mundo. América
Latina ha perdido así algo de la relevancia y prestancia que había ganado.
Todos somos un poco Brasil.
Me
dio gusto escuchar de Neves cosas que no es común oírle decir a un líder
latinoamericano y representan una novedad en el Brasil del nuevo milenio, donde
el “lulismo” en su doble versión, la de Lula y la de Dilma, ha sido tan
adormecedor de las conciencias y el pensamiento crítico. Tiene ideas y equipo,
y tiene partido. Fue una verdadera lástima que el destino le birlara el triunfo
(se quedó apenas a 1,5 puntos de él en el balotaje) en los comicios de octubre.
Pero la pregunta que uno se hace es si todavía hay tiempo o, si antes de que
surja la posibilidad de un cambio y de establecer el período liberal que no
hubo en dos siglos, Brasil tendrá que empeorar mucho más y hacer una catarsis
mucho más profunda. Un proceso que, por lo pronto, podría devolver a la
condición de pobres a un porcentaje significativo de esos 40 millones de
brasileños que, dando brazadas entusiastas, alcanzaron, o eso creíamos, la
orilla de la clase media. Precisamente por eso están tantos de ellos en la
calle: porque, como en el cuento de Edgar Allan Poe en el que el techo se va
acercando al piso, lo ven venir.
Gran
país. Gran problema.
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Alvaro
Várgas Llosa
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