“Gobernadores corruptos: ¿hasta cuándo? La corrupción genera ganancias superiores a los dividendos que el país capta como producto de la extracción del petróleo y gas cada año.” “El inmoral e irresponsable ejercicio del poder por parte de gobernantes que se han servido con el cucharón, bien merece un espacio sobresaliente dentro de la conocida praxis del borrón y cuenta nueva”. José Rubinstein.
Creo poder afirmar con autoridad, que gran
parte de mi vida la he dedicado a rastrear los eventos que plantaron la semilla
de la libertad en lo más profundo de mi ser, la semilla que me llevó a desertar
una prominente carrera en el mundo de las finanzas en el México de las
complicidades. El México en el cual los negocios y los tratos se manejaban como
el divertido juego de nuestra infancia, mecano, en el cual, siguiendo las
instrucciones enlistadas en el manual, podíamos, sin temor a equivocarnos,
construir bellos castillos y enormes edificios que se perdían en las alturas,
pero castillos de sueños y edificios de cimientos arenosos. Ese afán me llevó
también a desertar mi país en busca de potreros más amplios, sin cercos ni
alambres que limitaran el galope de mis sueños.
Una de las agresiones más comunes que siempre
recibo desde mi debut como columnista, es mi falta de autoridad para publicar
críticas de mi país, por el hecho de no vivir el 100% de mi tiempo en él. Sin
embargo, si no hubiera consumado mi “retirada” a principio de los años 80, no
hubiera tenido la oportunidad de conocer el verdadero mundo de la libertad para
entender que, cuando Hayek escribió su gran libro, “El Camino Hacia la
Servidumbre,” describía el México que yo abandonaba y en los siguientes años,
se sumergiría en el centro de un remolino que apuntalaba la tormenta incubada
durante el desarrollo de su toda su historia y, que paso a paso, había
evolucionado hasta que le explotara en sus manos.
En un mundo de tinieblas, como en el que viví
durante años, jamás hubiera tenido la oportunidad de ver la luz como no la ven
los millones de mexicanos que todavía anhelan y esperan el arribo de ese padre
con mal gesto y rienda dura, para el control de nuestro destino. El padre
generoso y regañón, despiadado a veces, pero promotor de lo igualitario,
repartidor de lo que no es suyo. Esa entidad orgánica y jerarquizada obra de
los tomistas en la cual las voluntades del gobernante y la colectividad deben
de armonizarse en interés de la “felicidad ciudadana”. Ese nebuloso ser
protector, planificador, benefactor. Ese ser supremo al que invocan los
mexicanos más que a su Dios para la solución de sus problemas, desgracias y
necesidades. Ese místico y omnipotente ser al que llamamos Estado.
Al abandonar mi país cargaba en mi equipaje
la idea de libertad a la mexicana. Éramos libres porque nos podíamos pasar los
semáforos en rojo sin consecuencias, porque nos estacionábamos en doble fila, y
no pasaba nada, porque, cuando apenas teníamos 15 años, consumíamos cerveza sin
que se nos exigiera identificación. Éramos libres porque podíamos comprar la
ausencia de la opresión estatal, armar esquemas mágicos como el Fobaproa, o
castigar las deudas del Banco Ejidal con cargo al erario. Éramos libres porque
no teníamos la molestia de elegir a nuestros gobernantes; nos los daban hechos.
Nos sentíamos libres al afirmar de los políticos: “que roben pero que no
molesten”.
Los mexicanos siempre pensamos que por el
hecho de no tener barrotes éramos libres. Porque la justicia estaba de venta,
éramos libres; porque a diferencia de Cuba, podíamos abandonar el país,
teníamos libertad. Sin embargo, siempre fuimos prisioneros de un sistema que
nos hizo dependientes en todas las avenidas de nuestra convivencia social. Un
sistema que controlaba el orden político, económico, social, nuestra educación,
las comunicaciones, nuestra atención a la salud. Escogía también a ganadores y
perdedores en ese diabólico rompecabezas de cartas marcadas. Pero aun más
grave, durante siglos hemos también sido rehenes de ciertas creencias
religiosas que nos aprisionaron a base de culpa, y nos convencieron de que
nuestro destino no era de forma alguna emergente de nuestra voluntad—nuestro
futuro ya estaba decidido de forma irreversible.
Mi despertar se dio hace ya muchos años. Mi
encuentro con la verdadera libertad se hizo realidad cuando cara a cara pude
ver su verdadera esencia, pude beber de la fuente del liberalismo, pude conocer
al concepto del individuo soberano, el estado subordinado. Entendí la sumisión
que debe haber del Estado a su creador, el hombre, quien poseía derechos
naturales anteriores a él, los derechos naturales. Me di así a la tarea de
llevar a mi país ese evangelio, el de la verdadera liberación los mexicanos.
Mis palabras se perdían en el viento de los callejones del estatismo, en las
plazas del colectivismo y la demagogia, en las veredas del igualitarismo, de la
dependencia y resignación.
Después de tantos años afirmo:
Cuando era un aguerrido chamaco y
prácticamente vivía en los ranchos de mi abuelo, me impresionaba cuando, al
campear con los vaqueros, encontrábamos algún novillo engusanado tan enfermo
que casi no podía caminar. De inmediato lo lazábamos para curarlo. Al tumbarlo
aparecía ante mi vista un enorme volcán de pestilentes gusanos devorando al
animal. Esa es la forma que todavía veo la política mexicana. Vampiros chupando
la sangre del animal, pero dejando la suficiente para que permanezca vivo y
seguirlo devorando. Y lo más grave, pareciera ser que no hay veneno para esta
plaga.
México necesita un participante político
diferente, una suma de voluntades ajena a la vieja y nueva estructura que sigue
aprisionando al país. Un movimiento para aportar al cóctel ideológico de México
los verdaderos conceptos del liberalismo y honorabilidad. No los expuestos de
forma ingeniosa en películas como “México Ra, Ra, Ra”, en la cual su protagonista
expresaba su libertad orinándose desde un puente en los autos que cruzaban el
periférico.
Ideas que promuevan la liberación del
individuo de ese estado inepto y corrupto que, en manos de quien caiga,
permanece inerme puesto que los cambios han sido solo cambios de de partidos,
de rostros, palabras y promesa. Ya no dicen Revolución, ahora dicen Reforma.
Ideas que promueven el hombre ya no cambie su dignidad por migajas, su libertad
por una línea de interminables horas en un cochambroso hospital del Seguro
Social. Su responsabilidad por un aula en la cual le despiertan odios,
resentimientos y, sobre todo, la avenida para encomendar su vida a ese nebuloso
ser: El Estado.
Cuando la tiranía se convierte en ley, la
rebelión se convierte en una obligación. Ya no queremos el borrón y cuenta
nueva. Es hora de la verdadera liberación de México; la liberación mental de
las cadenas que han producido obras como la de Harrison; “Subdesarrollo es un
Estado Mental.”
Twetter@elchero
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