No importa dónde estemos. Somos espectadores y actores al mismo tiempo. El martillo genético golpea igual en la prehistoria y hoy en la era cibernética. Estas tonterías que hoy escribo se me vienen encima mirando cómo pasa la vida aquí y allá, cómo nos complacemos en hacer el ridículo y cuánto nos pesa no haber aprendido a leernos a tiempo.
Los sucesos que ocurren en nuestra Venezuela, calificados como históricos por los peritos en la dinámica internacional, constituyen la misma representación que nos tocó aplaudir o denostar allende la frontera (cada uno provisto de su disfraz particular). También calificados en forma rimbombante, sacralizados o prostituidos, son aquí y allá los únicos protagonistas de un drama insulso y monotemático que repetido de manera incansable, continúa excitando el interés del respetable público.
El tirano es una de las figuras más desconcertantes, sorprendentes y poderosas. La imagen del autócrata despierta en quienes le siguen un sentimiento visceral y vergonzoso: el servilismo de sus allegados. Somos seres primitivos, icónicos, mesiánicos. Doblados y vulnerables, constituimos presa fácil para las ambiciones del cacique quien a su vez, inclinará la testa cuando le toque.
Hay fisuras inexplicables en esta armazón que debe agazaparse para permanecer. Quizá no sean más que el resultado de la mixtura de pequeñez y grandeza con la cual nos armaron sin aplicarnos el ingrediente necesario para convertirnos en animales desprovistos de los alardes del héroe y las insignificancias del insecto.
Lo digo con absoluta convicción. La misma historia en el Medio Oriente, en Venezuela, en los mares árticos ignominiosos por el exterminio cruento de las ballenas, en la Edad Media, en la Edad Moderna, en la Casa Arana de José Eustasio Rivera, en la colonia, en la independencia, en “el recinto sagrado del hogar”, en el congreso y en el bar.
Hay algo de satisfacción morbosa en las películas de Hitchcock y en los cuentos de Poe. El morbo es pariente cercano del sadismo y primo hermano del servilismo. La fascinación que ejerce la bilis del tirano en las multitudes que lo siguen, es complemento de esta necesidad apremiante que tenemos de buscar las pantuflas para calzarlas en los pies del guerrero. Por eso las mujeres maltratadas besan la mano del verdugo, del sanguinario, del brutal y la inteligencia se repliega ante la necesidad de cortejar.
El tirano es un ser mutante. Un manipulador del sentimiento. Una mezcla de pastor evangélico, padre providente, comodín, pararrayo, diccionario bilingüe, paraguas, aire acondicionado en el calor y suéter en el frío, amigo del alma y panacea universal. Por eso no se extinguirá nunca. Para que tal cosa sucediera, sería menester que esta humanidad (de la cual forma parte protagónica) se desarmara y se volviera a construir con otra fórmula y otros ingredientes. ¿Qué le parece?
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