VLADIMIRO MUJICA |
La
conclusión de tanta ignominia es inescapable. Estamos en el medio de una
monstruosa operación de controlar todo sin resolver nada de lo que realmente
trastorna la vida de los venezolanos. Controles castrantes que asesinan el
esfuerzo creativo de la nación y que crean la ficción de que el gobierno actúa
para resolver males cuya solución requiere de acciones de fomento y creación y
no de más alcabalas.
Nos acercamos a la posición de dudoso prestigio de ser simultáneamente una las sociedades más disfuncionales y más controladas del planeta.
Venezuela
tiene una larga tradición de contar con instrumentos legales y procedimientos
administrativos sumamente complejos. Una enervante costumbre que posiblemente
heredamos de España y que se traduce, entre otras cosas, en una cultura de
apego al papeleo y a la burocracia pomposa e inútil. La copia, de la copia, de
la copia, es requisito normal en muchos trámites públicos que podrían
resolverse de modo mucho más expedito. A esto hay que añadirle una tendencia a
modificar de manera permanente y a veces compulsiva los instrumentos legales,
desde la Constitución hasta las ordenanzas municipales, pasando por las leyes
orgánicas y reglamentaciones.
Mientras
que una democracia razonablemente funcional como la norteamericana ha tenido
una sola Constitución desde la declaración de independencia de los Estados
Unidos, Venezuela ha tenido innumerables cartas magnas que en muchos casos
responden no a la necesidad de modernizar el contrato social de afiliación de
los ciudadanos a un conjunto de leyes y normas, sino al capricho de los
gobernantes de turno. Por otro lado, nuestras leyes tienden a ser exhaustivas e
intentan prever todos los casos que se puedan presentar, con el resultado de
que termina por armarse una cadena inagotable y de difícil aplicación de la regla,
de la regla, de la regla.
Como
en muchos otros casos, la pseudorevolución chavista ha transformado una mala
costumbre en un vicio nacional. Toda la cháchara sobre el gobierno electrónico
que en algún momento formó parte de la propaganda oficialista ha terminado por
evaporarse frente a una terca realidad de burocracia profundamente anclada en
los procesos públicos. El gobierno ha llegado al extremo de inventar reglas ad
hoc para intentar modificar y falsear una realidad caótica que pretende
presentarse como un paraíso en la tierra. Detrás de cada nuevo control impuesto
por el gobierno se encuentra un error monumental de gestión pública. Peor aún,
los controles terminan por ser ejercicios de castración de la actividad
económica, social e intelectual de la población y estímulos abiertos para la
corrupción.
Uno
de los mejores ejemplos de lo que decimos es el control de cambio.
Presuntamente destinado a impedir la fuga de divisas, en realidad se ha
transformado en un gran caldo de cultivo de la corrupción. Alguna gente cínica
diría que no hay virtud humana que soporte la tentación de hacer negocios
cabalgando sobre una diferencia cambiaria de más del 1000% entre el dólar
oficial y el dólar negro. Los enchufados y sus amigotes con acceso a dólares
preferenciales han hecho fortunas enormes en tiempo record, pero al jubilado, o
al turista, que requiere unos pocos dólares se les exige un mamotreto de
papeleo. La verdad es que el control de cambio no controla lo que pretende
controlar y constituye una afrenta a la gente y un sumidero horrendo de
recursos.
Pocas
cosas están tan reguladas en Venezuela como el porte de armas. En teoría es
casi imposible para un ciudadano normal, no enchufado, obtener un permiso legal
para la adquisición y posesión de armas. En la práctica, hay millones de armas
ilegales en la calle, en manos de los bandidos y sus cómplices. Una situación
directamente correlacionada con el hecho de que más de 20.000 venezolanos
mueren al año en situaciones violentas que no son esclarecidas en un pavoroso
porcentaje. Nuevamente, un control severo que no controla nada y que las
autoridades manejan con un cinismo alucinante acompañado de medidas improbables
como el supuesto desarme de la población.
Se
controla el precio de alimentos que no existen, de bienes desaparecidos, de
medicinas imposibles de obtener. Se cierra la frontera con Colombia en las
noches para impedirle el paso a las sardinitas, mientras el verdadero negocio
del contrabando, manejado por los peces gordos, cabalga en la diferencia
abismal entre la economía colombiana, razonablemente estable, y la disfuncional
y errática economía venezolana. El pobremente trabajado concepto de precio
justo, que pretende desconocer las reglas básicas de la economía, es usado como
criterio para emascular la ya semidestruida actividad económica de la nación.
Quizás
valdría la pena preguntarle a los jerarcas del gobierno y de Pdvsa cuál sería
el precio justo del petróleo venezolano si el mismo se calculara a partir de lo
que cuesta producir un barril de crudo. Nos encontraríamos con que los países
productores de petróleo, incluida Venezuela, venden este producto a precios
tres o cuatro veces superiores a los costos combinados de exploración y
producción, lo cual los calificaría indudablemente como especuladores.
Ahora
nos enteramos de que se pretende ponerle un precio justo a la enseñanza
universitaria basado en una supuesta estructura de costos de las instituciones
de educación superior. Este exabrupto, mezcla de ignorancia y mala fe,
desconoce que el tema del costo de la educación superior incluye intangibles
como el conocimiento de los docentes, como lo señaló recientemente el rector de
la Universidad Metropolitana, Benjamín Scharifker, además del costo de la
investigación sobre la que se soporta la docencia. Esa vez se trata de aplicar
controles para regular el libre pensamiento.
La
conclusión de tanta ignominia es inescapable. Estamos en el medio de una
monstruosa operación de controlar todo sin resolver nada de lo que realmente
trastorna la vida de los venezolanos. Controles castrantes que asesinan el
esfuerzo creativo de la nación y que crean la ficción de que el gobierno actúa
para resolver males cuya solución requiere de acciones de fomento y creación y
no de más alcabalas.
Nos
acercamos a la posición de dudoso prestigio de ser simultáneamente una las
sociedades más disfuncionales y más controladas del planeta.
Vladimiro
Mujica
vladimiromujica@gmail.com
vmujica@asu.edu
@VladimiroMujica
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