La
revoluciones tienen como objetivo trastocar el orden anterior, ponerlo patas
arriba y de ser posible desaparecerlo. Casi siempre van acompañadas de
violencia porque es la única manera del quítate tú para ponerme yo cuando ese
cambio no ocurre por la vía electoral. Justamente allí radica buena parte de la
singularidad de la llamada revolución bolivariana que preferimos denominar
chavofidelista. Fue propuesta y emprendida por un personaje que la única vez
que intentó hacerse del poder por la fuerza, causó más de 100 muertes y fracasó
rotundamente. Alcanzó el poder mediante los votos en una elección absolutamente
democrática y luego se propuso liquidar el sistema que se lo permitió.
Otro
aspecto original de esa revolución que se apropió del nombre del Libertador de
cinco naciones suramericanas, fue la pretensión de su artífice de aparecer como
un demócrata cabal en la medida en que se iba transformado en autócrata. Hacía
una elección cada año y el mundo entero se tragaba el cuento de que en
Venezuela había un exceso de democracia, como dijo Lula Da Silva en elogio a la
gestión de su entrañable amigo Hugo Chávez. En lo que éste resultó absolutamente
fiel a la receta de todos los dictadores, fue en dividir a la población en dos
grupos irreconciliables: los míos y la nada. Así se produjo el fenómeno de la
polarización con odio. Hago esta salvedad porque en los cuarenta años de vida
civil y democrática que comenzaron el 23 de enero de 1958 y concluyeron en
febrero de 1999, Venezuela fue un país polarizado entre el socialdemócrata
Acción Democrática y el socialcristiano Copei, los dos grandes partidos que se
alternaron en el poder en esas cuatro décadas. Pero fue una polarización
respetuosa del otro, democrática y civilizada.
En
esos cuarenta años, cuando moría algún líder o dirigente político de uno de
esos dos grandes partidos, es posible que sus compañeros de ruta se alegraran
más que los contrarios por causa de las luchas intestinas. Pero había unas
maneras, un modo por hipócrita que fuera, que obligaba a propios y extraños a
manifestar sus condolencias y rendirle al difunto los honores funerarios dignos
de su rango o trayectoria. Moría un adeco y los copeyanos acudían al sepelio y
viceversa. Si el viajero a mejor vida era alguien que se había distinguido por
sus méritos o había ocupado la presidencia de la República o del Congreso, era
factible que también acudiesen a expresar sus condolencias, los miembros de los
eternos opositores partidos de la Izquierda. Eso es pasado y está a punto de
transformarse en historia.
El
primer muerto significativo dentro de las filas chavistas fue un joven fiscal
del ministerio público (así con minúsculas, como lo merece) llamado Danilo
Anderson. Se había hecho célebre en una cacería de brujas de empresarios y
banqueros y según las malas lenguas, que suelen ser las mejor informadas,
practicaba de tal manera la extorsión que su nivel de vida se había elevado
rápidamente desde la modestia casi lindante con la pobreza, hasta la de un
metrosexual que exhibía con desparpajo, costosos trajes de marca y relojes que
encandilaban. Tenía además una camioneta todo terreno último modelo que un mal
o buen día -según cada quien lo asuma- de octubre de 2004, voló por los aires
con su propietario adentro, debido a la explosión de una bomba activada a
control remoto con un teléfono móvil. La cursilería propia del militarismo,
elevada al cubo cuando se cubre de estalinismo cubanoide, transformó aquella
muerte y el sepelio en un despliegue de plañideras entre las que se destacó el
jefe del occiso, el fiscal general y bardo Isaías Rodríguez, quien para
vergüenza nacional fue después Embajador en España. El gobierno hizo apresar a
unos expolicías, los Guevara, por el testimonio de un farsante a sueldo que
luego confesó sus mentiras. En aquella locura de policías ineptos y gatillos
alegres, fue asesinado el joven abogado Antonio López Acosta, que nada tenía
que ver con el crimen de Anderson. De nuevo las bien informadas malas lenguas
apuntaron hacia un alto funcionario chavista, beneficiario de todos los
gobiernos democráticos de los cuarenta años, como autor intelectual del
asesinato. Lo hizo por su amistad jamás gratuita, con los banqueros y empresarios
que Anderson investigaba y extorsionaba. Nada más se supo del caso salvo que
los hermanos Guevara, condenados a 27 años de prisión, y su primo Juan Bautista
Guevara a 30 años, continúan en la cárcel.
La
polarización con odio produjo el primer resultado: mientras el chavismo o una
parte del mismo lloraba la trágica muerte de Danilo Anderson, el país opositor
la celebraba y fue hasta motivo de chistes. Luego murieron dos expresidentes de
la república y varias personalidades que ocuparon altos cargos en los Congresos
de la democracia. Ni una palabra de pésame, ni un obituario de pocas líneas en
algún periódico, nada. El silencio oficial se rompió cuando murió el dos veces
presidente Carlos Andrés Pérez, las palabras de Chávez fueron: “Yo no pateo perro
muerto….No habrá luto nacional porque hoy murió un corrupto, un dictador…”.
En octubre de 2007 murió el cardenal venezolano Rosalio Castillo Lara, el latinoamericano que ocupó los más altos cargos en El Vaticano antes de la elección del Papa Francisco. Dijo Chávez: “Me alegra que haya muerto ese demonio vestido de sotana, ojalá se esté pudriendo en el infierno como se merece, sé que se retorcerá eternamente viendo avanzar la revolución…”. Y cuando murió tras una prolongada huelga de hambre, el productor agrícola Franklin Brito, el saludo del ministro de comunicación Andrés Izarra fue: “Franklin Brito huele a formol”.
Por
alguna extraña razón o quizá habría que creer que la justicia divina está en el
sector que repudia la revolución chavofidelista, son más los muertos célebres,
aunque sea tristemente, de ese bando que los opositores. Algunos murieron casi
en cadena por lo que en un país que se ha hecho adicto a la brujería,
predicciones astrológicas, videntes, profetas, babalaos, prácticas del vudú y
demás esoterismos, se popularizó la especie de que la maldición de Bolívar
había alcanzado a todos aquellos que estuvieron presentes en el hurgamiento de
sus restos mortales. El supuesto objetivo de la profanación era saber si algún
antepasado del presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, lo había envenenado.
Verdad o no, el más importante de los alcanzados por la hipotética maldición
bolivariana fue el presidente, caudillo y dueño absoluto de Venezuela, Hugo
Chávez Frías. Mientras decenas de miles de venezolanos desfilaban llorosos,
tras largas horas de espera, para darle una miradita al supuesto cadáver, otras
decenas de miles celebraban con champaña, whisky o ron y parrilladas, según sus
bolsillos, el feliz acontecimiento.
El
muerto chavista más reciente ha sido el excapitán Eliécer Otaiza quien
participó en la asonada militar del 27-N-92 y ocupó distintos cargos en estos
quince años de hegemonía chavista. Fue asesinado a tiros y su cadáver estuvo 48
horas en la morgue sin que lo identificaran. Los tuits o trinos se dispararon.
Mientras una ministra de prisiones, famosa por sus ataques de furia y su
parecido con la actriz Linda Blair en El Exorcista, tuiteaba: “Eliécer
camarada, tu muerte será vengada”, decenas de tuiteros expresaban júbilo y
hacían bromas sobre el finado. A esto nos ha conducido un proceso político que
se ha empeñado en excluir a la mitad del país, en maltratarla con insultos y
atropellarla con los hechos. No es de extrañar la actitud indiferente, casi de
hábito, ante las muertes violentas de 200.000 venezolanos desde que comenzó el
gobierno de Chávez, un 400% más que en los 40 años anteriores. En 2013 los
asesinatos alcanzaron la cifra record de 25.000, mucho más que en Colombia
donde existe la narcoguerrilla terrorista de las FARC o las causadas por la
mafias del narcotráfico en México o por el fanatismo religioso en Irak.
De los 200.000 homicidios, apenas el 2% fue resuelto. Así funciona la justicia revolucionaria y de esa manera nos ha transformado en una sociedad que mira la muerte de reojo y sin piedad. Una vez dijo Jorge Luis Borges que hay que tener cuidado al elegir los enemigos porque tarde o temprano uno termina pareciéndose a ellos. Justo lo que nos pasa.
Paulina Gamus
gamus.paulina@gmail.com
@Paugamus
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