Resulta
inaceptable que quien conduce un país cuyo sistema político se dice
“democrático”, plantea sustentar sus encadenados discursos en una retórica tan
infundada que
termina asfixiando a quienes la escuchan.
ARRASTRADO
POR LAS CIRCUNSTANCIAS
“Pobre
hombre”, en tanto que expresión popular, se utiliza para evidenciar la ausencia
de virtudes en una persona cuya conducta luce tan esquiva como ambigua. En ella
no existen principios asociados a valores que destaquen dignidad y tenacidad.
Presenta las características de alguien pusilánime. O sea, quien carece de
osadía y vergüenza para intentar realizaciones de importancia.
Un “pobre
hombre” no es capaz de mantener firme sus convicciones por lo que cambia de parecer cual veleta de
campanario. De esta forma, se comporta desordenadamente por la falta de
coherencia en su pensamiento. Aunque lo peor, es que cree tener la verdad
absoluta consigo lo que deriva en razonamientos tan equivocados como
peligrosos. Generalmente, este tipo de persona, presume de lo que no tiene. Por
consiguiente, se torna escandaloso. Es un “alborotador de oficio”. Con frases
estruendosas y de chabacano sentido, intenta demostrar que se las “sabe todas”.
Este
comportamiento es propio, en la mayoría de los casos, de personas que detentan
algún poder. Ya sea de naturaleza política, económica o social. Incluso,
militar. Se ha observado que el problema se acentúa cuando estas personas se
vinculan a cargos de representación popular. Sobre todo, por lo que motiva el
hecho de asumir una responsabilidad cuyo ejercicio político le permite
aprovecharse de circunstancias que lo favorecen en términos de las decisiones
que sus atribuciones le facultan. Asimismo, a su alrededor existen personas
que, por adulancia o burdo proselitismo, hacen sentir complacido, enrocado y
acomodado al aludido “pobre hombre”. Pero no precisamente por sus capacidades,
como sí de su disimulada mediocridad la cual arropa con simbolismos que se
atribuye abusando de una legalidad forzada.
Quien
dice una cosa y luego otra, para finalmente no decir nada, y más aún, no hacer
nada, no puede ser ni tampoco debe ser quien ostenta o se posesiona de un cargo
de tanta significación, como el de presidente de una nación o jefe de Estado.
Resulta inaceptable que quien conduce un país cuyo sistema político se dice
“democrático”, plantea sustentar sus encadenados discursos en una retórica tan
infundada que termina asfixiando a quienes la escuchan. No sólo por lo
recurrente, sino por la inconsistencia de los argumentos utilizados para
vociferar ofensas e imprecisiones que suenan a mentiras características del
mejor populismo y de la peor demagogia. Más, cuando solicita a su tren
ejecutivo y a sus cuadros de activistas le sigan en tan perverso y elocuente
juego de poder que sólo lleva a la desubicación del país no sólo en el ámbito
de la geopolítica a partir de la cual puede concebirse la estructura profunda
de las relaciones internacionales. También, en el espacio donde se define la
globalización como razón de una necesaria interdependencia económica que
conjuga la articulación política entre países con propuestas concretas de
desarrollo.
Sin
embargo, en medio de tanta perorata, la administración pública tiende a
perderse y en el ínterin de tan graves y desproporcionados vacíos, se descuida
el rumbo del país por lo que se extravía no sólo la gobernabilidad cayéndose en
un limbo de severas consecuencias. Igualmente, la ilación del programa de
productividad económica del sector privado lo cual entorpece su contribución al
equilibrio del mercado interno viéndose comprometidos todos los valores que
intervienen en el establecimiento de políticas públicas confiables. Mientras
que un país se vea sumido en ese desconcierto de decisiones y acciones, sólo
hay garantías para perderse en el desorden de un mandato de gobierno no tanto
jalado por la podredumbre de sus funcionarios como arrastrado por las
circunstancias.
VENTANA
DE PAPEL
¿A
QUÉ TEME EL RÉGIMEN?
No
hay una explicación contundente que determine con precisión el miedo de estos
gobernantes a la hora de arreciar las protestas de calle. O mejor dicho, si la
hay. Aunque con toda seguridad, sería rebatida por adláteres, furibundos y
lisonjeros oficialistas. La decisión de la Sala Constitucional del Tribunal
Supremo de Justicia, respecto del hecho de aducir que el derecho a manifestar
no es un derecho absoluto, conduce a interpretar el temor del régimen cuando
advierte algún reclamo popular que evidencie el autoritarismo del cual se vale
para imponer sus criterios a costa de lo que sea.
Después
de violar derechos humanos fundamentales, asumidos como preceptos
constitucionales, tales como el derecho a la vida, la salud o a disfrutar de
libertades democráticas como la de expresión, prensa, opinión, pensamiento y de
información, no hay de otra. Antes esta situación de crisis política y social,
que a su vez arrastra otra crisis de tipo de administración de las finanzas
públicas, no cabe duda alguna del pavor que padece el régimen ante la
posibilidad de defenestración que pesa sobre su organización. La prohibición
inconstitucional, aunque legalizada a consecuencia de la no separación de
poderes que viene afectando la institucionalización de la democracia a partir
de imperiosas políticas de orden fascista, pone al descubierto el pánico de
verse desplazado del poder. O sea, de la holgada comodidad que permite una
descomunal corrupción sopor-tada en la impunidad cómplice.
Criminalizar
la protesta, devino en la degradación de tan necesario y democrático derecho.
Para el régimen, no habrá manifestación pacífica que pase como tal. El miedo a
escuchar las verdades sobre el trato inhumano que recibe el ve-nezolano del
régimen, de la voz de un pueblo indignado, permitió el desarreglo final de lo
que una vez fue “democracia”. Entonces, como que esta breve disertación deja
respondida la pregunta: ¿A qué le teme el régimen?
¿DIÁLOGO
PARA SEGUIR IGUAL O PEOR?
En
política, dialogar tiene una acepción que convierte dicha acción en oportunidad
para conciliar intereses. Aunque también, significa marcar la disyuntiva
necesaria para huir en reversa. Cualquier forma de diálogo tiene múltiples
variables que encajan o dislocan las posibilidades de acuerdo que tiene
implícita una conversación que busca el equilibrio de tales variables.
De
ahí que dialogar en política, requiere no sólo de cierta disposición o voluntad
para reconocer al otro. Sino también, del manejo conceptual y metodológico de
la ocasión, tanto como de axiomas y principios de la ciencia política por los
cuales pueden estructurarse canales de distensión y consenso capaces de
aproximar las partes en pugna a condiciones de equivalente significación.
Cuando una de estas formalidades se relegan o desconocen, cualquier
aproximación a un punto de compatibilidad favorable a las facciones que
negocian un estado de equilibrio, se esfuma cual volátil razón.
El
problema en el que se ha consumido el diálogo convocado por personajes del
régimen, obedece a una de estas causas. Específicamente, la indisposición
gubernamental se patentizó como resultado de condicionar dicho diálogo. De
subordinar la intención de dialogar a intereses político-partidistas que sólo
se prestaron a obstaculizar el proceso de conciliación. Aunque fuera en una
mínima proporción. Sobre todo, por la desconfianza que genera el hecho de
vaciar el terreno de gobernabilidad a pesar de la debilidad en que sus
realidades se circunscriben. A veces, el diálogo se vuelve una interlocución
entre sordos que después de tanta preparación, termina en nada. Y dialogar con
personas duras de oído, es como nadar un largo recorrido para luego ahogarse en
la orilla. O acaso todo es un ¿diálogo para seguir igual o peor?
“La
politiquería parece mera declaración de enamorado insulso. Cree que mientras
más pueda prometer cambiar el mundo, más fácil habrá de conseguir las dádivas
que con entereza y disciplina le resultaría laborioso”
Antonio
José Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
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