¿Cuál es la pieza clave en la construcción de la jaula totalitaria? Sencillo: la eliminación real de la separación de poderes, aunque se mantenga la fantasía formal de que continúa existiendo.
Lo explico.
Max Weber describió el fenómeno y acuñó la
frase “monopolio de la violencia”. Lo hizo en La política como vocación. Era la
facultad que tenían los Estados para castigar. Sólo a ellos les correspondía la
responsabilidad de multar, encarcelar, maltratar y hasta matar a quienes
violaban las reglas.
Podían, eso sí, delegar esa facultad, pero sin renunciar a ella. Permitir mafias y bandas paramilitares que actúan al margen de la ley descalificaba totalmente al Estado. Era una disfuncionalidad que lo convertía en una entidad totalmente fallida, en la medida en que abdicaba de una de sus responsabilidades esenciales.
No obstante, el Estado, si se acomodaba al
diseño republicano, incluso si se trataba de una monarquía constitucional, no
podía recurrir a los castigos sin que lo decidiera una corte independiente.
Este tribunal, a su vez, debía interpretar una ley previa, y sancionar de
acuerdo con un código penal igualmente aprobado por un parlamento
independiente.
El Barón de Montesquieu, lector de John
Locke, lo había propuesto en 1748 en el Espíritu de las leyes: el Estado debía
fragmentar la autoridad en tres poderes independientes y de rango similar para
evitar la tiranía. Las monarquías absolutistas reunían en el soberano esas tres
facultades y eso, precisamente, las hacía repugnantemente autoritarias.
Si quien castigaba se arrogaba las facultades
de hacer las reglas y de aplicarlas, la sociedad, carente de protección, se
convertía en rehén de sus caprichos. Los gobernantes podían hacer de ella y con
ella lo que les daba la gana.
Ese elemento –la separación de poderes— era
la médula de las repúblicas creadas los siglos XVIII y XIX tras las
revoluciones norteamericana, francesa y, por supuesto, latinoamericanas. De
alguna manera, era la garantía de la libertad.
Este preámbulo viene a cuento del bochornoso
espectáculo de la Venezuela de Nicolás Maduro, donde los paramilitares en sus
motos, amparados por la complicidad del gobierno, asesinan impunemente a los
manifestantes que ejercen su derecho constitucional a manifestarse pacíficamente.
Viene a cuento de un parlamento convertido en
un coso taurino en el que se lidia a la oposición, se le clavan banderillas, se
golpea a los diputados que protestan, o los expulsan arbitrariamente, como
hicieron con María Corina Machado, y se dictan medidas ajustadas a las
necesidades represivas de la oligarquía socialista que gobierna.
Si Maduro necesita eliminar las
manifestaciones de los estudiantes o encerrar a los alcaldes que protestan, o a
los líderes a los que teme, como a Leopoldo López, solicita las normas, hechas
a la medida por tribunales o por parlamentarios obsecuentes, y da la orden a
los cuerpos represivos para que actúen.
Viene a cuento de unos tribunales que
sentencian con arreglo a la voluntad del Poder Ejecutivo, porque la ley ha dejado
de ser una norma neutral para convertirse en un instrumento al servicio de la
camarilla gobernante, empeñada en arrastrar por la fuerza a los venezolanos
hacia “el mar de la felicidad” cubano.
Un país, Cuba, donde, como en cualquier
dictadura totalitaria, sencillamente no creen en las virtudes de la separación
de poderes y repiten, con Marx y con Lenin, que ésa es una zarandaja de las
sociedades capitalistas para mantener los privilegios de la clase dominante.
Esta falsificación de las ideas republicanas –las de Bolívar y Martí, las de Juárez— van gestando una nueva facultad propia de este tipo de Estado: desarrollan el monopolio de la intimidación. Gobiernan mediante el miedo. Ese es el elemento que uniforma a la sociedad y la convierte en un coro amaestrado.
Como quienes mandan hacen las leyes y juzgan
e imponen los castigos, acaban por generar un terror insuperable entre los
ciudadanos e inducen en ellos una actitud de sumisa obediencia que suelen
transmitirles a los hijos “para que no se metan en problemas”.
La víctima termina por colaborador con su
verdugo. Ése exactamente es el objetivo. Una vez que las tuercas han sido
convenientemente apretadas y la jaula perfeccionada, el común de la gente, con
la excepción de un puñado de rebeldes, aplaude y baja la cabeza.
En ese punto ya no existen vestigios de la
separación de poderes.
Carlos
Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
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