En años recientes he escrito acerca de racismo, la construcción
psicológica del enemigo y la función política de expresar odio hacia el “otro”
o desprecio por el concepto de diversidad. Pensaba que ya había dicho todo lo
que tenía que decir acerca del tema, pero en una conversación reciente con mi
amigo Thomas Stauder emergieron nuevos puntos —o, al menos, nuevos para mí—.
Esta fue una de esas discusiones después de las cuales uno no puede recordar
quién dijo esto o quién dijo aquello, pero nuestras conclusiones coincidieron.
La gente tiende, con una tontería más bien presocrática, a ver el amor y el
odio como alternativas necesarias y simétricas entre sí. O sea, que si no
amamos algo debemos odiarlo, y viceversa. Obviamente, sin embargo, hay un
número infinito de matices entre ambos polos. Incluso si empleamos
metafísicamente los términos, el hecho de que yo ame las pizzas no quiere decir
que odie el sushi —simplemente, me gusta menos que la pizza—. El hecho de que
ame a alguien no significa que odie a todos los demás; lo opuesto del amor
fácilmente podría ser la indiferencia. Yo amo a mis hijos y soy indiferente al
conductor de taxi que me recogió hace un par de horas.
Pero el punto real es que algunos tipos de amor son aislantes,
exclusivos. Si estoy enamorado locamente de una mujer, espero que ella me ame a
mí y no a otros (al menos, no en la misma forma). En forma similar, una madre
siente un amor apasionado por sus hijos y desea que ellos la amen en una forma
especial, y nunca se sentiría obligada a amar a los hijos de otra gente con la
misma intensidad. El amor, entonces, en su propia forma es egoísta, selectivo y
posesivo. Por supuesto, está el mandamiento que nos dice que “amemos” a
nuestros vecinos —a los 7 mil millones de ellos— como nos amamos a nosotros
mismos. En la práctica, no obstante, este mandamientos nos exhorta a no odiar a
nadie; no espera de nosotros que amemos a un desconocido en la misma forma que
amamos a nuestros padres o nietos.
Yo amo a mi nieto más que, digamos, a un cazador de focas a quien nunca
he conocido. Esto no quiere decir que no me importaría en absoluto si un hombre
al otro lado del mundo pereciera, pero siempre me sentiré más conmovido por la
muerte de mi abuela que por la de un extraño.
El odio, por otra parte, puede ser colectivo; de hecho, bajo regímenes
colectivos en particular, debe ser colectivo. Cuando yo era niño, el Partido
Fascista me pidió que odiara a todos los hijos de Albión, y, cada noche, Mario
Appelius recitaba por la radio su ritual “Que Dios maldiga a los ingleses”. Eso
es lo que dictadores y populistas desean —y también las religiones, entre sus
facciones fundamentalistas— porque el odio hacia un enemigo común une a la
gente y la hace arder con el mismo fuego.
El amor calienta el corazón sólo hacia unas cuantas personas selectas; el
odio calienta los corazones de todos los que están en tu bando, y puede
movilizar a un grupo a discriminar a millones de seres: una nación, un grupo
étnico, personas cuya piel tiene un color diferente al tuyo o gente que habla
un idioma diferente. Un italiano racista puede odiar a todos los albanos o
rumanos o gitanos. Umberto Bossi, líder del Partido de la Liga del Norte en
Italia, odia a todos los italianos del sur (y, dado que su salario es pagado
parcialmente con los impuestos de los sureños, se trata de una obra maestra de
malevolencia, al unir el odio con el placer de añadir insulto a la herida).
Cuando era primer ministro, Silvio Berlusconi dejó en claro que odiaba a los
jueces y pidió al pueblo que hiciera otro tanto, y que también odiara a los
comunistas, aunque eso pudiera significar conjurar visiones de ellos donde ya
no existían.
El odio, en consecuencia, no es individualista sino generoso e inclusivo,
acogiendo a muchedumbres con un solo aliento. Sólo en las novelas se nos dice
que es hermoso morir por amor; y usualmente el héroe más digno de ser emulado es
aquel que encuentra su fin al derrotar al villano —el odiado enemigo—.
La historia de nuestra especie ha estado marcada más por el odio, las
guerras y las matanzas que por actos de amor, que son inherentemente menos
cómodos y también bastante fatigosos si se extienden más allá del círculo
inmediato de nuestro egoísmo. Nuestra atracción por los deleites del odio es
tan natural que los líderes manipuladores no tienen el menor problema para
cultivarlo; mientras tanto, en ocasiones parece que somos alentados a amar sólo
por personajes ficticios nada atractivos que tienen el hábito desconcertante de
besar a leprosos.
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