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domingo, 12 de julio de 2015

MARIO VARGAS LLOSA, EL CABALLERO CIPOLLA Y EL DESVARÍO GRIEGO, PIEDRA DE TOQUE

El referéndum convocado por Tsipras ha sido una obra maestra de confusión y delirio hipnótico

La magia y el hipnotismo colectivos pueden encaramar al poder a cualquier demagogo sin escrúpulos

En el verano de 1926, Thomas Mann y su familia pasaron unas vacaciones en Forte dei Marmi; era una época en la que el fascismo estaba en pleno apogeo y los discursos de Mussolini retumbaban por toda Italia. Con estos recuerdos y el interés que en aquel decenio se despertó en Europa (y en Alemania en particular) por el hipnotismo, el espiritismo y las ciencias ocultas, el autor de La montaña mágica escribió Mario y el mago, un relato aparecido en 1930 en el que la crítica ha visto siempre una parábola sobre el efecto encantatorio de líderes carismáticos como Hitler y Mussolini sobre las masas, que, seducidas por la palabra del jefe, abdicaban de su soberanía y poder de decisión y lo seguían, ciegas y dóciles, en sus extravíos.

El espléndido y ceñido relato admite muchas interpretaciones y es, además de una parábola política, una historia que pone los pelos de punta. En un pueblecito de la costa, junto al mar Tirreno, Torre di Venere, el narrador describe un espectáculo en el que un mago hipnotizador, el caballero Cipolla, hombre malvado, repelente y deforme pero dotado de una fuerza psíquica irresistible, enajena a todo su auditorio y lo obliga a humillarse y hundirse en el ridículo más espantoso.

La verdad es que la lectura de Mario y el mago en clave política es tan actual como cuando los dictadorzuelos carismáticos campeaban por el mundo entero; en nuestros días, el caballero Cipolla se encarna no sólo en caudillos fascistas y comunistas, sino, también, en aparentemente benignos dirigentes democráticos, que ganan limpias elecciones y son capaces, gracias a sus poderes comunicativos, de imbecilizar a sus propios pueblos, privándolos de razonamiento y sentido común; en otras palabras, llevándolos a la ruina. ¿No es el caso de un Perón, un Evo Morales, un Rafael Correa, un Daniel Ortega? Ningún ejemplo es más doloroso que el de Argentina, el país más culto de América Latina: ¿cómo es posible que todavía la sociedad argentina siga cautiva de la hipnosis suicida con que la sedujo hace sesenta o setenta años un coronel inculto y fascistón y que ha llevado al país que fue el más avanzado del continente americano y uno de los más prósperos y modernos del mundo a la decadencia, la ruina económica y la miseria moral que representa la presidenta Kirchner?

La culta Europa no se queda atrás: el espíritu del caballero Cipolla está transustanciado últimamente en el joven, apuesto y carismático primer ministro griego, Alexis Tsipras. El líder de Syriza convenció a sus compatriotas de que los terribles males que aquejan a su país son obra de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, empeñados en humillar a Grecia luego de destruirla económicamente, abrumándola de deudas y exigiéndole reformas monstruosas que salvarían a los bancos pero empobrecerían más aún a sus desamparados ciudadanos. También les hizo creer que, en vez de someterse a estos poderes malignos, si Syriza ganaba las elecciones iniciaría una política económica diametralmente opuesta a las de los Gobiernos anteriores, sirvientes de la plutocracia internacional: repondría a los burócratas despedidos, inyectaría fondos para dinamizar la economía y crear empleo y rompería todos los compromisos con los organismos financieros, dejando de pagar la deuda, a menos que los acreedores le concedieran una quita radical y admitieran que los pagos se hicieran sólo en función del crecimiento económico. Los griegos le creyeron, llevaron a Syriza al poder y ahora han confirmado su fe en la palabra del joven carismático dándole un respaldo contundente en el reciente referéndum.

Screen Shot 2015-07-11 at 9.34.11 PMEsta última consulta griega ha sido una obra maestra de confusión y delirio hipnótico. Los electores tenían que responder una pregunta incomprensible, sobre si aceptaban o rechazaban una propuesta que la Unión Europea hizo a Grecia el 25 de junio, ¡pero que ya no existía! Impertérrito, Tsipras explicó a los griegos que el no le daría fuerzas para negociar con más éxito en Bruselas, y los griegos —el 70% de los cuales no quiere que Grecia se retire del euro ni de Europa— le creyeron también y el 6l,8% de los electores votaron por el no. Este resultado es pura y simplemente manicomial. La única manera de entenderlo es recurriendo a la sinrazón y poderes ocultos del caballero Cipolla. Para toda persona en uso de sus facultades mentales, si algo se votaba en el referéndum era saber si el pueblo griego quería seguir en Europa, respetando los compromisos políticos y económicos que ello implica, o romper con la Unión Europea negándose a aceptar dichos compromisos (que era lo que había venido haciendo el Gobierno de Alexis Tsipras en las negociaciones). Ahora bien, el 61,8% que votó por el no creía votar por una opción inexistente que sólo aparecía en el discurso del primer ministro griego: no respetar las obligaciones a que los países de la Unión se comprometen al formar parte de ella y seguir en Europa, pero exigiendo que aquellos compromisos sean cambiados radicalmente pues así lo decidió en ejercicio de su soberanía el pueblo griego.

¿Hasta cuándo puede durar este espectáculo lastimoso en el que vemos empeorar día a día la situación de Grecia? En los meses que lleva en el poder Syriza, la situación se ha agravado y el país, ahora misérrimo, está al borde de un colapso económico del que le llevaría décadas recuperarse. Al corralito seguirá el corralón, sus bancos quebrarán, no habrá empresas que quieran invertir en un país en el que la inestabilidad es generalizada y difícilmente asumirá Rusia (o China) la vertiginosa deuda en la que la ineficacia y la corrupción de sus Gobiernos han ido sumiendo a Grecia.Screen Shot 2015-07-11 at 9.34.32 PM

La verdad es que Europa y los Gobiernos anteriores al de Syriza sabían muy bien que Grecia no estaba en condiciones de pagar su estratosférica deuda. Dos quitas habían ya indicado que este supuesto era aceptado por los acreedores y la Unión Europea había dado muy generosas muestras de comprensión, en función de los esfuerzos de los Gobiernos griegos de hacer reformas e ir cumpliendo con los compromisos contraídos. Al igual que Irlanda, España y Portugal, Grecia comenzaba a salir (muy despacio, es cierto, pero crecía al 3%) del pozo, haciendo los sacrificios inevitables que debe hacer un país semiquebrado si quiere rehacer su economía y emprender una genuina recuperación. Todo eso se fue al tacho con el triunfo de Syriza y desde entonces Grecia (su economía ahora decrece) ha retrocedido hasta el borde mismo del abismo. No será el mago hipnotizador Alexis Tsipras quien encuentre el remedio para esta catástrofe en la que la cultura que inventó la filosofía, la tragedia y la democracia ha caído por la irresponsabilidad y desvarío de su clase política. Y no es refugiándose en el nacionalismo reaccionario (¿por qué será que el Frente Nacional de Marine Le Pen, el facha y eurófobo británico Nigel Farage del UKIP y los nazis de Amanecer Dorado celebran con tanto entusiasmo el no del referéndum griego?) que Grecia superará la crisis de la que es ella sola responsable.

La magia y el hipnotismo colectivos pueden encaramar al poder a cualquier demagogo sin escrúpulos, sin duda, tanto en una dictadura como en una democracia. Pero los problemas económicos no admiten recetas mágicas ni son sensibles a los hipnotizadores. La receta es una sola y es la que han seguido los países a los que la crisis puso al borde de la catástrofe como Portugal, España e Irlanda, que están ahora superando aquella prueba y volviendo a crecer, a atraer inversiones, a recuperar la confianza y el crédito internacionales. Y es la que, más tarde o temprano, tendrá que resignarse a seguir el pueblo griego una vez que descubra que detrás de los magos y pitonisas a los que se ha rendido sólo había hambre de poder, mentiras y vacío.

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domingo, 14 de junio de 2015

MARIO VARGAS LLOSA, FELIPE GONZALEZ EN VENEZUELA, EL PAIS, DESDE ESPAÑA,

Felipe González en Venezuela

La visita del expresidente del Gobierno español a Caracas ha sido un gran éxito que sirve a la oposición democrática al chavismo al tiempo que imparte una lección a la izquierda latinoamericana y europea


FERNANDO VICENTE
Se equivocan quienes dicen que la visita del expresidente español Felipe González a Venezuela ha sido un fracaso. Yo diría que, más bien, ha constituido todo un éxito y que en los escasos dos días que permaneció en Caracas prestó un gran servicio a la causa de la libertad.
Es verdad que no consiguió visitar al líder opositor Leopoldo López, preso en la cárcel militar de Ramo Verde, ni tampoco asistir a la vista de su juicio ni a la audiencia en que se iba a decidir si se abría proceso al alcalde de Caracas, Antonio Ledezma (preso desde febrero), pues ambas convocatorias fueron aplazadas por los jueces precisamente para impedir que González asistiera a ellas. Pero esto ha servido para mostrar, de manera flagrante, la nula independencia de que goza la justicia en Venezuela, cuyos tribunales y magistrados son meros instrumentos de Maduro, al que sirven y obedecen como perritos falderos.
De otro lado, lo que sí resultó un absoluto fracaso fueron los intentos del Gobierno y jerarcas del régimen de movilizar a la opinión pública contra González. En un acto tan ridículo como ilegal, el Parlamento que preside Diosdado Cabello —acusado por prófugos del chavismo a Estados Unidos de dirigir la mafia del narcotráfico en Venezuela— declaró al líder socialista persona non grata, pero todas las manifestaciones callejeras convocadas contra él fueron minúsculas, conformadas sólo por grupos de esbirros del Gobierno, en tanto que, en todos los lugares públicos donde González se mostró, fue objeto de aplausos entusiastas y una calurosa bienvenida de un público que agradecía el apoyo que significaba su presencia para quienes luchan por salvar a Venezuela de la dictadura.

El triunfo de la oposición no está garantizado en absoluto, debido a las posibilidades de fraude
Su comportamiento, en ese par de días, fue impecable, exento de toda demagogia o provocación. Se reunió con la Mesa de la Unidad Democrática, que agrupa a las principales fuerzas de la oposición, y las exhortó a olvidar sus pequeñas rencillas y diferencias y mantenerse unidas ante el gran objetivo común de ganar las próximas elecciones y resucitar la democracia venezolana, a la que el chavismo ha ido triturando sistemáticamente hasta reducirla a escombros. Aunque todas las encuestas dicen ahora que el apoyo a Maduro no sobrepasa un 20% de la población y que el 80% restante está en contra del régimen, el triunfo de la oposición no está garantizado en absoluto, debido a las posibilidades de fraude y a que, en su desesperación por aferrarse al poder, Maduro y los suyos puedan recurrir al baño de sangre colectivo, del que ha habido ya bastantes anticipos desde la matanza de estudiantes el año pasado. Por eso es indispensable, como dijo González, que todas las fuerzas de la oposición se enfrenten solidarias en la próxima confrontación electoral que el régimen, debido a la presión popular, ha prometido para antes de fin de año.
Pero, quizás, el efecto más importante de la visita de Felipe González a Venezuela, aparte del coraje personal que significó ir allí a solidarizarse con la oposición democrática sabiendo que sería injuriado por la prensa y los gacetilleros del régimen, es el ejemplo que ha dado a la izquierda latinoamericana y europea. Porque hay entre ella, todavía, y no sólo entre los grupos y grupúsculos más radicales y antisistema, sectores que, pese a todo lo que ha ocurrido en los años de chavismo que padece la tierra de Bolívar, alientan todavía simpatías por este régimen y se resisten a criticarlo y a reconocer lo que es: una creciente dictadura cuya política económica y corrupción generalizada ha empobrecido terriblemente al país, que tiene hoy día la inflación más alta del mundo, índices tenebrosos de criminalidad e inseguridad callejera, y donde prácticamente ha desaparecido la libertad de expresión y los atropellos contra los derechos humanos se multiplican cada día.
Es verdad que algunos de los defensores del régimen de Maduro, como los presidentes Rafael Correa, de Ecuador, Evo Morales, de Bolivia, el comandante Ortega, de Nicaragua, Cristina Kirchner, de Argentina, y Dilma Rousseff, de Brasil, lo hacen con hipocresía y duplicidad, elogiándolo en discursos demagógicos, defendiéndolo en los organismos internacionales, pero evitando sistemáticamente imitarlo en sus propias políticas económicas y sociales, muy conscientes de que éstas últimas, si siguieran el modelo chavista, precipitarían a sus países en una catástrofe semejante a la que padece Venezuela.

Algunos de los defensores del régimen de Maduro lo hacen con hipocresía y duplicidad
Aunque en Europa el socialismo ha ido convirtiéndose cada vez más en una social democracia, haciendo suyos los valores liberales tradicionales de tolerancia, coexistencia en la diversidad, respeto a la libertad de opinión y de crítica, elecciones libres, una justicia independiente, y comprendiendo que las nacionalizaciones y el dirigismo económico son incompatibles con el desarrollo y el progreso —véase los esfuerzos que hace la Francia socialista de Hollande y Valls para impulsar el mercado libre, estimular la empresa privada y abrir cada vez más su economía—, todavía en América Latina persisten los mitos colectivistas y estatistas. Lo que Hayek llamaba “el constructivismo”, la idea de que una planificación racionalmente formulada podía ser impuesta a una sociedad para imponer una justicia y un progreso material que tendría en el Estado su instrumento central, pese a que la historia reciente muestra en los casos del desplome de la URSS y la conversión de China Popular en un país capitalista (autoritario) el fracaso de ese modelo, todavía en América Latina sigue siendo la ideología de muchas fuerzas de izquierda, uno de los obstáculos mayores para que el continente, en su conjunto, prospere y se modernice como ha ocurrido, por ejemplo, en el continente asiático.
Felipe González prestó un enorme servicio a España contribuyendo a la modernización del socialismo español, que, antes de él y su equipo, estaba todavía impregnado de marxismo, de “constructivismo” económico y no había asumido resueltamente la cultura democrática. Curiosamente, su adversario de siempre, José María Aznar, hizo algo parecido con la derecha española, a la que impulsó a democratizarse y a modernizarse. Gracias a esa convergencia de ambas fuerzas hacia el centro, España, a una velocidad que nadie hubiera imaginado, pasó, de una dictadura anacrónica, a ser una democracia moderna y funcional y un país cuya prosperidad, no hace muchos años, el mundo entero veía con asombro. Conviene recordarlo ahora cuando, debido a la crisis, ha cundido ese parricidio cívico que pretende achacar todo lo que anda mal en el país a aquella transición gracias a la cual España se salvó de vivir el horror que está viviendo Venezuela.
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martes, 9 de junio de 2015

MAURICIO ROJAS, MARIO VARGAS LLOSA Y EL CAPITALISMO DE LOS POBRES. LIBRE MERCADO, MADRID, CASO PERU

Nadie hubiese imaginado a mediados de 1990 que en 25 años Perú sería uno de los países más exitosos de América Latina, tras triplicar su PIB y reducir drásticamente la pobreza. En 1990 se encontraba en una situación caótica, producto de una dilatada crisis económica que había adquirido proporciones gigantescas bajo el gobierno populista de Alan García y una escalada de violencia política sin precedentes. El ingreso per cápita cayó un 30% de 1987 a 1990 y la inflación pasó el 7.000% en ese último año. Más de la mitad de los peruanos vivía en la pobreza en zonas rurales o inmensas barriadas al margen de las instituciones. Además, extensas regiones del altiplano estaban controladas por la brutal guerrilla maoísta Sendero Luminoso.

Para muchos, Perú estaba a las puertas de una revolución comunista, pero ocurrió justamente lo contrario: desde la marginalidad, el pueblo desencadenó una revolución capitalista sin precedentes. Para ello fue necesario el genio de Mario Vargas Llosa, la inescrupulosidad de Alberto Fujimori y el talento emprendedor de millones de peruanos.

La revolución liberal de Vargas Llosa

El aporte de Vargas Llosa fue de primer orden, señalando el camino que el país finalmente transitaría para salir de la crisis. En 1990 fue candidato a presidente proponiendo algo tan insólito en Perú como una revolución liberal que abriera su economía al potencial emprendedor del pueblo. Era la alternativa del "capitalismo de los pobres", como la llamó, en vez del capitalismo cerrado y oligárquico del pasado.

Además, la crisis peruana era de tal gravedad que no permitía medias tintas ni gradualidad. Ello implicaría un alto costo inicial, y sobre ello Vargas Llosa fue absolutamente transparente. Quería ganar la elección como el hombre honesto que es y, por supuesto, perdió.

Las sorpresas de Fujimori

Alberto Fujimori derrotó a Vargas Llosa en la segunda vuelta de la elección presidencial de junio de 1990. De él poco se sabía, y su mayor capital político era no pertenecer a las desprestigiadas elites del país. No tenía un programa concreto de gobierno, sino sólo declaraciones muy vagas y, sobre todo, la promesa de no someter el Perú a un cambio radical como el que proponía Vargas Llosa. Pero fue justamente lo que hizo con el programa de estabilización económica, que anunció diez días después de haber asumido el poder. Se lo conoce como Fujishock, y luego fue completado por nuevas medidas que lo profundizaron.

Su propósito era frenar la inflación mediante una drástica reducción del déficit fiscal, abrir la economía peruana y reinsertarla en el sistema financiero internacional. Se redujeron los gastos corrientes del Estado en una cuarta parte, se eliminaron las trabas a la importación, se liberalizaron los mercados de bienes, servicios, capitales y trabajo y se privatizó gran parte de las empresas públicas.

El impacto inicial de estas medidas fue duro, pero a partir de 1993 se inicia una fase de fuerte recuperación que reflejó los logros más significativos de Fujimori: el saneamiento de las cuentas fiscales, la derrota de la inflación y la reinserción de Perú en los mercados internacionales de capitales. Junto a ello se deben destacar dos hechos políticos decisivos: el autogolpe del 5 de abril de 1992 y la derrota de los grupos terroristas a partir de la captura, en septiembre de 1992, del Presidente Gonzalo (Abimael Guzmán), líder de Sendero Luminoso. Tanto el autogolpe como los métodos adoptados para combatir al terrorismo retratan de cuerpo entero a Alberto Fujimori como un hombre sin escrúpulos, dispuesto a instaurar la dictadura, el terrorismo de Estado y las prácticas más corruptas para alcanzar sus fines.

El capitalismo de los pobres

El crecimiento iniciado en 1993 fue interrumpido en 1998 por la crisis asiática, que dio origen a cuatro años de recesión. El régimen fujimorista caerá en noviembre de 2000, dando paso al restablecimiento de la democracia.

Es en esas condiciones que, a partir de 2002, se inicia un largo período de extraordinario crecimiento y reducción de la pobreza. El PIB se duplica de 2001 a 2013 y la pobreza pasa del 54,7 al 23,9%. La pobreza extrema se reduce aún más: del 24,4 al 4,7%.

Una fuente importante de este crecimiento es la fuerte demanda internacional de material primas, pero ello no explica que el Perú haya crecido el doble que América Latina entre 2001 y 2014. Para entenderlo hay que analizar los factores internos que han dinamizado el crecimiento de la economía peruana. Entre ellos destaca su altísima tasa de informalidad.

Esto no quiere decir que la informalidad por sí sola conduzca a un resultado como el de Perú en los últimos decenios. Es la combinación de la estabilidad macroeconómica y las reformas liberalizadoras, con la derrota del terrorismo, la democratización y una coyuntura global favorable, lo que ha dado al capitalismo de los pobres un contexto adecuado para poder desarrollar todo su potencial creativo.

La informalidad, refugio y trampolín de los pobres

Según el Instituto Nacional de Estadística del Perú, en 2012 el 74% de la fuerza laboral (unos 12 millones de personas) tenía un empleo informal. Esta cifra es impactante, pero representa un descenso frente a las registradas anteriormente. Esto implica que estamos frente a un fenómeno clave para comprender la evolución de la pobreza en Perú.

El sector informal se ha expandido en momentos de retroceso económico y se ha contraído cuando el país crece. Es decir, la informalidad ha sido tanto el gran refugio como el trampolín fundamental del progreso de los pobres: los ha acogido en los tiempos difíciles y les ha permitido ampliar sus actividades, así como pasar al sector formal cuando las condiciones han mejorado.

Los efectos más notables del dinamismo del capitalismo informal se reflejan en a la disminución de la pobreza y en una distribución más igualitaria del ingreso. Si Perú tuviese hoy el porcentaje de pobres de 2001, habría 10 millones de pobres más de los que realmente hay: 17 en vez de 7 millones. A su vez, la distribución del ingreso ha evolucionado hacia mayores niveles de igualdad. El coeficiente de Gini ha bajado de 0,54 a 0,44 entre 1999 y 2013, y la relación entre los ingresos del 10% más acomodado y el 10% más pobre ha disminuido de 26 a 14 veces.

El Estado peruano no ha dado mucho a sus pobres, y su gran aporte, fuera de derrotar al terrorismo, ha sido dejar de perturbar sus vidas y obstaculizar su espíritu emprendedor. La lucha contra la pobreza la han dado y ganado los pobres en el mercado, apoyados en sus propias redes sociales y al margen de la legalidad oficial.

En resumen, en vez de ser un problema, como se planteaba tradicionalmente, la informalidad ha sido la gran solución para los pobres. Esa es la gran revolución que le está cambiando el rostro y el alma al Perú. El pueblo peruano no siguió a Sendero Luminoso, sino el luminoso sendero del capitalismo de los pobres.
Mauricio Rojas M
mauriciojoserojasm@gmail.com
@MauricioRojasmr

Enviado  Por Gabriel Gasave
Gabriel Gasave
ggasave@independent.org
@ElIndependent

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sábado, 16 de mayo de 2015

LEONARDO MONTILLA, TEODORO Y LA VENEZUELA DIGNA

“Los venezolanos dan una lección de coraje en defensa de la Civilización” Mario Vargas Llosa

José Ortega y Gasset, pensador y periodista español ( 1883-1955), su obra  la han  señalado como el perspectivismo, según el cual las distintas concepciones del mundo dependen del punto de vista y las circunstancias de los individuos, cuya razón vital además es el intento de superación de la razón pura y la razón práctica de idealistas y racionalistas. Para Ortega,” la verdad surge de la combinación  de visiones parciales, en la que es fundamental el constante diálogo entre el hombre y la vida que se expresa a su alrededor, especialmente en el universo de las artes y la creatividad (Obra selecta: Meditaciones del Quijote)

Los Premios Ortega y Gasset fueron creados en 1984 por el mundialmente reconocido diario El País de España en memoria de este gran pensador y periodista de habla hispana José Ortega y Gasset. Se otorgan a los mejores trabajos publicados en medios de comunicación en español de todo el mundo, valorando  la defensa de las libertades, la independencia política, la tolerancia, la seriedad, rigurosidad y  pasión de quienes lo ejercen, como valores esenciales del Periodismo libre y democrático.

La Venezuela que lucha, la Venezuela valiente, la Venezuela soberana, recibió esta semana en la persona de Teodoro Petkoff, el reconocimiento mundial que en todos los países se hace a la lucha contra la autocracia militarista, corrupta e incapaz  que ha hundido la patria en esta espiral de insatisfacciones que padecen las mayorías nacionales.

 Teodoro es una referencia ética y política de la Venezuela contemporánea; su accionar desde el activismo jamás descuido la creación de un pensamiento político que da luces en la defensa de la democracia como sistema de respeto y justicia social. Petkoff ha librado y nos ha enseñado lo que es el combate por la vida como decía Ali Primera. El gobierno autocrático de Maduro, vergüenza histórica de la Venezuela libre, recibe otra sanción moral del mundo civilizado; gritan, chillan y descalifican, el resultado de la gestión oficialista al frente del Estado es vista como lo que es un error en la historia nacional. El premio Ortega y Gasset es un incentivo y el reconocimiento a la lucha emancipadora del pueblo venezolano por preservar la democracia, la libertad, la constitución y buscar un mecanismo de justicia social que devuelva la calidad de vida para todos.

Los procesos sociales son dialecticos y cambiantes, la Venezuela decente, la misma de los cada vez más activos sectores populares ha acumulado fuerza y organización, así como liderazgos consecuentes y probados en la lealtad; el compromiso y la convicción democrática; el objetivo en correspondencia con el reconocimiento internacional es la participación efectiva, pacífica y constitucional; los cambios exigen ganar con el concurso de todos la asamblea nacional... “La libertad es un derecho por demás confortable: lo es tanto que a los comunistas les encanta invocarla y disfrutar de sus mieles antes de llegar al gobierno.

“La defensa del derecho a la información es uno de los tantos combates que libra en todo el mundo la ilustración contra la barbarie acomplejada” Alonso Moleiro.

Leonardo Alfredo Montilla Delgado
montillaleoa@gmail.com
@LeoMontilla

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domingo, 10 de mayo de 2015

LEONARDO MORALES P., TEODORO, PREMIO ORTEGA Y GASSET

Ha dicho el reconocido hombre de letras, a veces dedicado a la opinión política, pero empecinado luchador por la libertad, Mario Vargas Llosa,  que: “El periodismo es una aventura peligrosa para quienes defienden la libertad.”

Opinión que compartimos aun cuando bien podríamos preguntarnos acerca de cómo entender el periodismo sino es vinculado a la lucha por la transparencia, por dar a conocer al público lo que se pretende mantener oculto, pero además, cuán difícil es entender el ejercicio de un puro y legítimo periodismo sino en estrecha relación con la libertad.
Esta opinión de Vargas Llosa para referirse a Teodoro Petkoff no hace sino expresar la vida de Teodoro; podrá alguien imaginar el tipo de vida de unos niños en un poblado al sur del estado Zulia 80 años atrás: siempre, desde joven, la vida de Teodoro estuvo ligada a eso que llaman riesgo. Alguna vez, como dirigente del partido comunista, que muy pronto tomo el camino de las armas para enfrentar al régimen, luego, los tiempos de cárceles y detenciones aderezadas con sus espectaculares fugas. Así había transcurrido la vida de Teodoro, siempre acompañado de riesgos que estuvieron continuamente vinculadas a las reivindicaciones de los sectores más débiles de la sociedad.
El riego es el signo que ha acompañado a la vida de Teodoro, y Tal Cual, el diario que dirige, es otros de sus riesgos. Tal Cual nace y su primer titular lo dirige al presidente de entonces: “Hola Hugo”, lo que desde ese instante marca la conducta editorial de un diario que no se dejaría amedrentar, ni siquiera por el mismísimo presidente.
En esta etapa de Teodoro, la del editorialista, director y periodista de Tal Cual, las circunstancias han transcurrido sobre aguas turbulentas. Nada nuevo, dirían sus más cercanos. Demandas y amenazas han sido incoadas contra columnistas, periodistas y contra el propio Teodoro.
Los individuos de talante autoritario tienen la tendencia a creer que la violencia y la coerción pueden cambiar convicciones profundamente arraigadas.
A Teodoro se le reconoce en esta semana sus convicciones. El premio Ortega y Gasset que le es otorgado por El País de España representa un homenaje a quien no se le tuerce su integridad con base a demandas e histéricos bramidos.
Con Venezuela como celda, no pudo asistir a la entrega del reconocimiento. No hizo falta. Ese reconocimiento que sin egoísmo compartirá Teodoro con los medios independientes y con todos aquellos que luchan por la defensa de las libertades, terminó siendo recibido con las muy merecidas palabras de Mario Vargas Llosa y del exjefe del gobierno español, Felipe González.
Leonardo Morales P.
leonardomorale@gmail.com
@leomoralesP

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lunes, 9 de marzo de 2015

MARIO VARGAS LLOSA, AL BORDE DEL ABISMO

Cuando el gobierno venezolano de Nicolás Maduro autorizó a su guardia pretoriana a usar armas de fuego contra las manifestaciones callejeras de los estudiantes sabía muy bien lo que hacía: seis jóvenes han sido asesinados ya en las últimas semanas por la policía tratando de acallar las protestas de una sociedad cada vez más enfurecida contra los atropellos desenfrenados de la dictadura chavista, la corrupción generalizada del régimen, el desabastecimiento, el colapso de la legalidad y la situación creciente de caos que se va extendiendo por todo el país.

Este contexto explica la escalada represora del régimen en los últimos días: el encarcelamiento del alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, uno de los más destacados líderes de la oposición, al cumplirse un año del arresto de Leopoldo López, otro de los grandes resistentes, y meses después de haber privado abusivamente de su condición de parlamentaria y tenerla sometida a un acoso judicial sistemático a María Corina Machado, figura relevante entre los adversarios del chavismo. El régimen se siente acorralado por la crítica situación económica a la que su demagogia e ineptitud han llevado al país, sabe que su impopularidad crece como la espuma y que, a menos que diezme e intimide a la oposición, su derrota en las próximas elecciones será cataclísmica (las encuestas cifran su popularidad en apenas 20%).

Por eso ha desatado el terror de manera desembozada y cínica, alegando la excusa consabida: una conspiración internacional dirigida por Estados Unidos de la que los opositores democráticos al chavismo serían cómplices. ¿Conseguirá acallar las protestas mediante los crímenes, torturas y redadas masivas? Hace un año lo consiguió, cuando, encabezados por los estudiantes universitarios, millares de venezolanos se lanzaron a las calles en toda Venezuela pidiendo libertad (yo estuve allí y vi con mis propios ojos la formidable movilización libertaria de los jóvenes de toda condición social contra el régimen dictatorial). Para ello fue necesario el asesinato de 43 manifestantes, muchos centenares de heridos y de torturados en las cárceles políticas y millares de detenidos. Pero en el año transcurrido la oposición al régimen se ha multiplicado y la situación de libertinaje, desabastecimiento, oprobio y violencia solo ha servido para encolerizar cada vez más a las masas venezolanas. Para atajar y rendir a este pueblo desesperado y heroico hará falta una represión infinitamente más sanguinaria que la del año pasado.

Maduro, el pobre hombre que ha sucedido a Chávez a la cabeza del régimen, ha demostrado que no le tiembla la mano a la hora de hacer correr la sangre de sus compatriotas que luchan por que vuelva la democracia a Venezuela. ¿Cuántos muertos más y cuántas cárceles repletas de presos políticos harán falta para que la OEA y los gobiernos democráticos de América Latina abandonen su silencio y actúen, exigiendo que el gobierno chavista renuncie a su política represora contra la libertad de expresión y a sus crímenes políticos y faciliten una transición pacífica de Venezuela a un régimen de legalidad democrática?

En un excelente artículo, como suelen ser los suyos, “Un estentóreo silencio”, Julio María Sanguinetti (El País, 25/2/2015), censuraba severamente a esos gobiernos latinoamericanos que, con la tibia excepción de Colombia –cuyo presidente se ha ofrecido a mediar entre el gobierno de Maduro y la oposición– observan impasibles los horrores que padece el pueblo venezolano por un gobierno que ha perdido todo sentido de los límites y actúa como las peores dictaduras que ha padecido el continente de las oportunidades perdidas. Podemos estar seguros de que la emotiva llamada del ex presidente uruguayo a la decencia a los mandatarios latinoamericanos no será escuchada. ¿Qué otra cosa se podría esperar de esa lastimosa colección entre los que abundan los demagogos, los corruptos, los ignorantes, los politicastros de tres por medio? Para no hablar de la Organización de Estados Americanos, la institución más inservible que ha producido América Latina en toda su historia; al extremo de que, se diría, cada vez que un político latinoamericano es elegido su secretario general parece reblandecerse y sucumbir a una suerte de catatonia cívica y moral.

Sanguinetti contrasta, con mucha razón, la actitud de esos gobiernos “democráticos” que miran al otro lado cuando en Venezuela se violan los derechos humanos, se cierran canales, radioemisoras y periódicos, con la celeridad con que esos mismos gobiernos “suspendieron” de la OEA a Paraguay cuando este país, siguiendo los más estrictos procedimientos constitucionales y legales, destituyó al presidente Fernando Lugo, una medida que la inmensa mayoría de los paraguayos aceptó como democrática y legítima. ¿A qué se debe ese doble rasero? A que el señor Maduro, que ha asistido a la transmisión de mando presidencial en Uruguay y ha sido recibido con honores por sus colegas latinoamericanos, es de “izquierda” y quienes destituyeron a Lugo eran supuestamente de “derecha”.

Aunque muchas cosas han cambiado para mejor en América Latina en las últimas décadas –hay menos dictaduras que en el pasado, una política económica más libre y moderna, una reducción importante de la extrema pobreza y un crecimiento notable de las clases medias– su subdesarrollo cultural y cívico es todavía muy profundo y esto se hace patente en el caso de Venezuela: antes de ser acusados de reaccionarios y “fascistas” los gobernantes latinoamericanos que han llegado al poder gracias a la democracia están dispuestos a cruzarse de brazos y mirar a otro lado mientras una pandilla de demagogos asesorados por Cuba en el arte de la represión van empujando a Venezuela hacia el totalitarismo. No se dan cuenta de que su traición a los ideales democráticos abre las puertas a que el día de mañana sus países sean también víctimas de ese proceso de destrucción de las instituciones y las leyes que está llevando a Venezuela al borde del abismo, es decir, a convertirse en una segunda Cuba y a padecer, como la isla del Caribe, una larga noche de más de medio siglo de ignominia.

El presidente Rómulo Betancourt, de Venezuela, que era de otro calibre de los actuales, pretendió, en los años sesenta, convencer a los gobiernos democráticos de la América Latina de entonces (eran pocos), de acordar una política común contra los gobiernos que –como el de Nicolás Maduro– violentaran la legalidad y se convirtieran en dictaduras: romper relaciones diplomáticas y comerciales con ellos y denunciarlos en el plano internacional, a fin de que la comunidad democrática ayudara de este modo a quienes, en el propio país, defendían la libertad. No hace falta decir que Betancourt no obtuvo el apoyo ni siquiera de un solo país latinoamericano.

La lucha contra el subdesarrollo siempre estará amenazada de fracaso y retroceso mientras las dirigencias políticas de América Latina no superen ese estúpido complejo de inferioridad que alientan contra una izquierda a la que, pese a las catastróficas credenciales que puede lucir en temas económicos, políticos y de derechos humanos (¿no bastan los ejemplos de los Castro, Maduro, Morales, los Kirchner, Dilma Rousseff, el comandante Ortega y compañía?) conceden todavía una especie de superioridad moral en temas de justicia y solidaridad social.

Mario Vargas Llosa
@vargas_llosa

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jueves, 1 de enero de 2015

MARIO VARGAS LLOSA, CUBA Y LOS ESPEJISMOS DE LA LIBERTAD, FUENTE EL PAÍS, MADRID

MARIO VARGAS LLOSA
El restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos después de más de medio siglo y la posibilidad del levantamiento del embargo norteamericano ha sido recibido con beneplácito en Europa y América Latina. Y, en el propio Estados Unidos, las encuestas dicen que una mayoría de ciudadanos también lo aprueba, aunque los republicanos lo objeten. El exilio cubano está dividido; en tanto que entre las viejas generaciones prevalece el rechazo, las nuevas ven en esta medida un apaciguamiento del que podría derivarse una mayor apertura del régimen y hasta su democratización. En todo caso, hay un consenso de que, en palabras del presidente Obama, “el embargo fue un fracaso”.

La lectura optimista de este acuerdo presupone que se levante el embargo, conjetura todavía incierta, pues esta decisión depende del Congreso que dominan los republicanos. Pero, si se levantara, sostiene esta tesis, el aumento de los intercambios turísticos y comerciales, la inversión de capitales estadounidenses en la isla y el desarrollo económico consiguiente irían flexibilizando cada vez más al régimen castrista y llevándolo a hacer mayores concesiones a la libertad económica, de lo que, tarde o temprano, resultaría una apertura política y la democracia. Indicio de este futuro promisor sería el hecho de que, al mismo tiempo que Raúl Castro anunciaba la buena nueva, 53 presos políticos cubanos salían en libertad.

Como hemos vivido en las últimas décadas toda clase de fenómenos sociales y políticos extraordinarios, nada parece ya imposible en nuestro tiempo y, acaso, todo aquello podría ocurrir. Sería el único caso en la historia de un régimen comunista que renuncia al comunismo y elige la democracia gracias al desarrollo económico y la mejora del nivel de vida de sus ciudadanos debido a la aplicación de políticas de mercado. El fabuloso crecimiento de China no ha traído la delicuescencia del totalitarismo político sino más bien, como acaban de experimentar los estudiantes de Hong Kong, su reforzamiento. Lo mismo se podría decir de Vietnam, donde la adopción de ese anómalo modelo —el capitalismo comunista— a la vez que ha impulsado una prosperidad indiscutible no ha mermado la dureza del régimen de partido único y la persecución de toda forma de disidencia. El desplome de la Unión Soviética y sus satélites centroeuropeos no fue obra del progreso económico sino de lo contrario: el fracaso del estatismo y el colectivismo que llevó esa sociedad a la ruina y al caos. ¿Podría ser Cuba la excepción a la regla, como espera la mayoría de los cubanos y entre ellos muchos críticos y resistentes del régimen castrista? Hay que desearlo, desde luego, pero no creer ingenuamente que ello está ya escrito en las estrellas y será inevitable y automático.

Las dictaduras no caen nunca gracias a la bonanza económica sino a su ineptitud para satisfacer las más elementales necesidades de la población y a que ésta, en un momento dado, se moviliza en contra de la asfixia política y la pobreza, descree en las instituciones y pierde las ilusiones que han sostenido al régimen. Aunque el medio siglo y pico de dictadura que padece Cuba ha visto aparecer en su seno opositores heroicos, por el desamparo con que se enfrentaban a la cárcel, la tortura o la muerte, la verdad es que, porque la eficacia de la represión lo impedía o porque las reformas de la revolución en los campos de la educación, la medicina y el trabajo habían traído mejoras reales en la condición de vida de los más pobres y adormecían su deseo de libertad, el régimen castrista no ha tenido una oposición masiva en este medio siglo; sólo una merma discreta del apoyo casi generalizado con que contó al principio y que, con el empobrecimiento progresivo y la cerrazón política, se ha convertido en resignación y el sueño de la fuga a las costas de la Florida. No es de extrañar que, para quienes habían perdido las esperanzas, la apertura de relaciones diplomáticas y comerciales con Estados Unidos y la perspectiva de millones de turistas dispuestos a gastar sus dólares y de empresarios y comerciantes decididos a invertir y a crear empleos por toda la isla, haya sido exaltante, la ilusión de un nuevo despertar.

Raúl Castro, más pragmático que su hermano, parece haber comprendido que Cuba no puede seguir viviendo de las dádivas petroleras de Venezuela, muy amenazadas desde la caída brutal de los precios del oro negro y del desbarajuste en que se debate el Gobierno de Maduro. Y que la única posible supervivencia a largo plazo de su régimen es una cierta distensión y un acomodo con Estados Unidos. Esto está en marcha. El designio del Gobierno cubano es, sin duda —siguiendo el modelo chino o vietnamita—, abrir la economía, un sector de ella por lo menos, al mercado y a la empresa privada, de modo que se eleven los niveles de vida, se cree empleo, se desarrolle el turismo, al mismo tiempo que en el campo político se mantiene el monolitismo y la mano dura para quien aliente aspiraciones democráticas. ¿Puede funcionar? A corto plazo, sin ninguna duda, y siempre que el embargo se levante.

A mediano o largo plazo no es muy seguro. La apertura económica y los intercambios crecientes van a contaminar a la isla de una información y unos modelos culturales e institucionales de las sociedades abiertas que contrastan de manera espectacular con los que el comunismo impone en la isla, algo que, más pronto o más tarde, alentará la oposición interna. Y, a diferencia de China o Vietnam, que están muy lejos, Cuba está en el corazón del Occidente y rodeada por países que, unos más y otros menos, participan de la cultura de la libertad. Es inevitable que ella termine por infiltrarse sobre todo en las capas más ilustradas de la sociedad. ¿Estará Cuba en condiciones de resistir esta presión democrática y libertaria, como lo hacen China y Vietnam?

Mi esperanza es que no, que el castrismo haya perdido del todo la fuerza ideológica que tuvo en un principio y que en todos estos años se ha convertido en mera retórica, una propaganda en la que es improbable que crean incluso los dirigentes de la Revolución. La desaparición de los hermanos Castro y de los veteranos de la Revolución, que ahora ejercitan todavía el control del país, y la asunción de los puestos de mando por las nuevas generaciones, menos ideológicas y más pragmáticas, podrían facilitar aquella transición pacífica que auguran quienes celebran con entusiasmo el fin del embargo.

¿Hay razones para compartir este entusiasmo? A largo plazo, tal vez. A corto, no. Porque en lo inmediato quien saca más provecho del nuevo estado de cosas es el Gobierno cubano: Estados Unidos reconoce que se equivocó intentando rendir a Cuba mediante una cuarentena económica (el bloqueo criminal) y ahora va a contribuir con sus turistas, sus dólares y sus empresas a levantar la economía de la isla, a reducir la pobreza, a crear empleo; en otras palabras, a apuntalar al régimen castrista. Si Obama visita Cuba será recibido con todos los honores, tanto por los opositores como por el Gobierno.

No es para alegrarse desde el punto de vista de la democracia y de la libertad. Pero la verdad es que ésta no era, no es, una opción realista en este preciso momento de la historia de Cuba. La elección era entre que Cuba continuara empobreciéndose y los cubanos siguieran sumergidos en el oscurantismo, el aislamiento informativo y la incertidumbre; o que, gracias a este acuerdo con Estados Unidos, y siempre que termine el embargo, su futuro inmediato se aligere, gocen de mejores oportunidades económicas, se les abran mayores vías de comunicación con el resto del mundo, y, —si se portan bien y no incurren por ejemplo en las extravagancias de los estudiantes hongkoneses— puedan hasta gozar de una cierta apertura política. Aunque a regañadientes, yo también elegiría esta segunda opción.

Época confusa la nuestra en la que ocurren ciertas cosas que nos hacen añorar aquellos tensos años de la guerra fría, donde al menos era muy claro elegir, pues se trataba de optar “entre la libertad y el miedo” (para citar el libro de Germán Arciniegas). Ahora la elección es mucho más arriesgada porque hay que elegir entre lo menos malo y lo menos bueno, cuyas fronteras no son nada claras sino escurridizas y volubles. Resumiendo: me alegro de que el acuerdo entre Obama y Raúl Castro pueda hacer más respirable y esperanzada la vida de los cubanos, pero me entristece pensar que ello podría alejar todavía un buen número de años más la recuperación de su libertad.

Mario Vargas Llosa
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viernes, 5 de diciembre de 2014

MARIO VARGAS LLOSA, CONFESIONES DE UN LIBERAL LATINOAMERICANO, DESDE ALEMANIA

MARIO VARGAS LLOSA
LINDAU, Alemania.- 

Agradezco muy especialmente al Consejo de los Encuentros Lindau con ganadores del Premio Nobel y a la Fundación Encuentros Lindau por invitarme a dar esta conferencia, pues de acuerdo a sus “considerandos”, han tomado en cuenta no sólo mi labor literaria sino mis ideas y opiniones políticas.
Créanme si les digo que esto es algo bastante novedoso. En el mundo en el que suelo moverme, ya sea en Latinoamérica, Estados Unidos o Europa, cuando alguna persona o alguna institución rinde tributo a mis novelas o ensayos literarios, usualmente agrega de inmediato frases como aunque discrepamos con él, a pesar de que no siempre estamos de acuerdo con él o esto no implica que aceptemos sus críticas u opiniones sobre cuestiones políticas. Aunque ya me he acostumbrado a esta bifurcación de mi persona, me alegra sentirme reintegrado por esta prestigiosa institución, que en vez de someterme a un proceso esquizofrénico, me ve como un ser humano unificado: un hombre que escribe, piensa y participa del debate público. Me gustaría creer que ambas actividades forman parte de una realidad única e inseparable.

Pero ahora, para ser honesto con ustedes e intentar responder a la generosidad de esta invitación, siento que debería explayarme con cierto detalle sobre mis posiciones políticas. Y no es tarea fácil. Mucho me temo que no alcance con decir -tal vez fuese más sabio decir que creo ser- un liberal. Ya de por sí, ese término entraña una primera complicación. Como bien saben, “liberal” tiene significados distintos y usualmente antagónicos, dependiendo de quién lo use y en qué contexto. Mi difunta y querida abuela Carmen, por ejemplo, solía decir que un hombre era liberal para referirse a sus costumbres disolutas, alguien que no sólo no iba a misa sino que además hablaba pestes de los curas. Para ella, el prototipo que encarnaba esa idea de “liberal” era un legendario ancestro mío que un buen día, allá en mi Arequipa natal, le dijo a su esposa que iba hasta la plaza del pueblo a comprar el diario, para nunca más volver. La familia no tuvo noticias de él durante 30 años, hasta que el fugitivo caballero murió en París. ¿Y por qué se escapó a París ese tío liberal, abuela? ¿Y a dónde más si no a París, hijito? ¡Para corromperse, por supuesto! Esta anécdota tal vez esté en el remoto origen de mi liberalismo y de mi pasión por la cultura francesa.

En Estados Unidos y en el mundo anglosajón en general, el término liberal tiene connotaciones izquierdistas y a veces suele asociárselo con el socialismo o con posturas radicales. En contrapartida, en Latinoamérica y España, donde la palabra fue acuñada en el siglo XIX para describir a los rebeldes que luchaban contra la ocupación napoleónica, me llaman liberal -o peor aún, neoliberal-, para exorcizarme o desacreditarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha transformado el significado original del término -el de un amante de la libertad que se alza contra la opresión- hasta darle una connotación conservadora o reaccionaria, vale decir, un término que cuando es usado por un progresista, es sinónimo de complicidad con todas las explotaciones e injusticias que padecen los pobres del mundo.

En  Latinoamérica, el liberalismo fue una filosofía intelectual y política progresista que en el siglo XIX se oponía al militarismo y a los dictadores y que aspiraba a la separación entre la Iglesia y el Estado y al establecimiento de una cultura civil y democrática. En la mayoría de esos países, los liberales fueron perseguidos, exiliados, encarcelados o ejecutados por los regímenes brutales que con pocas excepciones -Chile, Costa Rica, Uruguay y paremos de contar-, prosperaron en todo el continente. Pero en el siglo XX, la aspiración de las elites políticas de vanguardia era la revolución, y no la democracia, y esa aspiración era compartida por muchísima gente que quería copiar el ejemplo de la guerrilla de Fidel Castro y sus “barbudos” de Sierra Maestra.

Marx, Fidel y el Che Guevara se convirtieron en íconos de la izquierda y la extrema izquierda. Dentro de ese contexto, los liberales fueron considerados conservadores, defensores del status quo, tergiversados y caricaturizados a tal punto que sus verdaderos objetivos políticos y sus ideas genuinas sólo tenían llegada a círculos muy pequeños, mientras que grandes sectores de la sociedad eran ajenos a ellos. Esa confusión sobre el liberalismo estaba tan extendida que los liberales latinoamericanos se vieron obligados a dedicar gran parte de su tiempo a defenderse de las distorsiones y ridículas acusaciones que recibían por derecha y por izquierda.

Recién en las últimas décadas del siglo XX, las cosas empezaron a cambiar en Latinoamérica, y el liberalismo empezó a ser reconocido como algo profundamente distinto del marxismo extremo y de la extrema derecha, y es importante mencionar que eso fue posible, al menos en la esfera cultural, gracias al valiente esfuerzo del gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz y de sus revistas Plural y Vuelta. Tras la caída del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y la transformación de China en un país capitalista (por más que autoritario), las ideas políticas también evolucionaron en Latinoamérica, y la cultura de la libertad hizo importantes avances en todo el continente.

Más allá de eso, para mucha gente sigue siendo difícil asimilar el verdadero sentido de la palabra “liberal”, y para complicar aún más las cosas, ni siquiera los liberales parecen poder ponerse de acuerdo del todo sobre lo que significa el liberalismo y lo que significa ser un liberal. Quien haya tenido oportunidad de participar de alguna conferencia o congreso de liberales sabrá que esos encuentros suelen ser de lo más divertidos, ya que las discrepancias prevalecen sobre el acuerdo y porque como solía ocurrir con los trotskistas, cuando existían, todo liberal es a la vez un hereje y un sectario en potencia.

Como el liberalismo no es una ideología, vale decir, no es una religión dogmática laica, sino más bien una doctrina abierta y en evolución, que en vez de forzar la realidad para que ceda, se acomoda a la realidad, existen entre los liberales profundas discrepancias y las más diversas tendencias. Respecto de la religión y otros temas sociales, los liberales como yo, agnósticos y propulsores de la separación entre la Iglesia y el Estado y defensores de la despenalización del aborto, el matrimonio homosexual y las drogas, solemos ser ásperamente criticados por otros liberales que tienen opiniones opuestas sobre estas cuestiones. Esas diferencias de opinión son saludables y útiles, ya que no violan los preceptos básicos del liberalismo, a saber, democracia política, economía de mercado y la defensa de los intereses individuales por sobre los intereses del Estado. Hay por ejemplo liberales que creen que la economía es el campo donde deben resolverse todos los problemas, y que el libre mercado es la panacea para los problemas, desde la pobreza hasta el desempleo, desde la discriminación hasta la exclusión social.

Esos liberales, que son como verdaderos algoritmos vivientes, muchas veces le hacen más daño a la causa de la libertad que los marxistas, primeros campeones de la absurda teoría de que la economía es la base de la civilización, fuerza impulsora de la historia de las naciones. Eso es simplemente falso. Son las ideas y la cultura las que marcan la diferencia entre civilización y barbarie, y no la economía. La economía por sí sola, sin el puntal de las ideas y la cultura, tal vez produzca óptimos resultados en los papeles, pero no le da sentido a la vida de las personas, ni les ofrece a los individuos razones para resistir la adversidad, mantenerse unidos en la compasión, o vivir en un ambiente de verdadera humanidad. Es la cultura, ese cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas -entre las cuales debe incluirse obviamente también la religión-, la que da vida y aliento a la democracia y permite la economía de mercado, con su matemática fría y competitiva de recompensar el éxito y castigar el fracaso, para evitar que todo degenere en una lucha darwiniana en la cual, como dijo Isaiah Berlin, la libertad de los lobos es la muerte de los corderos. El libre mercado es el mejor mecanismo existente para generar riqueza, y cuando se lo complementa con otras instituciones y usos de la cultura democrática puede impulsar el progreso material de una nación a los espectaculares niveles a los que nos tiene habituados. Pero el libre mercado es también un instrumento implacable que sin el componente espiritual e intelectual que aporta la cultura, puede reducir la vida a una feroz batalla egoísta a la que sólo sobreviven los más aptos.

Por lo tanto, el valor central del liberal que yo aspiro a ser es la libertad. Gracias a esa libertad, la humanidad ha podido hacer su viaje de las cavernas a las estrellas y la revolución informática, y progresar desde las variadas formas de colectivismo y asociaciones despóticas hacia los derechos humanos y la democracia representativa. Los cimientos de la libertad son la propiedad privada y el imperio de la ley. Ese sistema garantiza las menores formas de injustica posibles, produce el mayor progreso material y cultural, frena con mayor eficacia la violencia y genera el mayor respeto por los derechos humanos. Para este concepto de liberalismo, la libertad es un concepto único e integral. La libertad política y la libertad económica son inseparables, como las caras de una moneda. Y como en Latinoamérica la libertad no es entendida de esa forma, la región ha sufrido varios intentos fallidos de gobiernos democráticos.

Eso ocurrió ya sea porque las democracias que emergieron después de las dictaduras respetaron la libertad política pero rechazaron la libertad económica, que produjo inevitablemente más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque condujeron a gobiernos autoritarios convencidos de que sólo con mano dura y represión podría garantizarse el funcionamiento del libre mercado.

Esa es una peligrosa falacia que quedó demostrada en países como Perú, durante la dictadura de Alberto Fujimori, y Chile, bajo Augusto Pinochet. El verdadero progreso nunca ha surgido de regímenes como esos. Así se explica el fracaso de las llamadas dictaduras “del libre mercado” de Latinoamérica.

Ninguna economía libre puede funcionar sin un sistema de justicia eficiente e independiente, y ninguna reforma tiene éxito si se implementa sin el control y la crítica de la opinión pública que sólo son posibles en democracia. Quienes creyeron que el general Pinochet era la excepción a la regla porque su régimen obtuve éxitos económicos luego descubrieron, junto con las revelaciones del asesinato y tortura de miles de ciudadanos, que el dictador chileno no solo era un asesino, sino un ladrón que tenía cuentas con millones de dólares en el exterior, como el resto de los dictadores latinoamericanos. La democracia política, la libertad de prensa y el libre mercado son los cimientos de la posición liberal. Pero así formuladas, esas tres expresiones poseen una cualidad abstracta y algebraica que las deshumaniza y las aleja de la experiencia de la gente común. El liberalismo es mucho, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto por el otro, y especialmente por quienes piensan distinto, por quienes practican otras costumbres, veneran a otro dios o a ninguno. Al aceptar convivir con quienes son diferentes, los seres humanos dieron el paso más extraordinario en el camino hacia la civilización. Fue una predisposición o un deseo que precedió a la democracia y que la hizo posible, y que contribuyó más que cualquier descubrimiento científico o que cualquier sistema filosófico a contrarrestar la violencia y a aplacar el instinto de controlar y matar en las relaciones humanas. Es también lo que despertó una natural desconfianza en el poder, en cualquier poder, y que es como una segunda naturaleza de nosotros, los liberales.

El poder es inevitable, salvo en esas encantadoras utopías de los anarquistas. Pero el poder sí puede ser controlado y contrarrestado para que no se exceda. Es posible despojarlo de sus funciones no autorizadas que oprimen al individuo, ese ser que para nosotros, los liberales, es la piedra angular de la sociedad, y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados. La violación de esos derechos desencadena inevitablemente una espiral de abusos que como ondas concéntricas, barren con la idea misma de justicia social.

Defender a los individuos es la consecuencia natural de creer en la libertad como valor individual y social por excelencia, porque en el seno de una sociedad, la libertad se mide por el nivel de autonomía del que gozan los ciudadanos para organizar sus vidas y trabajar en pos de sus objetivos sin interferencias injusticias, vale decir, la lucha por la “libertad negativa”, tal como la definió Isaiah Berlin en su célebre ensayo. El colectivismo era necesario en los albores de la historia, cuando los individuos eran simplemente parte de una tribu y dependían del conjunto de la sociedad para su supervivencia, pero empezó a declinar a medida que el progreso material e intelectual permitieron que el hombre dominara la naturaleza y superara el miedo al rayo, a las bestias, a lo desconocido y al otro, todo aquel que tenía otro color de piel, otro idioma y otras costumbres. Pero el colectivismo ha sobrevivido a través de la historia en esas doctrinas e ideologías que sitúan los supremos valores de un individuo en su pertenencia a un grupo específico (la raza, la clase social, la religión o la nación). Todas esas doctrinas colectivistas -nazismo, fascismo, fanatismo religioso, comunismo y nacionalismo-, son enemigos naturales de la libertad y feroces enemigos de los liberales. En todas las épocas, ese defecto atávico, el colectivismo, ha levantado su horrenda cabeza para amenazar a la civilización y arrastrarnos de vuelta a la era del barbarismo. Ayer tomó el nombre de fascismo y comunismo; hoy se lo conoce como nacionalismo y fundamentalismo religioso.

Un gran pensador liberal, Ludwig von Mises, siempre se opuso a la existencia de partidos liberales porque sentía que esas agrupaciones políticas, al intentar monopolizar el liberalismo, terminaban desnaturalizándolo, encasillándolo, y forzándolo a entrar en los estrechos moldes de la lucha partidaria por el poder. Por el contrario, Mises creía que la filosofía liberal debía ser una cultura general compartida por todos las corrientes y movimientos políticos coexistentes en una sociedad abierta y prodemocrática, una escuela de pensamiento que nutriera a los socialcristianos, los radicales, los socialdemócratas, los conservadores y los socialistas democráticos por igual. Hay mucho de verdad en esa teoría.

De eso modo, en el pasado reciente, hemos visto casos de gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar, que impulsaron profundas reformas liberales. Al mismo tiempo, hemos visto a líderes presuntamente socialistas, como Tony Blair en Inglaterra, Ricardo Lagos en Chile, y actualmente José Mujica en Uruguay, que implementaron políticas económicas y sociales que sólo pueden ser calificadas como liberales.

Aunque el término “liberal” sigue siendo una mala palabra que todo latinoamericano políticamente correcto tiene obligación de detestar, desde hace un tiempo, hay ideas y actitudes esencialmente liberales que han comenzado a infiltrarse por derecha y por izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. Eso explica por qué en años recientes, las democracias latinoamericanas no han colapsado ni han sido reemplazadas por dictaduras militares, a pesar de las crisis económicas, la corrupción y el fracaso de tantos gobiernos para alcanzar su potencial.

Por supuesto que algunos siguen allí: Cuba tiene esos fósiles autoritarios, Fidel Castro y su hermano Fidel, que tras 54 años de esclavizar a su país, se han convertido en los líderes de la dictadura más larga de la historia latinoamericana, así como la desafortunada Venezuela, que de la mano del presidente Nicolás Maduro, el sucesor a dedo del comandante Hugo Chávez, sufre ahora las políticas estatistas y marxistas que muy pronto convertirán a Venezuela en una segunda Cuba.

Pero son dos excepciones, y hay que enfatizarlo, en un continente que nunca antes había tenido una sucesión tan larga de gobiernos civiles surgidos de elecciones relativamente libres. Y existen casos interesantes y alentadores como el de Brasil, donde primero Lula da Silva y luego Dilma Rousseff, antes de llegar a la presidencia, abrazaron la doctrina populista, el nacionalismo económico y la tradicional hostilidad de la izquierda hacia los mercados, pero que tras asumir el poder, practicaron la disciplina fiscal y fomentaron la inversión extranjera, la inversión privada y la globalización, a pesar de que ambos gobiernos se sumieron en la corrupción, como ha ocurrido siembre con los gobiernos populistas, y finalmente fracasaron en la continuidad de la reforma.

Más que la revolución, el mayor obstáculo actual para el progreso en Latinoamérica es el populismo. Hay muchas maneras de definir populismo, pero tal vez la más exacta sea que es una forma de demagogia social y económica que sacrifica el futuro de un país a favor de un presente efímero. Con un discurso fogoso imbuido de bravatas, la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner ha seguido el ejemplo de su marido, el fallecido presidente Néstor Kirchner, con nacionalizaciones, intervencionismo, controles y persecución de la prensa independiente, políticas que han llevado al borde la desintegración a un país que es, potencialmente, uno de los más prósperos del planeta. Otros tristes ejemplos de populismo son la Bolivia de Evo Morales, el Ecuador de Rafael Correa y la Nicaragua del comandante sandinista Daniel Ortega, quienes en varios aspectos, siguen implementando el centralismo del control estatal que tantos estragos ha causado en todo nuestro continente.

Pero son las excepciones y no la regla, como era hasta hace poco en Latinoamérica, donde no sólo se están desvaneciendo los dictadores, sino también las políticas económicas que mantuvieron a nuestros pueblos en el subdesarrollo y la pobreza. Hasta la izquierda se ha mostrado reacia a faltar a su palabra de privatizar las jubilaciones -ya se ha hecho en 11 países latinoamericanos, hasta la fecha-, mientras que la izquierda de Estados Unidos, más reaccionaria, se opone a la privatización de la seguridad social. Son todos signos positivos de cierta modernización de la izquierda, que sin reconocerlo, admite que el camino hacia el progreso económico y la justicia social pasa por la democracia y los mercados, algo que los liberales venimos predicando en el desierto desde hace mucho tiempo. De hecho, si la izquierda latinoamericana ha aceptado las políticas liberales, tanto mejor, por más que las disfracen de una retórica que lo niega. Es un paso hacia adelante que deja entrever que Latinoamérica finalmente se estaría deshaciendo del lastre de las dictaduras y el subdesarrollo. Se trata de un avance, al igual que el surgimiento de una derecha civilizada que ya no cree que la solución a los problemas es golpear la puerta de los cuarteles, sino más bien aceptar el voto y las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.

Otra señal positiva del incierto escenario latinoamericano actual es que el acendrado y antiguo sentimiento antinorteamericano que recorría el continente ha disminuido notablemente. Lo cierto es que hoy, el sentimiento antinorteamericano es más fuerte en ciertos países de Europa, como Francia y España, que en México o Perú. Es cierto que la guerra en Irak, por ejemplo, movilizó a vastos sectores de todo el espectro político europeo, cuyo único denominador común parecía ser no el amor por la paz sino el resentimiento y el odio hacia Estados Unidos. En Latinoamérica, esa movilización fue marginal y estuvo prácticamente confinada a los sectores de la izquierda más radicalizada, aunque en los últimos días el apoyo de Estados Unidos a la invasión israelí a la Franja de Gaza y la feroz masacre de civiles ha revivido un sentimiento antinorteamericano que parecía haberse desvanecido.

Ese cambio de actitud hacia Estados Unidos reconoce dos razones, una pragmática y otra del orden de los principios. Los latinoamericanos que conservan el sentido común entienden que por razones geográficas, económicas y estratégicas, las relaciones comerciales fluidas y sólidas con Estados Unidos son indispensables para nuestro desarrollo. Además, la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las dictaduras, como hacía en el pasado, ahora apoya sistemáticamente a las democracias y rechaza las tendencias autoritarias. Eso ha contribuido ostensiblemente a reducir la desconfianza y la hostilidad de las filas democráticas latinoamericanas frente a su poderoso vecino del norte.

Ese acercamiento y esa colaboración son cruciales para que Latinoamérica avance rápidamente en su lucha para eliminar la pobreza y el subdesarrollo.

En los últimos años, este liberal que habla ahora frente a ustedes se ha visto enredado con frecuencia en la controversia, por defender una imagen real de Estados Unidos, que las pasiones y los prejuicios políticos han deformado, en ocasiones, hasta el punto de la caricatura. El problema que enfrentamos quienes intentamos combatir esos estereotipos es que ningún país produce tanto material artístico e intelectual antinorteamericano como el propio Estados Unidos -país natal, no olvidemos, de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al punto que uno se pregunta si el antinorteamericanismo es uno de esos astutos productos de exportación fabricados por la C.I.A. para hacer posible que el imperialismo manipule ideológicamente a las masas del Tercer Mundo.

Antes, el antinorteamericanismo era especialmente popular en Latinoamérica, pero ahora se produce en algunos países europeos, especialmente en aquellos que se aferran al pasado que ya fue, y que se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se han vuelto porosas y cada vez más difusas.

Por supuesto que no todo lo que pasa en Estados Unidos es de mi agrado. Lamento, por ejemplo, que muchos estados todavía apliquen ese horror que es la pena de muerte, al igual que muchas otras cosas, como el hecho de que la represión está por encima de la persuasión en la lucha contra las drogas, a pesar de las lecciones que dejó la Prohibición. Pero en el balance de sumas y restas, creo que Estados Unidos es la democracia más abierta y funcional del mundo, y la que tiene mayor capacidad de autocrítica, que le permite renovarse y actualizarse más rápidamente en respuesta a los desafíos y las necesidades de un contexto histórico en cambio. Es una democracia que admiro justamente por lo que temía el profesor Samuel Huntington: una formidable mezcla de razas, culturas, tradiciones y costumbres, que han logrado coexistir sin matarse unas a otras, gracias a la igualdad ante la ley y la flexibilidad de un sistema que hace lugar en su seno para la diversidad, bajo el denominador común del respecto por la ley y por el otro.

En mi opinión, la presencia de 50 millones de personas de origen latinoamericano en Estados Unidos no amenaza la cohesión social o la integridad del país. Por el contrario, potencia a la nación, aportando una corriente de vitalidad cultural de enorme energía, en la cual la familia es un bien sagrado. Con su deseo de progreso, su capacidad de trabajo y su aspiración al éxito, esa influencia latinoamericana será de gran provecho para una sociedad abierta. Sin renegar de sus orígenes, esta comunidad se está integrando con lealtad y cariño a este nuevo país, y forjando fuertes vínculos entre las dos Américas. Y eso es algo de lo que puedo dar fe casi en carne propia.

Cuando mis padres ya no eran jóvenes, se convirtieron en dos de esos millones de latinoamericanos que emigraron a Estados Unidos en busca de oportunidades que su país no les ofrecía. Vivieron en Los Ángeles durante casi 25 años, ganándose la vida con sus manos, algo que nunca habían tenido que hacer en Perú. Durante muchos años, mi madre fue obrera textil en una fábrica llena de mexicanos y centroamericanos, entre los cuales hizo excelentes amigos. Cuando murió mi padre, pensé que mi madre regresaría a Perú, como él le había pedido. Pero ella decidió quedarse, vivir sola, e incluso solicitó y obtuvo la ciudadanía estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando los achaques de la edad la obligaron a volver a su tierra natal, siempre recordó Estados Unidos como su segunda patria, con orgullo y gratitud. Para ella, nunca hubo incompatibilidad en sentirse peruana y estadounidense al mismo tiempo: ni el menor atisbo de un conflicto de lealtades. Y creo que el caso de mi madre no es excepcional, y que hay millones de latinoamericanos que sienten lo mismo y que se transformarán en puentes vivientes entre dos culturas de un continente que hace cinco siglos fue integrado a la cultura occidental.

Tal vez este recuerdo sea más que una evocación filial. Tal vez, en este ejemplo veamos un atisbo del futuro. Soñamos, como suelen hacer los novelistas: un mundo libre de fanáticos, terroristas y dictadores, un mundo de distintas razas, credos y tradiciones, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras sean puentes que hombres y mujeres pueden cruzar en pos de sus objetivos, y sin más obstáculo que su suprema y libre voluntad.

Entonces, ya no hará falta hablar de libertad, porque será el aire que respiramos, y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises de una cultura universal, imbuida de respeto por la ley y por los derechos humanos, se habrá hecho realidad.

Traducción de Jaime Arrambide

Mario Vargas Llosa
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@vargas_llosa

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