A principios del siglo XVI el trono de
Francia fue ocupado, durante 35 años por
el Rey Francisco I, reconocido como
“padre y restaurador de las letras” “el
rey caballero”, “el rey guerrero” y
hasta de titulo e inspiración, de una obra maestra de la dramaturgia francesa:
El Rey se divierte, del poeta y escritor Víctor Hugo.
Pero también fue el monarca que tuvo la
infeliz ocurrencia de abolir la imprenta y prohibir la impresión de libros en ninguna
parte del reino, el 13 de enero de 1535.
El origen de la drástica e irreverente medida se debió, entre otros
factores políticos, al severo enfrentamiento del rey Francisco, con los
cristianos protestantes conocidos como hugonotes, lo que dio origen a cruentos
conflictos bélicos que devastaron el país, durante prolongados años.
Los libros eran por excelencia, en el
amanecer del Renacimiento, el medio de difusión de las doctrinas ajenas y
contrarias al exclusivismo religioso, lo que alentó la reforma protestante del
ortodoxo teólogo y reformista Martin Lutero, autor de la Confesión de
Augsburgo, considerada como el acta fundacional de la nueva iglesia
luterana. Encerrado en su absolutismo
monárquico y en la apolillada herencia del período medioeval, el rey Francisco,
no obstante haberse ganado el reconocimiento de Europa como “el monarca
emblemático del renacimiento francés”, no tuvo noción ni visión de la libertad de expresión, que no
habría de cobrar reconocimiento y vigencia hasta el siglo XIX y desde entonces
hasta nuestros días, a pesar de los reincidentes intentos por restringirla,
manipularla, obstaculizarla y coartarla en su legitima misión, como derecho
público fundamental del ser humano, de expresar sus pensamientos de palabra,
por escrito o de cualquier otro modo: “…es el más inestimable don de la
naturaleza –Simón Bolívar dixit-, ni aún
la misma ley podrá jamás prohibirlo y sólo podrá señalarle justos términos…”
Huelga afirmar que abundan en la historia,
los más reiterados intentos por acallar, coartar o manipular la libertad de expresión del
pensamiento, no obstante la tendencia humana de expresarse antes que el cerebro
piense, aunque vale recordar, que es la pluma, consciente y responsable y no el
libro ni los medios de expresión la que tiene arte y parte en la cuestión. El
filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau, en su obra El Contrato Social, quizá la
más relevante obra de su esclarecida mente consideraba al Estado como una
“libre fusión de la voluntad individual y la voluntad general” y si entendemos
la libertad de expresión como producto de tales voluntades.
Ese “inestimable don de la naturaleza” del
que nos habló El Libertador, es más que respetable, inviolable. Ayer y hoy. Sin
embargo el justo equilibrio es factor enriquecedor de tal don, como lo expresa
Rousseau: “Aunque es de derecho natural utilizar la pluma, como es de derecho
natural utilizar la lengua, encierra este derecho sus peligros, sus riesgos y
sus éxitos. Conozco –agrega- muchos libros que fastidian a sus lectores pero no
conozco ninguno que haya producido un perjuicio real…” En cambio, el ejercicio
restringido, manipulado, condicionado, censurado o prohibido, de la libertad de
opinión y expresión, en manos del “mandante”, como sujeto de derecho
discrecional ha constituido una aberrante violación, afortunadamente
imperdurable en el tiempo. De algún modo
el ser humano ha dejado sentir su voz, a pesar de los grillos ayer, o la
persecución política y la privación de la libertad, no tan infrecuente en
nuestros aciagos días.
En 1861, el Dr. Manuel Felipe de Tovar,
primer presidente electo por votación directa y secreta de los venezolanos,
ante la convulsión política, secuela de la devastadora Guerra Federal, que hizo
crisis en un hecho de armas, presentó su renuncia, siendo sustituido por el Dr.
Pedro Gual, quien ante las grave situación, decretó la censura previa en contra
de la libertad de expresión. Al día siguiente insurgió la pluma valiente del
periodista Pedro José Rojas en estos términos: “La orden expedida ayer por la
Secretaría de Guerra, destruye el nombre de la libertad de imprenta, preciosa
libertad de la que entre nosotros mucho se abusa, pero que los pueblos aman y
que ha venido a ser consustancial con su existencia misma. Comprendo que bajo
la presión de las circunstancias, el abuso puede ser obra de un periodista, en
cuyo caso debe combatirse al abusador, pero no a la libertad de expresión. Esa
es la Ley de Dios, el libre albedrío… la esperanza del premio para el que obra
bien… el temor de la justicia para el que obra mal”.
El eximio poeta alemán Johann Wolfgang
Göethe, con la fuerza expresiva de su erudición, profesaba cual un dogma que:
“La libertad –la expresión incluida- es como la vida, sólo la merece quien sabe
conquistarla todos los días…”. En eso
estamos. Por ella somos y existimos.
Desde aquel oscuro enero de 1535, cuando el Rey Francisco I, tuvo la
infeliz y demencial idea de prohibir la imprenta y publicar libros “en ninguna
parte del reino”. Era por cierto, un día trece. Nefasto.
Raul Sanz Machado
rsanzmachado@gmail.com
@rsanzmachado
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