Nicolás Maduro, qué duda cabe, sale de la VII
Cumbre de las Américas con los trastos en la cabeza. Su impúdico fraude con las
firmas planas, ayudado por el Poder Electoral, y las obtenidas bajo coacción e
imponiendo un clima de miedo persiguiendo con saña a los líderes opositores y
restos –en desaparición– de la prensa independiente, no tiene destino final. Su
pedido a Estados Unidos de suspender las sanciones contra sus esbirros es arena
entre las manos.
¡Bajo ruego, previamente amonestado por La
Habana, obtiene un saludo de pasillo de Barack Obama! Es el premio por su dócil
comportamiento.
Lo grave es que el complejo de su
ilegitimidad de origen como gobernante, por hijo de dos golpes constitucionales
irrogados por el TSJ y unas elecciones cuestionadas, sigue allí y late fuerte.
Le hace desplegar, cada vez más, sus inseguridades emocionales, y el
autoritarismo que lo anega es la consecuencia. Carece de la mano izquierda y la
visión estratégica y táctica –dos pasos adelante y uno atrás– de la que hace gala
su causante, Hugo Chávez, hasta cuando la parca se lo lleva hasta el otro
mundo.
Dicho en términos coloquiales, estamos en
presencia del marido quien atormentado y sin trabajo, al regresar a la casa se
la cobra a su mujer y le cae a golpes a los hijos; pero que se muestra cobarde
y tembloroso, eso sí, ante el policía vecinal que le reclama y amonesta.
Envanecido con el poder que apenas hereda, lo
dispone con gula y desborda. Compra lo que se le antoja, sobre todo medios de
comunicación para que hablen bien de él o le niega el papel a los insolentes.
No le dispensa dólares a la economía privada, para que el pueblo sufriente se
agache con sus estrecheces. Y a todo aquel que le causa ojeriza lo despacha a
rastras, sin más, hacia las “tumbas” del Sebin.
En su entorno media el servilismo pero
también el pánico, pues su onda represora ya no discrimina entre aliados y
adversarios políticos. Si no, que lo digan el general ex ministro de
Alimentación o los gerentes de Abastos Bicentenario. De sus dislates otros son
los culpables, piensa Maduro.
De regreso de Panamá alicaído y olvidando su
pose de utilería como Júpiter tonante, prefiere recibir al emisario del
Imperio, Tom Shannon. Le promete que se portará bien. Pero otra vez y al partir
este vuelve con sus cipotazos, arrecian los gritos y golpes contra la mujer e
hijos.
Allí siguen los presos políticos. Los
“tarazonas” patean la mesa electoral, rebanándola. Saben que en condiciones de
competitividad el gobierno las pierde de calle: 80 a 20. Los quintacolumnas anuncian
encuestas que mejoran la imagen del Maduro maltratador, quien encarcela a los
suyos para que sepan quién manda y asimismo va por los contumaces, los que con
dignidad y coraje, con audacia casi irresponsable, a diario le cuestionan su
primitivismo.
El país como un todo es preso del ocupante de
Miraflores.
No solo sufren cárcel Leopoldo López o Daniel
Ceballos, o Antonio Ledezma. También María Corina Machado, a quien se le
prohíbe viajar al extranjero o la bajan de los aviones nacionales, o la persiguen
los sapos y patriotas cooperantes asfixiándole la vida cotidiana y su
peregrinaje. Y entre tanto, como acontece en el cuento Los Batracios, de
Mariano Picón Salas, los camaradas y peones del alzado Coronel Cantalicio
Mapanare, al verlo preso por las autoridades, miran de lado y mascullan: ¡Yo no
jui, jué él!
33 ex presidentes iberoamericanos han hecho
un diagnóstico cabal del mal que nos mata. Los pares de Nicolás evitan
avenirse, buscando que la cuestión de Venezuela se estabilice y no les cause, a
ellos, más dolores de cabeza. Poco importa que los habitantes de esta gran
prisión, situada al norte de Suramérica, agonicen de mengua y hasta pierdan la
esperanza de mudarse hacia otros horizontes. Al cabo, como parece, quienes lo
hagan habrán de irse ahora con una mano adelante y otra atrás.
El tren del horror avanza hacia las
mazmorras. El capataz del Legislativo, Diosdado Cabello, liquida los restos del
periodismo independiente. La justicia sirviente y atemorizada procede. Esta, a
su vez, acelera el paso para transformar en historia pasada a Leopoldo López,
“re-inhabilitándolo”. La Contraloría hace otro tanto con los líderes irredentos
o los aspirantes, como María Corina, Henrique Capriles y Julio Borges.
Luis Vicente León, salvavidas del régimen
cada vez que declina y para mineralizar opiniones en contrario, dice que cuando
la mujer y los hijos maltratados se quejan con estridencia, la tribuna de los
vecinos se molesta con el ruido y saluda con vítores al agresor, para que
vuelva a golpearlos hasta que el silencio se los trague. Según aquel, en fin,
solo salen victoriosos los astutos y zorrunos. Él, probablemente, es un
ejemplo.
Asdrubal Aguiar S.
correoaustral@gmail.com
@asdrubalaguiar
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