ANDRÉS HOYOS |
En
mi adolescencia todavía estaba de moda —por no decir que era una obligación—
ser un macho alfa.
Ya
no. Ahora parece preferible se un macho beta. Un beta no es alfa, claro, aunque
tampoco es gay ni monje de clausura. La diferencia se puede ver por el prisma
del humor: si a un macho alfa le dicen “¡marica!”, corre sangre; si se lo dicen
a un beta, pregunta: “¿Por qué, te gusto mucho?”.
Víctor
Hugo era un macho alfa, Camus un beta y Proust obviamente ninguno de los dos.
En Casablanca, Victor Laszlo es el macho alfa que quiere arreglar el mundo,
mientras que Rick Blaine (Bogart) es el beta que regenta un bar. Ilsa (Ingrid
Bergman) ama a Rick y suelta una furtiva lágrima al oír As Time Goes By, pero
se viven tiempos alfa, de modo que al final se marcha con su paladín.
Los
grandes campeones deportivos por lo general son alfa, ya que los beta no
resisten tanto entrenamiento ni tanta tensión. Por ejemplo, Roger Federer es
alfa, así haga carita de beta, al igual que Zidane, que medio enloqueció por un
comentario entre beta y cabrón que le soltó Materazzi sobre su hermana. Cristiano
Ronaldo es... no, mejor no nos metamos con Cristiano Ronaldo.
No
falta el macho alfa que se ordena de cura, y al menos uno llega cada tanto a
papa. De hecho, la Iglesia católica ha sido toda la vida territorio alfa. El
celibato no siempre fue óbice para ello; o si no, piénsese en los usos que daba
Alejandro VI a su bastón de mando. Los beta rezan menos y prefieren carreras
más descansadas.
No
es raro que un macho alfa millonario compre un Lamborghini. Claro, en una de
esas hunde el acelerador a fondo y se estrella contra un poste. En su versión
menos opulenta, hay machos alfa que pasan en curva y por ahí derecho pasan al
otro mundo, no sin antes llevarse por delante a un par de infortunados; los
beta dejan que los pasen y prefieren que ella maneje camino a casa cuando ha
corrido el whisky en la velada. En general, el whisky es una bebida alfa
—confieso que me gusta—; la champaña —también me gusta, ¿a quién no?—, beta.
Un
macho alfa puede ser peligroso. Le entusiasman con facilidad las guerras y de
tarde en tarde muere en ellas y le erigen una estatua; los beta prefieren
consolar a las viudas y ver las guerras y el rugby por televisión. Si el cuerpo
les da, llegan a bisabuelos y sólo se enlistan por obligación.
Al
macho alfa le gustan las marchas militares, Wagner o, en su defecto, el rock
pesado; el beta es más afín a la ópera italiana, al pop o a los boleros. Si el
macho alfa tiene ideología, se hace matar por ella, así no le quede tiempo de
sofisticarla, pues a sus ojos la lectura es una actividad medio gay; el beta es
menos presumido y duda antes de incurrir en afirmaciones inapelables. El alfa
hace las cosas rápido; el beta va por los laditos y se toma su tiempo. Al alfa
le fastidia que otros hablen de lo que él sabe; el beta no es tan mandón y deja
hablar. Lo que sí es típico en un beta es criticar y dar opiniones de sesgo
alfa. Sucede que bajo cada macho beta dormita un macho alfa, el cual sale a la
superficie cuando algo, digamos el alcohol, lo despierta de su letargo.
En
ciertas actividades los machos alfa son necesarios: piénsese en un macho beta
de general en jefe de un ejército y se tendrá una idea.
¿Y
las mujeres? Ellas fueron las que inclinaron la balanza: en una época añoraban
acorralar al más alfa de los machos; hoy le piden el divorcio apenas les sube
la voz.
Andres Hoyos
andreshoyos@elmalpensante.com
@andrewholes
Elespectador.com
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