Nada
es gratuito y hasta la ingenuidad tiene taquilla asegurada. Al menos eso
infiero de la afirmación hecha por José Ortega y Gasset en su libro “La
Rebelión de las Masas” (1927), según la cual: “…el engaño resulta ser un
humilde parásito de la ingenuidad”.
Claro que ello no me permite concluir que
por cándidos hayamos sido mentidos por sus páginas, las que a pesar del tiempo
transcurrido crecen actuales y provocadoras. Las ideas de Ortega, tan españolas
ellas, universales hoy, están cargadas de parentela, imágenes y preocupaciones
cercanas a los que ahora vagamos por este laberinto de Hispanoamérica que
padecemos de frustración ante tantas promesas desgajadas y mitos delirantes
como aquél de “El Dorado” y cuya
realidad se encuentra atascada entre un pasado que nos abstrae del porvenir, un
presente excesivo y áspero, y un futuro vacío por incierto e interrogante.
Pero
para ser justos con el español, lo que él plantea o yo creo entender, es el
tema de la “masificación” como tendencia, atajo y realidad de un tiempo de
contracción de la individualidad, producto de la crisis del Estado Social de
Derecho en tanto administrador de los bienes públicos y como consecuencia
además del desborde del malestar social convertido en movimientos políticos
fundamentalmente no democráticos.
Lo
cierto es que en todas las teorías políticas de nuestro tiempo, las masas, el
pueblo, los descamisados, los condenados de la tierra, los pobres en suma, han
sido elevados en una especie de lástima inconclusa, culpa eterna, hasta el
panteón de la idolatría al ser considerados junto a la violencia como los actores
privilegiados en los partos históricos que implican ruptura de cordón umbilical
con el viejo orden, siempre injusto, partiendo del presupuesto ilusorio y
propagandístico de que todo puede comenzar de nuevo cual Edén. Que el pasado es
capaz de borrarse a través de algunas genuflexiones frente a la guillotina o el
sórdido levanten-apunten-fuego de los fusilamientos, las cámaras de gas, los
juicios de los Tribunales Populares o las persecuciones, las expropiaciones o
las mentiras, de lo más constitucionales todas ellas.
A todas éstas, la democracia, muy elegante y
circunspecta, ha sido más que alcahueta y timorata con sus enemigos y por ende
más frágil y propensa a zancadillas y perfidias. Debilidad política que no le
ha dejado ver y actuar a tiempo, cara a errores propios y vicios ajenos, frente
a unos energúmenos que anclados en el barco taimado de la revolución, ganan
acólitos para su indigestión en un tiempo propicio para ello, donde se conjugan
a su favor el crecimiento de la pobreza y las desigualdades, la corrupción, la
impunidad y el desdén por los principios en los que se sustenta la vida en
democracia.
La masificación aquí y allá, lo digo por y con
Ortega, nos ha hecho, si así puede inferirse, ciudadanos estúpidos, sinónimo
éste de insensatos, propiciadores además y voluntarios del engaño, y en todo
caso complacientes con nuestra pérdida de individualidad que es a fin de
cuenta, libertad, y todo a cambio de hacernos irresponsables, inmóviles, de lo
que ocurre a nuestro alrededor, bajo el paraguas pendenciero del “nosotros”.
La ingenuidad política se cobra en la taquilla del engaño con moneda barata y humillante, ya que no media soborno alguno, todo se hace a gusto de las partes. Que de ello tenemos y sabemos de sobra en Venezuela cuyo modelo se ha convertido en epidemia para ser re-exportado en envase de lujo, ahora al Viejo Continente.
Leandro Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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