JUAN JOSÉ MONSANT ARISTIMUÑO |
Será ahora, en los primeros meses del
2015 cuando se iniciarán los movimientos
burocráticos concretos del descongelamiento de las relaciones diplomáticas
entre EEUU y Cuba. A pesar, es obvio, que
técnicos y políticos de ambos países deben tener ya previsto un programa
de avances en la aplicación de la realidad: viajes, inversiones, comercio,
comunicaciones, compensaciones, turistas y
recuperación de la confianza. Ya es algo. Mi optimismo no se apoya en el régimen marxista que imponen los
hermanos Castro, sustentados en una sólida nomenclatura militar que garantiza
la inamovilidad.
Mi confianza se
sustenta en la raza. En esa mezcla española amenizada con la aruaca, y la
africana llegada con los primeros viajes, y luego, a través de la Casa de
Contratación. Mezcla racial con su porcentaje berebere, que no permitía alegar pureza sanguínea de
procedencia. Mestizos, eso es lo que somos los hispanoamericanos desde el mismo
momento que Colón y sus tripulantes decidieron probar las jugosas frutas
tropicales de La Española que deambulaban desnudas entre arenas y palmeras, y
que no cesaron de probarlas hasta que poblaron toda la América y el Caribe. Con
razón escribió Bolívar en la Carta de Jamaica durante su exilio en Kingston,
cuando analizaba las causas de la pérdida de la Segunda República y abogaba por
ayuda monetaria, humana y en armas para retornar a tierra firme: “No somos
europeos, ni indios, ni africanos. Somos una raza diferente nacida de esas
tres, propia y única de la América española…”
Lo que hace diferente
a los cubanos y al resto de esa América española, es el aire, los ríos,
montañas, lagos y volcanes unidos a la sangre criolla; ésa, la que se acrisoló
en los siglos venideros al descubrimiento. El aire del Caribe, el ritmo andaluz
con los tambores africanos y las maracas indígenas. El tiempo en su relatividad
tropical donde el horario es solo una referencia. Pero el cubano, el isleño que
llegó de las Canarias, los pillos contratados como tripulantes, los esclavos
que cortaron caña y servían la mesa con vegetales nativos o llegados de otros
mundos, y esas mulatas moviendo sus caderas por las calles empedradas de La
Habana vieja poniéndole música al andar, fueron otra cosa, son otra cosa.
Cuba no es China ni
Viet Nam, mucho menos Corea del Norte. Sus hombres y mujeres tienen 50 años
resistiendo la dictadura, el inhumano, cruento y degradante sistema comunista
implantado por los hermanos Castro, y los asociados a esta fracasada propuesta
de sociedad sustentada en el poder de las armas, el miedo, la represión y la
ignorancia inducida. Resistiendo, porque esa población que se comprometió por
la libertad, luchando contra el estamento militar representado por Fulgencio
Batista, apoyando a los barbudos bajados de la montaña con rosarios en sus
cuellos, y sus promesas de paz, legalidad, producción e igualdad, se quedó en
ilusiones y promesas engañosas, en vulgares falacias.
Ese fue el timo con
que le hicieron al pueblo cubano, al resto de América y a buena parte de la
comunidad internacional. La ilusión de la búsqueda de la justicia en paz y
confianza, la lucha contra la opresión de dictadorzuelos tropicales y
engominados potentados locales. Fue una felonía a la dignidad y a la libertad.
Doble felonía, a la credibilidad de un pueblo ansioso de libertad, felicidad, democracia
y, a quienes desde fuera apoyaron ese ensayo de un antes y un después. Y así se
les fue el tiempo, represión, tras represión. La ingenuidad, la confianza, la
buena fe se convirtió en agonía, en prisión, cárceles, invasiones,
subversiones, fugas, exilios, balsas y temor, mucho temor; ausencia de la
verdad, mucha ausencia de la verdad.
No tengo confianza
en que lo que firmó Raúl Castro se lleve a cabo por intima convicción de quien fuere por durante
50 años jefe militar, de los servicios secretos y mano derecha de su hermano
Fidel, y actualmente Primer Secretario del Partido Comunista y Presidente del
Consejo de Estado de Cuba. Es decir la autoridad única que fundió al partido y
al estado en una sola entidad nacional.
No le será fácil a
Raúl Castro entender tan siquiera que es, por qué y para qué sirve la
democracia, mucho menos su funcionamiento en términos de autenticidad, porque
tal como recientemente afirmó su hija Mariela en una entrevista concedida a CNN
“No está planteada la desaparición del unipartidismo”.
Han sido décadas de
poder unipersonal, bipersonal, a decir verdad, Fidel y Raúl y la pequeña corte
que le secunda, incondicional de las armas y represión para garantizar el
poder. El Estado, el Partido por encima del hombre ha sido una filosofía, una
manera de entender la sociedad; una religión fundamentalista seguida con absoluta devoción durante
cincuenta años.
Por ello, el cambio
que se espera, el que reivindicará a los mártires de la libertad, radica no en
la buena fe y convicción de Raúl Castro y su vieja guardia de asumir los
valores de la democracia como propios, sino en esa reserva espiritual y
sanguínea de la América española rebelde, sensual y libertaria, a punto de
bullir en nuestra amada Cuba.
Juan Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
@jjmonsant
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