MANUEL MALAVER |
Dos
hechos fundamentales sucedidos durante el 2014 le imprimirán su marca a las
tendencias políticas que irán dándole identidad al año que recién comienza.
El
primero, la rebelión estudiantil que tomó las calles de febrero a junio, y fue
decisiva tanto para rediseñar a la oposición, como para que la dictadura de
Maduro sacara las garras y las hincara en la piel de toda Venezuela.
El
segundo: la firma del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, de una ley
emanada del Congreso de ese país, por la que se sanciona a 56 funcionarios del
gobierno de Maduro acusados de “violación de los derechos humanos”.
Acontecimientos
concomitantes, segregados uno del otro, y a causa de los cuales la política
empezó a conocer unos tiempos en los que ya no es imposible establecer que la
democracia venezolana no está sola y sus enemigos sufrirán el aislamiento que
una vez vivió Cuba y viven connotadas satrapías de Europa, Asia y África.
En
cuanto al gobierno de Maduro, no hay dudas de que la tormenta lo sorprende en
días de aguda debilidad, en unos en que su rechazo ha escalado niveles de hasta
del 80 por ciento, y, lo que será más decisivo en cualquier desenlace, con
precios del crudo que se desplomaron de 100 a 50 dólares el barril.
En
otras palabras, fin de la untuosa chequera que nutrió la estructura clientelar
más agresiva que había conocido la región, y fin también de la política de
sobornos (camuflada de ayudas) por la que, durante 16 años, Chávez primero y
Maduro después, mantuvieron una suerte de mafia de gobiernos que apoyaba y
votaba siempre por el capo mayor.
De
modo que los sacudones del 2014 se dieron tanto en el gobierno como en la
oposición, y la gran pregunta es ¿cuál de las dos fuerzas remanentes, de las
que se enfrentaron en los hechos violentos de febrero a junio, se impondrá a la
otra?
En
el contexto, no es peregrino afirmar que si el 2015 estará determinado por los
sucesos que se iniciaron en febrero y terminaron en diciembre, el sucesor de
Chávez tendrá como nunca urgencia de decidir entre estas dos opciones: la
disolución con la que pretendió enmarcar su dictadura, o la reconstrucción del
conjunto de sus escenarios políticos, entre otros, la crisis de una economía
que pide a gritos deshacer la estatización y darle otra oportunidad al sector
privado.
No
hay dudas de que por “el continuismo disolutivo”, por la conversión de
Venezuela en una suerte de Numancia del siglo XXI, Maduro terminará asfixiado
en un aislamiento que es difícil de sostener en el modelo del “Socialismo
petrolero” o del “Siglo XXI”, acostumbrado a la “vida loca” de los altos
precios del petróleo que tantas “embriagueces” le granjeó en sus andanzas por
América Latina y el mundo.
En
otras palabras: no visualizamos sino a un Maduro cada vez más solo, abandonado
por familiares y amigos y negociando con sus “enemigos” la salida del poder y
su viaje a un país extranjero que ya no será Cuba, sino Corea del Norte.
Si
por el contrario la opción es de la “reconstrucción”, el “hombre del pajarito”
tendría la posibilidad de extender su mandato hasta un próximo referendo
revocatorio que se realizaría en el 2016, o quién sabe si al final de su
mandato en el 2019.
El
reto para el presidente residiría en que “reconstrucción” es también abandono
del modelo de “estatización forzada” y el inicio de una liberalización de la
economía que, si no es un regreso puro y simple de la economía privada, sí
podría ser una variante del modelo chino pero sin implicar el fin de la
democracia, ni de la alternancia en el poder.
Una
situación inédita, en definitiva, pero que en ningún sentido tendría que implicar
la “ruptura violenta” que traería la salida “disolutiva”.
En
cuanto a la oposición, sus retos no son menos urgentes e inaplazables, pues
incluyen: resolver el problema de la unidad (o la existencia de dos oposiciones
pero en sana paz), y la adopción de un programa conjunto que acepte cualquiera
de los enfrentamientos que planteé el madurismo.
Pero
al lado de su estrategia y táctica frente al gobierno, la oposición debe
enfrentar los desafíos que le impone el ser la mayoría política del país, con
las tareas para fortalecer su nuevo rol y no alejarse de una línea donde el
crecimiento debe ser persistente y creciente.
Circunstancias
que son tanto más manejables cuanto que el liderazgo opositor entienda que el
chavismo no pasó por el país en vano, que por más inenarrables que sean sus
desatinos y despistes, dejó una cultura social de cierto peso que se debe
atender y resolver.
Claro,
sin reeditar el populismo, la demagogia, ni debilidades con una estatolatría
que debe ser expulsada (de ser posible) hasta del código genético de
venezolanos y latinoamericanos.
Un
tema importante que ha sido discutido pero no resuelto en las agendas
opositoras, es el de la polarización del país, el de la división entre blancos
y negros, revolucionarios y contrarrevolucionarios, buenos y malos, chavistas y
antichavistas e implica una intolerancia de parte y parte que le asigna muy
poco futuro a la normalización de la constitucionalidad. Y que debe ser
sometida al cedazo de una apuesta por la convivencia, frente a la cual hay que
dejar prejuicios, sectarismos y fundamentalismos sean del signo que sean.
Porque
también existen “fundamentalismos democráticos” y no admitirlo es
autoexonerarse de una culpa que incluye a todos los venezolanos, porque, por
acción u omisión, por excesos o falta de celo, participaron en la conspiración
por la que Venezuela dejó de ser lo que fue y devino en una república bananera
o del quinto mundo.
Las
tareas, entonces, son inevitables, convocan a todos los venezolanos y si bien
los chavistas y maduristas convictos de crímenes contra la humanidad deben dar
cuenta de sus delitos, no debe pensarse que toda una comunidad de millones de
venezolanos los avaló, respaldó y se hizo cómplice de ellos.
Por
tanto, unidad, pero no solo para los partidos de oposición sino para todos los
venezolanos.
Manuel
Malaver
manuhalm912@cantv.net
@MMalaverM
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