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ANTONIO SÁNCHEZ GARCÍA, |
Créame: si se tratara tan solo de
borrar de la historia esta pesadilla que ya lleva tres lustros, corresponde a
tres presidencias y abarca el nacimiento de toda una generación, una tarea por
demás imposible, no pondría todo mi empeño en lograr lo que ya sería una
proeza. Si gracias a un mágico artificio pudiéramos regresar al momento
histórico en que Venezuela se hundió en sus abismos, sacando la cabeza de las
brumas maléficas en que hemos navegado a la deriva durante todo este tiempo y
pudiéramos torcer el curso del destino y permitir la presidencia de Enrique
Salas Römer o hasta quizás la de Irene Sáez, igual me asaltaría la congoja. El
mal seguiría latente, vivito y coleando.
Pues en verdad no son tres lustros,
los de la pesadilla. Ya pronto será un cuarto de siglo. Cuando asomado al
balcón de casa de una amiga en La Florida veía pasar el cortejo con los restos
de Rómulo Betancourt me asaltó la duda de si con su desaparición no desaparecía
lo mejor que había dado la Venezuela republicana, dejando un vacío no sólo
imposible de llenar sino inexorablemente condenado a ser llenado con ese atado
de prejuicios y antivalores que veníamos viviendo por lo menos desde la primera
presidencia de Carlos Andrés Pérez, cuando una sociedad invertebrada,
gelatinosa, que resbalaba en medio de una avalancha de dinero comenzaba a
sufrir una auténtica ruptura existencial: vivir muy por encima de sus reales
capacidades productivas, permitirse lo que ninguna sociedad productiva y
responsable de sus recursos por el sudor de las frentes que los han hecho
posibles, se permitiría sin cargar la mala conciencia por el inevitable
despilfarro y el debido castigo que tal desafuero necesariamente le causaría.
Venezuela no se merecía la riqueza que le cayó del cielo.
Nada de lo que me rodeaba por esos
años – comienzos de los ochenta, principios del gobierno de Luis Herrera
Campins – hacía presagiar bonanzas. Rebatiendo a un intelectual copeyano, que
moriría poco después asediado por una cruel enfermedad, insistí en expresarle
mi alarma por el desenfadado e irresponsable endeudamiento en que incurría el
país desde el gobierno anterior, dilapidando la divina gracia de insólitos
recursos en gastos suntuarios, como si se viviera un milagro eterno. Me respondió
divertido, “¿sabes cuánto ingresa en las arcas fiscales anualmente por concepto
de la venta del crudo? Esa deuda es juego de niños”. Supe entonces que si una
de las más lúcidas y brillantes conciencias del socialcristianismo tomaba tan
poco en serio a nuestra crítica circunstancia, a Venezuela le esperaba, tarde o
temprano, un sacudón de espanto. Bastaba asomarse a medianoche al arbolito
navideño que titilaba desde las graderías de este circo romano que era Caracas
para comprobar al amanecer que ese rancherío de arbolito navideño no tenía ni
un suspiro de paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Las rejas con
las que la voluble conciencia venezolana de sus clases medias se protegía de
eventuales asaltos y saqueos – ya entonces, en 1980 – mostraba la esquizofrenia
de la supuesta felicidad nacional: aquí no pasaría nada, pero mejor haríamos en
prepararnos consciente o inconscientemente para la muy probable eventualidad de
que efectivamente sucediera.
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Sucedió. Y aunque daba como para
tomar las máximas previsiones y emprender un fuerte golpe de timón, ese
gobierno, me refiero al de Luis Herrera, tampoco hizo absolutamente nada.
Confirmando la carencia de previsión y la inconsciente seguridad de mi amigo
politólogo. Una seguridad asentada más en una inveterada irresponsabilidad del
sentido colectivo, del espíritu de Nación, que en un certero conocimiento de la
historia. La ajena y la propia. El aciago viernes negro no despertó las alarmas
de los sectores dominantes ni convocó a un cónclave de las élites para prevenir
tormentas: despertó el más feroz egoísmo empresarial, aferrado a las ubres del
Banco Central, la más enconada disputa por asirse a los recursos sobrantes, la
más descarada de las exigencias, como fuera obtener que el Estado se hiciera
responsable de las deudas de los particulares asegurándoles dólares
preferenciales para saldar acreencias que terminarían recayendo sobre los
hombros de quienes no debían un solo dólar.
De allí en adelante, se desató el
carnaval de la irresponsabilidad nacional. Recuerdo que en 1985 los vehículos y
todos los bienes importados costaban en Caracas la mitad de lo que valían en
los Estados Unidos. Desde camionetas 4x4 hasta relojes de marca. La fiebre
importadora no bajó de temperatura, así el barril de petróleo no diera los
dividendos que había dado en tiempos de Carlos Andrés Pérez. La preocupación
con que el último informe a la Nación del gobierno de Rafael Caldera llamara la
atención sobre los peligros que amenazaban al país de no ceñirse rigurosamente
al principio de la cobija, vale decir que en economía fiscal valían los mismos
principios y recomendaciones que en la economía doméstica, y nadie en su sano
juicio puede esperar que gastando más de lo que se tiene no se llegue inexorablemente
al descalabro.
Pero el país ya se había desgarrado
cayendo en una trágica esquizofrenia: el principio del placer insistía en la
creencia de que éramos ricos, tendríamos petróleo por los siglos de los siglos,
merecíamos pagar por una Coca Cola lo que por varios galones de gasolina y
nadie nos iba a privar de viajar a Miami cuando nos viniera en ganas, nadie nos
iba a quitar el Etiqueta Negra, nadie los encurtidos españoles y los quesos
franceses ni las jubilaciones millonarias, los años sabáticos y los dos o tres
carros por familia. Si con Pérez habíamos descubierto la riqueza, ¿por qué con
Herrera o Lusinchi habríamos de renunciar a ella?
La Nación se había enviciado. No
serían desde entonces los venezolanos quienes asumieran el trabajo sucio: para
eso, colombianos, ecuatorianos, haitianos, dominicanos, peruanos. La
inmigración debida a Pérez Jiménez comenzaba a reproducirse generando una clase
media profesional e ilustrada, de modo que los carpinteros, albañiles,
pedreros, plomeros y toda suerte de artesanos disminuían, sus hijos subían en
la escala social y al retiro de sus padres, alarmados por la crisis económica
que comenzaba a mostrar sus sucias garras, desaparecían de la oferta del
mercado laboral especializado y nos quedábamos sin mano de obra experta. Así no
se notara, eran décadas, si no siglos de aportada cultura que se derrumbaban.
Ni AD ni COPEI tomaron nota. Y al
que la tomó, se le dio por el lomo. El retraso en responder a la crisis que ya
tenía más de una década de maduración, la falta de conciencia acerca de sus
nefastas tendencias y el brutal oportunismo político del golpismo de toda
suerte y condición pusieron el país en el asador. Nadie, seamos francos,
comprendió o quiso comprender la absoluta necesidad de acometer las reformas
que Carlos Andrés Pérez pretendiera llevar a cabo.
Comenzamos a vivir la rebelión de
los náufragos.
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La justificación del rechazo al paquete
de reformas implementado por Pérez y su excelente equipo de gobierno – y nadie
con dos dedos de frente puede negar su absoluta pertinencia, entonces y ahora –
da en la clave del profundo mal que gangrenaba ya por entonces a la sociedad
venezolana, reventando en este tumor purulento y agusanado que hoy espanta a
tirios y troyanos: “esas reformas neoliberales sólo eran posible, como en
Chile, con un gobierno pinochetista”. Una falacia que muestra cuán podridas estaban
nuestras élites: quien lo dice y reitera hasta el cansancio es uno de los más
destacados editores venezolanos.
La segunda falacia se reviste de
sapiencia política: “el grave error de Pérez fue apartar al aparato de AD de
las tareas de gobierno”. Como si no fuera evidente hasta el escarnio que AD ya
entonces, muerto Rómulo Betancourt y desaparecidos los líderes de la generación
del 28, era la casa de empeños del populismo más desaforado, la agencia de
empleos del clientelismo más encarnizado, la sacrosanta iglesia atea del
estatismo más avieso. ¿Pérez implementar una política de austeridad y
sacrificios, de corrección y enderezamiento de los entuertos genéticos de
nuestro estado mágico con el partido de Jaime Lusinchi y Alfaro Ucero?
Sin montarse en un tanque ni contar con
el que, mal que bien fuera su partido, lo cierto es que el proyecto intentado
entre 1989 y 1991 fue, dadas las circunstancias, extremadamente exitoso. Sin
bien imposible de culminar con un cambio medular de las líneas estructurales de
una sociedad que lo rechazó en bloque. Nadie lo compartió. Ni el empresariado
ni los trabajadores. Muchísimo menos los partidos y, ya lo sabemos, tampoco los
medios, los intelectuales, las academias, las universidades, la Iglesia y las
Fuerzas Armadas. De FEDECÁMARAS a la CTV y de los gremios profesionales a los
centros universitarios surgió la más negra y violenta reacción contra el
intento de sincerar la economía de Venezuela y arroparla hasta donde daba la
cobija petrolera y el escaso sudor de sus frentes.
Pues sincerar la economía
venezolana suponía sincerar la sociedad: poner el país frente al espejo de una
terrible y dolorosa realidad. La sociedad venezolana vivía la ficción de una
riqueza prestada, su desarrollo era superestructural, su cultura profunda
continuaba siendo rural y retrasada. Un trágico juego de espejos la había
llevado a creerse parte del Primer Mundo, a gozar de sus bienes y servicios por
mor de una circunstancia de la naturaleza, no de la historia. Pronto veríamos
que bajo ese enchape dorado latía la barbarie de un país primitivo y salvaje.
Y todos los sueños terminan al
amanecer. Así sea un shakesperiano sueño de una noche de verano. El nuestro
derivó en pesadilla: los marginados del festín irrumpieron en Palacio sin
limpiarse los pies descalzos, machete en mano, comiendo a mano limpia.
Destrozando el falso orden de podridos partidos e instituciones a su paso. La
clásica revolución venezolana, de la que, como ya lo sabía Cecilio Acosta, sólo
traen males, inmoralidades, desafueros, crímenes y devastaciones.
El país está cruelmente dividido a
dos niveles que se entrecruzan y entorpecen:
defensores y detractores de la pesadilla, de una parte. Y de entre los
detractores, los que siguen fieles a las viejas taras genéticas que Pérez no
logró vencer y los que apuntan a ese mañana que entonces se vislumbrara sin
éxito: otra Venezuela, moderna, productiva, emprendedora y culta. No sabemos el
desenlace de tanto desencuentro, pero de su justa resolución depende el futuro
de la Patria.
Dios nos de luces.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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