Quizás una de las
parábolas más lapidarias de Jesús es esa que dice: “Dejad que los muertos
entierren a sus muertos”. ¿Chávez vive? Lo veo por todas partes, a propósito de
esa proliferación de la figura suya, que se vende como si se tratara de una
resurrección.
Si uno mira allí, allí está un
Chávez posado, con el dedo pulgar apoyado de la barbilla, y el índice
apuntándole a la sien. Si uno mira allá, allá está un Chávez con una sonrisa de
puchero, y entre tanto le está cayendo la lluvia. El Chávez adolescente acullá,
en un retrato de fotomatón; por todas las carreteras del país en vallas, donde
se muestra al comandante que si vestido de militar, besando la bandera; que si
abrazando a una viejita; en lugar, remataría Jesús, de dejarlo descansar en
paz.
En efecto, Chávez fue la
esperanza para esa Venezuela que se dejó seducir por su mensaje de cambio y
transformación. Al tipo le llegó su tiempo, y lo supo aprovechar, y esto porque
logró proyectar su exaltado narcisismo sobre el pueblo; algo así como decía
Julio Cortázar con respecto a París, desde su posición de escritor: que él
sentía que se proyectaba sobre París, y que París se proyectaba en él;
contando, sobre todo, con un hábil manejo del lenguaje; como lo demostró desde
el mismo momento en que sale a la palestra pública, y entonces pronuncia aquel
profundo sarcasmo; el ya lejano 4 de febrero de 1992: “Por ahora…” Luego, toda
la carga de populismo que había en el fondo de ese lenguaje.
He allí una Venezuela
desmoralizada, esa en la que este señor se lanza con semejante sarcasmo: “Por
ahora…” Esto porque, ciertamente, había un cierto grado de degradación en la
sociedad de ese entonces; que para comenzar ya se expresaba en una dirigencia
política que había corrompido los valores de la familia, y la familia es la
base fundamental para el fomento de las buenas costumbres.
Me contaba un viejo
periodista, amigo mío, que estuvo muy cerca de Carlos Andrés Pérez durante su
segundo gobierno, que cuando Cecilia Matos intentó meterse como Blanca Ibáñez,
y mandar en el palacio de Miraflores, y esto por la vía del arreglo de los
jardines de la casa de gobierno, más de uno se le acercó, y le hizo ver que su
presencia allí no era lo más conveniente. Recuerdo aquella expresión de Luis
Piñerúa Ordaz cuando se refirió a Ibáñez con aquel término que por primera vez
se oía en el país: barragana. Era entonces secretario general de AD, y con
ocasión de la rueda de prensa, que ofrecía todos los jueves en la casa del partido,
le había pedido a uno de mis colegas periodistas, que buscara en un
diccionario, que se había tomado la molestia de portar ese día, el significado
de dicho término, y entonces vino a suceder que en el diccionario se leía que
se conocía así a toda concubina, en general; pero, en especial, aquella que
vive con el hombre con quien está amancebada.
Porque por ahí comenzaba
todo; por el relajo presidencial; por ni siquiera tomarse la molestia de
aparentar ser señores del hogar; que se dedican a la crianza de sus hijos o de
sus nietos; mientras desarrollan sus actividades políticas. Por el contrario,
Lusinchi lo que daba era la impresión de eso: de ser un hombre amancebado; con
un matrimonio disuelto, aunque en apariencia unido, habida cuenta de que su
familia seguía viviendo en La Casona, mientras él se daba la gran vida con
Blanca Ibáñez; algo que sí no se dejó hacer Pérez, con respecto a la Matos,
como entonces se le decía, que no la dejó para nada meterse en las cuestiones
del poder. La verdad es que, al final, Lusinchi terminó demostrando que era un
hombre muy blandengue.
Eso fue lo que creó las
condiciones, para que aquella asonada fuera posible, y a partir de allí una
población, que durante toda su historia se había acostumbrado a que los
militares le resolvieran sus asuntos, se emocionara con ese proyecto político,
que nacía desde entonces, desde ese “Por ahora”, y, en verdad, Chávez lo
hubiera logrado, sólo que él había quebrantado también los valores de la
familia, y a ese lema le faltaba sustancia; tesis política, cuando, en su
defecto, lo que había era narcisismo revolucionario; delirante, y, en efecto,
muy seductor, por lo militarista.
Bajo ese esquema
Lusinchi-Ibáñez, en consecuencia, se tomaba la presidencia de la República como
un festín, e Ibáñez, que luego se transformó en su señora esposa, claro está,
se montó como una gata mañosa (hasta los maracuchos le hicieron una gaita, en
ese sentido) sobre la mesa; aquella mujer restregándole los testículos
acatarrados, como se dice en estos casos, al sector armado de este país; al
punto de que llegó a disfrazarse, como Chávez, de militar; que eso fue lo
segundo. Lo primero fue la violencia a los valores de la familia, por parte de
nuestra dirigencia política; lo segundo, la humillación y el irrespeto a la
institucionalidad del país, en especial, a las fuerzas armadas. Era fama de que
cualquier oficial, en puesto de comando en dicha institución; que tenía
necesidad de entrevistarse con Lusinchi, por alguna razón de Estado, primero,
tenía que llevar el visto bueno de Ibáñez; así quedó la fama en esta
institución de que sus componentes no eran sino unos lacayos y sinvergüenzas.
En efecto, quedó demostrado que Chávez ese 4 de febrero pierde la guerra, desde el punto de vista militar, más no así político, y es a partir de aquí como no se explica el hecho de que por qué el discurso de rendición suyo no fue editado, como se acostumbra, sino que fue presentado en vivo, so pena precisamente, de que se apareciera con sus sarcasmos, y se ganara a la gente; como muchas otras cosas quedaron sin explicación, que tenían que ver con su trayectoria profesional, cuando no se justificaba que llegara a comandante, y comandara tropas. ¿Acaso los militares necesitaban mostrar su líder ese aciago día?
Enrique Melendez O.
melendezo.enrique@yahoo.com
@emelendezo
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