PIEDRA DE TOQUE. El mito de la ‘Canarinha’ nos hacía soñar hermosos sueños. Pero en el fútbol como en la política es malo vivir soñando y siempre preferible atenerse a la verdad, por dolorosa que sea
Me apenó mucho la cataclísmica derrota de
Brasil ante Alemania en la semifinal de la Copa del Mundo, pero confieso que no
me sorprendió tanto. De un tiempo a esta parte, la famosaCanarinha se
parecía cada vez menos a lo que había sido la mítica escuadra brasileña que
deslumbró mi juventud y esta impresión se confirmó para mí en sus primeras
presentaciones en este campeonato mundial, donde el equipo carioca dio una
pobre imagen haciendo esfuerzos desesperados para no ser lo que fue en el
pasado sino jugar un fútbol de fría eficiencia, a la manera europea.
FERNANDO VICENTE |
No funcionaba nada bien; había algo forzado,
artificioso y antinatural en ese esfuerzo, que se traducía en un desangelado
rendimiento de todo el cuadro, incluido el de su estrella máxima, Neymar. Todos
los jugadores parecían embridados. El viejo estilo —el de un Pelé, Sócrates,
Garrincha, Tostao, Zico— seducía porque estimulaba el lucimiento y la
creatividad de cada cual, y de ello resultaba que el equipo brasileño, además
de meter goles, brindaba un espectáculo soberbio, en que el fútbol se
trascendía a sí mismo y se convertía en arte: coreografía, danza, circo,
ballet.
Los críticos deportivos han abrumado de
improperios a Luiz Felipe Scolari, el entrenador brasileño, al que
responsabilizan de la humillante derrota por haber impuesto a la selección
carioca una metodología de juego de conjunto que traicionaba su rica tradición
y la privaba de la brillantez y la iniciativa que antes eran inseparables de su
eficacia, convirtiendo a los jugadores en meras piezas de una estrategia, casi
en autómatas. Sin embargo, yo creo que la culpa de Scolari no es solo suya
sino, tal vez, una manifestación en el ámbito deportivo de un fenómeno que,
desde hace algún tiempo, representa todo el Brasil: vivir una ficción que es
brutalmente desmentida por una realidad profunda.
Todo nace con el Gobierno de Lula da Silva
(2003-2010), quien, según el mito universalmente aceptado, dio el impulso
decisivo al desarrollo económico de Brasil, despertando de este modo a ese
gigante dormido y encarrilándolo en la dirección de las grandes potencias. Las
formidables estadísticas que difundía el Instituto Brasileño de Geografía y
Estadística eran aceptadas por doquier: de 49 millones, los pobres bajaron a
ser sólo 16 millones en ese período y la clase media aumentó de 66 a 113
millones. No es de extrañar que, con estas credenciales, Dilma Rousseff,
compañera y discípula de Lula, ganara las elecciones con tanta facilidad. Ahora
que quiere hacerse reelegir y que la verdad sobre la condición de la economía
brasileña parece sustituir al mito, muchos la responsabilizan a ella de esa
declinación veloz y piden que se vuelva al lulismo, el
Gobierno que sembró, con sus políticas mercantilistas y corruptas, las semillas
de la catástrofe.
La verdad es que no hubo ningún milagro en
aquellos años, sino un espejismo que sólo ahora comienza a despejarse, como ha
ocurrido con el fútbol brasileño. Una política populista como la que practicó
Lula durante sus Gobiernos pudo producir la ilusión de un progreso social y
económico que era nada más que un fugaz fuego de artificio. El endeudamiento
que financiaba los costosos programas sociales era, a menudo, una cortina de
humo para tráficos delictuosos que han llevado a muchos ministros y altos
funcionarios de aquellos años (y los actuales) a la cárcel o al banquillo de
los acusados. Las alianzas mercantilistas entre Gobierno y empresas privadas
enriquecieron a buen número de funcionarios y empresarios, pero crearon un
sistema tan endemoniadamente burocrático que incentivaba la corrupción y ha ido
desalentando la inversión. De otro lado, el Estado se embarcó muchas veces en
faraónicas e irresponsables operaciones, de las que los gastos emprendidos con
motivo de la Copa Mundial de Fútbol son un formidable ejemplo.
El Gobierno brasileño dijo que no habría
dineros públicos en los 13.000 millones que invertiría en el Mundial de fútbol.
Era mentira. El BNDS (Banco Brasileño de Desarrollo) ha financiado a casi todas
las empresas que ganaron las obras de infraestructura y que, todas ellas,
subsidiaban al Partido de los Trabajadores actualmente en el poder. (Se calcula
que por cada dólar donado han obtenido entre 15 y 30 dólares en contratos).
Las obras mismas constituían un caso
flagrante de delirio mesiánico y fantástica irresponsabilidad. De los 12
estadios acondicionados sólo se necesitaban ocho, según advirtió la propia
FIFA, y la planificación fue tan chapucera que la mitad de las reformas de la
infraestructura urbana y de transportes debieron ser canceladas o sólo serán
terminadas ¡después del campeonato! No es de extrañar que la protesta popular
ante semejante derroche, motivado por razones publicitarias y electoralistas,
sacara a miles de miles de brasileños a las calles y remeciera a todo el
Brasil.
Las cifras que los organismos
internacionales, como el Banco Mundial, dan en la actualidad sobre el futuro
inmediato del Brasil son bastante alarmantes. Para este año se calcula que la
economía crecerá apenas un 1,5%, un descenso de medio punto sobre los últimos
dos años en los que sólo raspó el 2% . Las perspectivas de inversión privada
son muy escasas, por la desconfianza que ha surgido ante lo que se creía un
modelo original y ha resultado ser nada más que una peligrosa alianza de
populismo con mercantilismo y por la telaraña burocrática e intervencionista
que asfixia la actividad empresarial y propaga las prácticas mafiosas.
Pese a un horizonte tan preocupante, el
Estado sigue creciendo de manera inmoderada —ya gasta el 40% del producto bruto—
y multiplica los impuestos a la vez que las “correcciones” del mercado, lo que
ha hecho que cunda la inseguridad entre empresarios e inversores. Pese a ello,
según las encuestas, Dilma Rousseff ganará las próximas elecciones de octubre,
y seguirá gobernando inspirada en las realizaciones y logros de Lula da Silva.
Si es así, no sólo el pueblo brasileño estará
labrando su propia ruina y más pronto que tarde descubrirá que el mito en el
que está fundado el modelo brasileño es una ficción tan poco seria como la del
equipo de fútbol al que Alemania aniquiló. Y descubrirá también que es mucho
más difícil reconstruir un país que destruirlo. Y que, en todos estos años,
primero con Lula da Silva y luego con Dilma Rousseff, ha vivido una mentira que
irán pagando sus hijos y sus nietos, cuando tengan que empezar a reedificar
desde las raíces una sociedad a la que aquellas políticas hundieron todavía más
en el subdesarrollo. Es verdad que Brasil había sido un gigante que comenzaba a
despertar en los años que lo gobernó Fernando Henrique Cardoso, que ordenó sus
finanzas, dio firmeza a su moneda y sentó las bases de una verdadera democracia
y una genuina economía de mercado. Pero sus sucesores, en lugar de perseverar y
profundizar aquellas reformas, las fueron desnaturalizando y regresando el país
a las viejas prácticas malsanas.
No sólo los brasileños han sido víctimas del
espejismo fabricado por Lula da Silva, también el resto de los
latinoamericanos. Porque la política exterior del Brasil en todos estos años ha
sido de complicidad y apoyo descarado a la política venezolana del comandante
Chávez y de Nicolás Maduro, y de una vergonzosa “neutralidad” ante Cuba,
negándoles toda forma de apoyo ante los organismos internacionales a los
valerosos disidentes que en ambos países luchan por recuperar la democracia y
la libertad. Al mismo tiempo, los Gobiernos populistas de Evo Morales en
Bolivia, del comandante Ortega en Nicaragua y de Correa en el Ecuador —las más
imperfectas formas de Gobiernos representativos en toda América Latina— han
tenido en Brasil su más activo valedor.
Por eso, cuanto más pronto caiga la careta de
ese supuesto gigante en el que Lula habría convertido al Brasil, mejor para los
brasileños. El mito de la Canarinha nos hacía soñar hermosos
sueños. Pero en el fútbol como en la política es malo vivir soñando y siempre
preferible —aunque sea dolorosa— atenerse a la verdad.
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