Dirigir
el destino propio es desafiante, empresa excesiva para un ser humano, por retar
al imposible, pero, el verdadero reto es dirigir el destino de los demás.
Porque no es
sólo deseo de querer ser o hacer, es aquello que está y traza a cada ser más
allá de su propia voluntad. La aproximación a lo intangible es escurridiza como
un sueño. El momento ideal no siempre acontece, a veces es negado tanto a la
ficción como a la realidad. Ni de la mano de un líder ni de un escritor de
otras realidades más asombrosas, se traspasa el umbral. La voluntad puede ser
torcida por el empeño desesperado y suicida que no conduce a ninguna parte. El
individuo se siente perdido, pero también el personaje.
En
sociedades y culturas antiguas, los oráculos prometían contener en lenguaje
críptico el porvenir. Adivinos se entrenaban y fatigaban en descifrarlo, pero
al final, sucumbían a la especulación o a la probabilidad. Sin embargo,
detenerse en el sendero donde palabras y
hechos quedaron grabados, puede hallar el sentido de lo que en esencia
somos, y la mayor de las veces, obstinamos negar o aceptar. En Occidente, el
destino está arrogado al arquero de lo trágico, al poder ciego. Esa podría ser
la mayor representación emblemática del destino. Otros aseveran que Dios es el
arquero, pero su abstracción es tan poderosa y laberíntica, que puede vencer la
fe y la esperanza de los más fieles.
En
el juego laberíntico del azar, un escritor apostó la mano con la que escribía y
la perdió de un hachazo; pero aún mutilado, no desfalleció ni se rindió. La
fiebre de la ambición lo conducía. En noches tensas de insomnio, quiso seguir
escribiendo con la mano que le había sobrevivido. Sorpresivamente, la mano
resistió la labor, extrañando a su mano hermana, incapaz de juntar una palabra
al lado de otra. Entonces el escritor arrugó la página, y decidió apostar
también la mano inútil al juego del azar, para condenar a la destrucción y al
olvido definitivo, al escritor que era. Ya nada le importaba. Perderlo todo a
veces es mejor que conformarse con perder una parte. La suerte lo acompañó esta
vez y fue su contrincante quien perdió la mano, justamente la que él necesitaba
y envidiaba. Lo paradójico fue que, después, el escritor no pudo llegar a
tiempo al hospital, donde le habían garantizado que podrían implantarle una
mano nueva si conseguía un donante voluntario o involuntario. Entonces, abatido
y resignado, el escritor debió dedicarse a escribir historias que nunca antes
había escrito con aquella mano reacia a la escritura, pero que finalmente,
había sometido al castigo y la obligación. En esa forzosa rutina, su verdadero
destino como escritor, le fue revelado a través de tan macabra desventura. La
obra magnífica que después escribió, habría de redimirlo.
En
periodos convulsos y trágicos, algunos pueblos quieren que sus líderes alcancen
la magnitud de un Mesías, que se corten la mano propia, para que escriban con
mano ajena, la historia que ellos no podrían escribir por sí mismos. Al borde
de ese abismo, comienza a aparecer la figura mítica y tribal del primitivismo,
y que acostumbra a emerger del pantano de la prepolítica. Los pueblos
inconscientes, invocan la presencia de un supremo líder a la hora de su más
dura y amarga desgracia. O puede ocurrir que éste se imponga en medio de la
desorientación y la anarquía, propiciando la aventura épica que lo corone con
el poder absoluto.
El futuro líder de un proyecto dictatorial es un Frankenstein que conduce a su antojo los destinos de esos pueblos huérfanos de identidad política, convertidos ahora en masa, muchedumbre que aúlla ante el mito del fango. Ese dictador que gobierna no con mano humana, sino con la garra de un mono. En cambio, el plural liderazgo democrático que insurge en conflictos sociales y políticos que no parecen tener salida, constituyen, en vez de desventaja, reto nutriente que aparta la condena epigonal que lleva la encarnación de un solo líder delirante. Esa es la diferencia nodal del destino hacia la dictadura o la democracia.
La
política en crisis hace restrictivo el tiempo, poniendo a prueba al líder
democrático en el escenario de urgencia, o a la espera, por alcanzar el
objetivo magno trazado en desvelo. Sólo si hay fundamentos políticos de
convicción y éticos, prospera el líder
auténtico, aquél que vence el personalismo y la degradación; pero sobre
todo, la precipitación que apura fortalecer el anuncio o posicionamiento de una
dictadura. Entonces, los pueblos calzan con esa entrega luminosa, convertida en
estrategia oportuna y liberadora. Sin temor al detal del liderazgo que demanda el entramado de la lucha misma. Porque la
democracia es como la construcción de la música.
Edilio
Peña
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