Como
los seres humanos, las palabras cambian de contenido según el tiempo y el
lugar. Seguir sus transformaciones es instructivo, aunque, a veces, como ocurre
con el vocablo “liberal”, semejante averiguación puede extraviarnos en un
laberinto de dudas.
En
el Quijote y la literatura de su época la palabra aparece varias veces. ¿Qué
quiere decir allí? Hombre de espíritu abierto, bien educado, tolerante,
comunicativo; en suma, una persona con la que se puede simpatizar. En ella no
hay connotaciones políticas ni religiosas, sólo éticas y cívicas en el sentido
más ancho de ambas palabras.
A
fines del siglo XVIII este vocablo cambia de naturaleza y adquiere matices que
tienen que ver con las ideas sobre la libertad y el mercado de los pensadores
británicos y franceses de la Ilustración (Stuart Mill, Locke, Hume, Adam Smith,
Voltaire). Los liberales combaten la esclavitud y el intervencionismo del Estado,
defienden la propiedad privada, el comercio libre, la competencia, el
individualismo y se declaran enemigos de los dogmas y el absolutismo.
En
el siglo XIX un liberal es sobre todo un librepensador: defiende el Estado
laico, quiere separar la Iglesia del Estado, emancipar a la sociedad del
oscurantismo religioso. Sus diferencias con los conservadores y los regímenes
autoritarios generan a menudo guerras civiles y revoluciones. El liberal de
entonces es lo que hoy llamaríamos un progresista, defensor de los derechos
humanos (desde la Revolución Francesa se les conocía como los Derechos del
Hombre) y la democracia.
Con
la aparición del marxismo y la difusión de las ideas socialistas, el
liberalismo va siendo desplazado de la vanguardia a una retaguardia, por
defender un sistema económico y político —el capitalismo— que el socialismo y
el comunismo quieren abolir en nombre de una justicia social que identifican
con el colectivismo y el estatismo. (No en todas partes ocurre esta
transformación de la palabra liberal. En Estados Unidos un liberal es todavía
un radical, un socialdemócrata o un socialista a secas). La conversión de la
vertiente comunista del socialismo al autoritarismo empuja al socialismo
democrático al centro político y lo acerca —sin juntarlo— al liberalismo.
En
nuestros días, liberal y liberalismo quieren decir, según las culturas y los
países, cosas distintas y a veces contradictorias. El partido del tiranuelo
nicaragüense Somoza se llamaba liberal y así se denomina, en Austria, un partido
neofascista. La confusión es tan extrema que regímenes dictatoriales como los
de Pinochet en Chile y de Fujimori en Perú son llamados a veces “liberales” o
“neoliberales” porque privatizaron algunas empresas y abrieron mercados. De
esta desnaturalización de lo que es la doctrina liberal no son del todo
inocentes algunos liberales convencidos de que el liberalismo es una doctrina
esencialmente económica, que gira en torno del mercado como una panacea mágica
para la resolución de todos los problemas sociales. Esos logaritmos vivientes
llegan a formas extremas de dogmatismo y están dispuestos a hacer tales
concesiones en el campo político a la extrema derecha y al neofascismo que han
contribuido a desprestigiar las ideas liberales y a que se las vea como una
máscara de la reacción y la explotación.
Dicho
esto, es verdad que algunos gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan
en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, llevaron a cabo
reformas económicas y sociales de inequívoca raíz liberal, impulsando la
cultura de la libertad de manera extraordinaria, aunque en otros campos la
hicieran retroceder. Lo mismo podría decirse de algunos gobiernos socialistas,
como el de Felipe González en España o el de José Mujica en Uruguay, que, en la
esfera de los derechos humanos, han hecho progresar a sus países reduciendo
injusticias inveteradas y creando oportunidades para los ciudadanos de menores
ingresos.
Una
de las características del liberalismo en nuestros días es que se le encuentra
en los lugares menos pensados y a veces brilla por su ausencia donde ciertos
ingenuos creen que está. A las personas y partidos hay que juzgarlos no por lo
que dicen y predican sino por lo que hacen. En el debate que hay en estos días
en el Perú sobre la concentración de los medios de prensa, algunos valedores de
la adquisición por el grupo El Comercio de la mayoría de las acciones de
Epensa, que le confiere casi el 80% del mercado de la prensa, son periodistas
que callaron o aplaudieron cuando la dictadura de Fujimori y Montesinos cometía
sus crímenes más abominables y manipulaba toda la información, comprando a
dueños y redactores de diarios o intimidándolos. ¿Cómo tomaríamos en serio a
esos novísimos catecúmenos de la libertad? Un filósofo y economista liberal de
la llamada escuela austríaca, Ludwig von Mises, se oponía a que hubiera
partidos políticos liberales, porque, a su juicio, el liberalismo debía ser una
cultura que irrigara a un arco muy amplio de formaciones y movimientos que,
aunque tuvieran importantes discrepancias, compartieran un denominador común
sobre ciertos principios liberales básicos.
Algo
de eso ocurre desde hace buen tiempo en las democracias más avanzadas, donde,
con diferencias más de matiz que de esencia, entre democristianos y
socialdemócratas y socialistas, liberales y conservadores, republicanos y
demócratas, hay unos consensos que dan estabilidad a las instituciones y
continuidad a las políticas sociales y económicas, un sistema que sólo se ve
amenazado por sus extremos, el neofascismo del Frente Nacional en Francia, por
ejemplo, o La Liga Lombarda en Italia, y grupos y grupúsculos ultra comunistas
y anarquistas.
En
América Latina este proceso se da de manera más pausada y con más riesgo de
retroceso que en otras partes del mundo, por lo débil que es todavía la cultura
democrática, que sólo tiene tradición en países como Chile, Uruguay y Costa
Rica, en tanto que en los demás es más bien precaria. Pero ha comenzado a
suceder y la mejor prueba de ello es que las dictaduras militares prácticamente
se han extinguido y de los movimientos armados revolucionarios sobrevive a
duras penas las FARC colombianas, con un apoyo popular decreciente. Es verdad
que hay gobiernos populistas y demagógicos, aparte del anacronismo que es Cuba,
pero Venezuela, por ejemplo, que aspiraba a ser el gran fermento del socialismo
revolucionario latinoamericano, vive una crisis económica, política y social
tan profunda, con el desplome de su moneda, la carestía demencial —todo falta,
la comida, el agua, hasta el papel higiénico— y las iniquidades de la
delincuencia, que difícilmente podría ser ahora el modelo continental en que
quería convertirla el comandante Chávez.
Hay
ciertas ideas básicas que definen a un liberal. Que la libertad, valor supremo,
es una e indivisible y que ella debe operar en todos los campos para garantizar
el verdadero progreso. La libertad política, económica, social, cultural, son
una sola y todas ellas hacen avanzar la justicia, la riqueza, los derechos
humanos, las oportunidades y la coexistencia pacífica en una sociedad. Si en
uno solo de esos campos la libertad se eclipsa, en todos los otros se encuentra
amenazada.
Los
liberales creen que el Estado pequeño es más eficiente que el que crece
demasiado, y que, cuando esto último ocurre, no sólo la economía se resiente,
también el conjunto de las libertades públicas. Creen asimismo que la función
del Estado no es producir riqueza, sino que esta función la lleva a cabo mejor
la sociedad civil, en un régimen de mercado libre, en que se prohíben los privilegios
y se respeta la propiedad privada. La seguridad, el orden público, la
legalidad, la educación y la salud competen al Estado, desde luego, pero no de
manera monopólica sino en estrecha colaboración con la sociedad civil.
Estas
y otras convicciones generales de un liberal tienen, a la hora de su
aplicación, fórmulas y matices muy diversos relacionados con el nivel de
desarrollo de una sociedad, de su cultura y sus tradiciones. No hay fórmulas
rígidas y recetas únicas para ponerlas en práctica. Forzar reformas liberales
de manera abrupta, sin consenso, puede provocar frustración, desórdenes y
crisis políticas que pongan en peligro el sistema democrático. Este es tan
esencial al pensamiento liberal como el de la libertad económica y el respeto a
los derechos humanos. Por eso, la difícil tolerancia —para quienes, como
nosotros, españoles y latinoamericanos, tenemos una tradición dogmática e
intransigente tan fuerte— debería ser la virtud más apreciada entre los
liberales. Tolerancia quiere decir, simplemente, aceptar la posibilidad del
error en las convicciones propias y de verdad en las ajenas.
Es
natural, por eso, que haya entre los liberales discrepancias, y a veces muy
serias, sobre temas como el aborto, los matrimonios gay, la descriminalización de
las drogas y otros. Sobre ninguno de estos temas existe una verdad revelada
liberal, porque para los liberales no hay verdades reveladas. La verdad es,
como estableció Karl Popper, siempre provisional, sólo válida mientras no surja
otra que la califique o refute. Los congresos y encuentros liberales suelen
ser, a menudo, parecidos a los de los trotskistas (cuando el trotskismo
existía): batallas intelectuales en defensa de ideas contrapuestas. Algunos ven
en ello un rasgo de inoperancia e irrealismo. Yo creo que esas controversias
entre lo que Isaías Berlin llamaba “las verdades contradictorias” han hecho que
el liberalismo siga siendo la doctrina que más ha contribuido a mejorar la
coexistencia social, haciendo avanzar la libertad humana.
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Mario Vargas Llosa, 2014.
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