“La vida es maravillosa si se la disfruta sin miedo” Chaplin
Hasta donde alcanza la vista la economía de
Venezuela no tiene remedio. En términos de crecimiento del PIB a precios
constantes –para hablar nada más que de esa variable, a sabiendas del sombrío
panorama de las demás- nuestro país, que según el Banco Mundial venía saliendo
de dos siniestros años de decrecimiento real (-3.2 en 2009 y -1.5 en 2010)
volvió a caer estrepitosamente en el año en curso, esta vez con efectos
desastrosos. Y por lo que se avizora, el venidero podría ser letal, si no hay
cambios. Hasta el gobierno sabe que en 2013 (Año 14 de la “revolución”) el
ruidoso proceso está en trance de zozobrar en medio de explosivas protestas
sociales y cambios políticos muy profundos.
En el nudo de semejante crisis está
una fecha fija que arde como una antorcha: el 8 de diciembre. Esa nueva
confrontación electoral dará salida al anhelo de cambio que recorre el país
como río de azogue encendido, aunque el poder trate infructuosamente de
desnaturalizarla o eludirla.
Desde que me conozco y muy especialmente en
el ámbito de los intelectuales de la izquierda, escuché el apotegma que luego
expliqué y amplié y documenté en muchas ocasiones: la economía más sana es la
que tiene como centro al hombre. Si lo sacrifica en nombre de cifras
abstractas, estará dominada por una perversidad básica, salvo que para
rehabilitarla haya que pasar por momentos dolorosos de ajuste. Pero incluso
esos períodos exigentes serán consecuencia de gestiones inhumanas acumuladas en
el tiempo o de catástrofes naturales o sociales fácilmente identificables.
Los diez países con mayor IDH son, todos ellos, modelos tradicionales nada revolucionarios. Noruega, Australia y EEUU son los tres primeros. China no figura en el lote, pese a su despliegue económico porque “no solo de pan vive el hombre”, dicho sea con palabras del escritor ruso post y antiestaliniano Vladimir Dudintseva
Varios de los dirigentes que acompañaron al
caudillo Chávez en su hora estelar y habían sido pregoneros entusiastas del
mencionado apotegma, hoy ya no cuentan. Con el tiempo su voz fue desapareciendo
en la bruma y ellos fueron reducidos a condición muy subalterna. Una mano
invisible los ha desplazado para colocar en las posiciones influyentes a
militares activos y en menor medida a “cuadros partidistas”, cuyo único
combustible es la lealtad incondicional al mandamás de turno, a Maduro, quien
pareciera más bien un “mandamenos” dado el incremento de los uniformados en la
estructura nacional y regional del
régimen.
Es una degradación continua y amplia. No se
trata, como en China, de negarle a sus súbditos derechos humanos elementales a
cambio de elevarles el nivel de vida material, pari passu con su acelerado
crecimiento en el marco del mercado. Se trata, como en Cuba, de algo peor:
reducirles los derechos a su mínima expresión y condenarlos a la decadencia
acelerada de su condición de vida.
El pregonado modelo socialista no funciona ni
tiene la menor posibilidad de hacerlo. Chávez podía preservar la unidad y en
alto la emoción de sus seguidores por su indudable ascendiente, pero lo de
Maduro ha sido lamentable. Podría decirse que perdió todas las cartas. No tiene
resultados que exhibir, su estilo es deplorable, su aislamiento es
sobrecogedor. Si la alternativa democrática hubiera sido más eficaz en
convencer a la parte del país que sigue apegada al poder, que el cambio abriría
un ancho cauce al reencuentro y la reconciliación, las dudas sobre la
competencia de Maduro hubiesen tal vez encontrado una salida pacífica y sin el
temor a la retaliación, que el fallecido caudillo sembró en el país.
Por desgracia lo que queda en el arsenal del
régimen es eso: el miedo. El arma del miedo es proteica. Se ha intensificado
tendenciosamente el rumor sobre desestabilización, conspiraciones y
preparativos criminales que van desde el magnicidio a la invasión extranjera.
Maduro y Diosdado –los directores de la ruidosa orquesta- amenazan abiertamente
con cárcel y dura represión a pacíficos dirigentes democráticos, y tienen el
descaro de señalarlos por sus nombres sin presentar pruebas, indicios ni nada
parecido. La justicia ha retornado a tiempos del absolutismo monárquico, sin debido
proceso, derecho a la defensa ni obligación de fundamentar la acusación con
medios de prueba. Se ha deshumanizado el aparato judicial. El bárbaro retroceso
es de más de doscientos años.
Maduro no es un hombre informado. Sus
desarticuladas emociones no le permiten aprovechar la experiencia histórica.
Sintiendo el malestar del país y de la Fuerza Armada, ha querido calmarla
entregándole más y más parcelas del gobierno. Trece gobernadores militares y
cientos de colegas de uniforme tienen las riendas del poder.
Imposible olvidar la tragedia del presidente
Allende. Preocupado porque el orden público se le iba de las manos, se lo
entregó al generalato. En el último desfile popular de respaldo al gobierno,
Allende saludaba a la multitud desde el balcón presidencial. A su lado, en
silencio, Augusto Pinochet, a la sazón el máximo líder militar.
El miedo como política es contraproducente.
Se vuelve contra sus autores. Es irrisorio y está condenado a la derrota.
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin
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