No existe un ser más
solitario que un líder político al momento de tomar una decisión en la que, de
no acertar, su proyecto y su propio liderazgo están amenazados. Los consejos
recibidos por compañeros y asesores en las instancias previas a decidir nada
valen cuando llega a la encrucijada.
Esos consejos, por cierto, suelen ser tan
contradictorios como la realidad que tiene enfrente, o están contaminados por
los intereses particulares de quienes los han emitido, son inservibles. Por
eso, en ese último instante de máxima tensión emocional, cuando se juega la
vida, el líder está absolutamente solo.
La posición del líder
de un proceso político es de suyo muy difícil de alcanzar, y mucho más difícil
de mantener. Dado que el líder es sólo el primus inter pares del proyecto, una
equivocación importante implica quedar a merced de rivales que aspiran a
deponerlo y asumir el liderazgo. Eso se supone que conduce, si se concibe la
política como un sistema darwiniano, a tener cada vez mejores líderes o por lo
menos más aptos para sobrevivir, que ya es bastante.
Hay que añadir, por
supuesto, que el líder está sometido permanentemente a los exámenes, críticas y
análisis de su desempeño por parte de los medios de comunicación (nunca
imparciales) y sus opinadores. Los pundits, que llaman los gringos, capaces de
declarar equivocado al líder, incluso cuando no ha tomado decisiones o cuando
no está en la situación de tomarlas.
El problema con la
mayoría de los pundits, a escala mundial, es que ellos se consideran más sabios
que el líder (y que todos los políticos, a quienes usualmente se refieren en
términos despectivos) y si no ocupan su posición es porque la política les asqueaba
y decidieron dedicarse a otra cosa. Son los padres de la antipolítica, aunque
se niegan a reconocer a la criatura.
El líder tiene además
el trabajo para el que está ahí: enfrentar a los adversarios jurados del
proyecto político en el que milita, quienes tienen el propósito de liquidarlos
a ambos. El líder, de cualquier grupo político en cualquier parte del mundo,
vive por tanto en medio de una permanente lucha. Qué duda cabe que es una
posición muy difícil de detentar.
Venezuela es, por
razones de muy diversa índole que aquí no caben, el lugar en el mundo donde ser
el líder resulta, de lejos, más difícil. Si el liderazgo que se detenta, como
es el caso de Henrique Capriles, es el de la oposición política a esta forma de
dictadura cívico-militar cubanizada, que se ha hecho cada vez más eficaz y
eficiente con el paso de casi tres lustros, las dificultades con las que debe
lidiar alcanzan la estratosfera.
Aquí, de siempre, los
rivales del líder pueden llegar a ser más feroces y desleales que en el resto
del planeta. Si toca (y les parece que toca a cada rato) no le abren un
paréntesis de paz para que despliegue su tarea contra el gigantesco adversario
que tiene enfrente.
Para sólo poner un ejemplo: Capriles ha acertado en cada
decisión importante que le ha tocado tomar (nadie quería estar en su pellejo el
8 de octubre –cuando le tocaba decidir ser o no ser candidato a la Gobernación
de Miranda– ni en marzo, al morir Chávez y salir a combatir el chavismo en
treinta días), pero a veces pareciera que sus rivales lamentan que no se haya
equivocado y lo siguen a regañadientes.
Algunos pundits en
Venezuela son extremadamente afectos a jugar al offside. A diario demandan que
Capriles “haga algo” ya. Otros, haciéndose eco de rivales del líder, confunden
la política con el boxeo y quieren que sea “contundente”, “que confronte al
chavismo con fuerza y en la calle” y se quejan de que ante su pasividad, Maduro
“se consolide y se quede” (ni qué hablar de lo que escriben los punditsitos (LUMBRERAS) del
Twitter).
El plan de Capriles está claro para los venezolanos de buena voluntad: aprovechar todas las elecciones para crecer aún más (como ha pasado con cada proceso electoral desde 2006). Ganar las elecciones municipales este año y las legislativas de 2015, para lo cual hay que construir desde ya (y en eso está trabajando) una alianza de amplio espectro, un aparato político, que haga posible esas victorias, y uno electoral que las cuide en las mesas.
Ese trabajo, a veces
imperceptible, agotador y siempre fastidioso, es absolutamente necesario para
poder aprovechar las casualidades, que, como las busetas por puesto, pasan a
cada rato. Por eso cabe preguntarse ¿por qué, en lugar de dudar de Capriles y
criticarlo sin ton ni son, no se le acompaña solidariamente en su dura tarea?
Así, de repente, cuando le toque decidir las grandes, no estará tan solo.
@FSuniaga
fsuniagaf@gmail.com
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