Es realmente inquietante el diario acontecer
en Venezuela. Muchos venezolanos creen que cada habitante ha aprendido a vivir
como si soñara sobrecargado de pesadillas, y desarrollado la propiedad
existencial de poder despertar a voluntad, cuando se percata que está ante una
situación de gran peligro o de un momento simplemente desagradable.
Ya es normal que cada mañana comience con la
lectura de diarios, la sintonía de noticieros radiales o televisivos, en los
que la información impactante sea el de la muerte de 10, 20 o más ciudadanos de diferentes edades, sexo o
condición social, provocada por una minoría que vive del delito, entendido éste
como hurtos, robos, secuestros, violaciones, y ahora también invasiones.
Y esto se da en época de verano o de lluvias,
por igual, con el agravante de que cuando es el agua la que aparece, al dolor
anterior se suma el efecto de las inundaciones, de los derrumbes, es
decir, los damnificados, los nuevos
refugiados, los peores hacinados. Mientras que desde las instancias
gubernamentales, con gran despliegue propagandístico, se insiste en exaltar la
entrega de nuevas viviendas, aunque sin que tales entregas, curiosamente,
terminen por asomar la mínima posibilidad de que los damnificados históricos
dejarán de serlo alguna vez. ¿Alguien conoce la cifra exacta de verdaderos
damnificados que existen actualmente en Venezuela?.
Más de la mitad de la población venezolana
vive en barrios. Y más del 75% de las cifras de fallecidos a diario,
tristemente, los “aportan” los barrios; esos mismos lugares en donde la mayoría
también está representada por gente trabajadora, luchadora de sol a sol, pero
cuya condición para los efectos de la acción social del país, representada por
la erogación de fondos públicos y el aporte incondicional de la empresa
privada, no termina de superarse a la velocidad que sus habitantes esperan.
Los compatriotas que viven en los barrios venezolanos,
definitivamente, tienen que dejar de ser sólo componentes de estadísticas
nacionales e internacionales, para determinar si se están alimentando
debidamente. Cuando lo peor por lo que pasan, es que sus ingresos, como mucho
de sus miembros que les son arrancados a la vida por la acción del hamponato
espontáneo u organizado que se mueve en ese medio ambiente, están a merced de
la inflación, de la escasez y del desabastecimiento. Y es por eso por lo que, sin que tal
consideración implique justificación alguna o una irresponsable solidaridad
populachera con dicho proceder, razones abundan para comprender que ellos
insistan en protestar cuando su mañana sigue apareciendo aliada a las
inminencias de ser mucho más que los desplazados de hoy: eternos damnificados.
Pero ¿y es que acaso esa posibilidad de
damnificados cerro arriba, no guarda relación con los damnificados valle
adentro, desprotegidos también ante el reinado de la delincuencia organizada,
la misma que ha creado su propia metodología para asaltar, secuestrar y
asesinar a quienes viven en urbanizaciones de clase media, o en modestas
viviendas de jubilados y profesionales que han tenido que convertir sus moradas
en oficinas?. Tanto se parecen en las situaciones y condiciones, que, además,
ya son neovecinos de ocasión, cuando tienen que compartir tiempo y espacios
para hacer su respectivo turismo de mercado en procura de medicinas, alimentos,
papel y toallas sanitarias, pasta dental, jabón para el aseo personal y
familiar.
Mientras tanto, permanece invariable el
debate profesionalizado y academizado con relación a si lo que le sucede a los
habitantes de los cerros, de las urbanizaciones del Norte y del Sur de Caracas,
y a los de las urbanizaciones del Este y del 0este, por ejemplo, es producto de
una acción fríamente concebida, audazmente planificada y criminalmente
conducida. Porque “las cosas siguen pasando” y en el ambiente no se percibe una
sola evidencia de que se quiere “que las cosas cambien”. Además de que tan
verdadero es que el imperio de la libertad particular está a merced de los
delincuentes, como que nada se hace para evitar que la moneda siga reduciendo
cada minuto su capacidad de compra, la inflación a la venezolana siga
exhibiéndose cual Miss universal poderosa, la producción primaria y
manufacturera no encuentren cómo salir del atolladero en el que los metieron
los controles de precios y de cambio, que las relaciones laborales se hayan
convertido en un torneo de anarquía y de creciente improductividad, y que los
“países amigos” sean hoy los verdaderos amos de la cacareada soberanía
alimentaria venezolana.
Si en las zonas populares la delincuencia y
el costo de la vida se han hermanado, hasta que llegan las lluvias y ellas se
ocupan del resto de lo que queda, abajo, en la planicie urbana, tal hermandad
es identificada de manera más amplia por la heterogeneidad de sus impactos,
acompañada ahora por la obligación particular, además, de hacerle frente al
avance del virus AH1N1.
Y mientras que los responsables de la
formación profesional en el país tienen que declararse en paro permanente para
que les reconozcan su trabajo digna y respetuosamente, dentro de los recintos
universitarios y fuera de ellos, la controversia, el debate y la inquietud gira
alrededor de lo que envuelve todo este complejo cuadro: se acentúa la inflación, hoy convertida en la más alta
del Continente, y el río suena anunciando una nueva devaluación. Más inflación,
sueldos y salarios más destruidos, reservas internacionales que ya no alcanzan
para alimentar la economía de puertos que se tejió al destruirse y expropiar el
entramado nacional privado de producción, conforman hoy una seria inquietud por
las inminentes implicaciones sociales.
Ante dicha dura y compleja realidad, no es
válida la tesis acusatoria de canto al pesimismo y al agorerismo, cuando la
conclusión del análisis arroja que se vive un momento de graves dificultades.
Sí la de que, definitivamente, esto marcha mal, y que a los venezolanos les
llegó el momento de engavetar fundamentalismos ideológicos, deponer
radicalismos grupales, y planificar y trabajar unidos en la reconstrucción del
país; dicho de otra manera, convertir en hecho tangible el mensaje que dio el
pueblo en las pasadas elecciones presidenciales.
Luego de quince años de ejercicio
gubernamental con base en lo que está contemplado en la Constitución, carece de
seriedad que se insista en ver hacia atrás, para identificar al culpable de lo
que acontece hoy. Mucho menos, apelar permanentemente a distracciones
colectivas, a partir del uso de ruidos que, como en el caso de lo último que
acaba de suceder con Colombia, sólo se traduce en efectos contrarios a la
necesidad de dinamizar las relaciones diplomáticas y comerciales entre ambas
naciones.
A lo que sí hay que dedicarle tiempo y
voluntad política, es al diálogo, al entendimiento y a la construcción de un
ambiente de paz y justicia, para que, de una vez por todas, se reinicie el
retorno a lo que siempre distinguió al pueblo venezolano: la fraternidad, la
solidaridad, la hermandad como estandarte de un país realmente civilizado,
ganado para convertirse en el prototipo de una nación verdaderamente
democrática dentro y fuera de Latinoamérica.
Sí es posible hacer del actual momento, el
período del rescate y la prosperidad. Sólo basta con echar mano de la
experiencia, de los recursos humanos, y llegar a hacer de la explotación de los
recursos naturales el epicentro de un ejemplo de administración transparente,
capaz de convertirse en la superación definitiva del estigma de que Venezuela
es un centro geográfico de la corrupción en esta parte del mundo.
Hay que liberar al ambiente nacional de las
nubes tormentosas que hoy impiden percibir y apreciar lo obvio: Venezuela es un
país de oportunidades. Y del entendimiento sincero, maduro y responsable entre
sus habitantes, depende que el futuro sea de abundancia de éxitos y de
prosperidad.
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