La
encantadora novela Florentius, que viera la luz a principios de este año,
describe los pormenores del viaje efectuado por Juana la Loca y Felipe el
Hermoso desde Bruselas hasta Asturias, en donde habrían de jurar como príncipes
ante las Cortes. El autor, Fernando Lallana, va narrando, a partir de una
rigurosa labor documental, el fasto de la caravana que les acompaña a través de
un recorrido lleno de vicisitudes, de inclemencias meteorológicas, de parajes
que en verdad existen, de costumbres de la época y de personajes reales.
Este
cuadro que alberga, pese a la áspera cotidianidad del viaje,
momentos de una delicadeza excepcional, contiene un episodio decididamente
elocuente: se trata del momento en el que, llegados a Burgos, la comitiva
participa en los festejos organizados para agasajar a los futuros príncipes,
que incluyen la lidia de una veintena de toros. El escritor consigue reflejar
tanto el entusiasmo del pueblo que observa la corrida, como el estupor de los
extranjeros ante el insólito espectáculo: "mientras, los flamencos, salvo
los entregados Hauton y Florentius, que aplaudían a rabiar, se mantuvieron
sentados y atónitos ante el desenlace".
Y, en otro punto, en el que el protagonista interroga a sus
connacionales, cita: "¿De verdad no os gusta este juego?, preguntó a sus
compañeros de atrás, obteniendo simplemente un gesto de incomprensión".
Lo
que la sensibilidad y clarividencia de Lallana apunta, merece ser recogido como
objeto de reflexión: ¿Qué diversión puede entrañar, para ojos no familiarizados
con el toreo, la agonía lenta y cruel de un animal torturado? Antes bien: la
reacción visceral, instintiva, primitiva, debería ser la repugnancia ante la
gratuita carnicería o, cuando menos, la incomprensión ante la actitud eufórica
de quienes perciben una proeza en el acto de martirizar a un animal.
El
toro, si bien supera en volumen al hombre, se halla en desventaja frente a la
turbamulta que lo asedia, que lo acosa, que le inflige dolor, sin propósito
alguno. El placer, acaso, puede estar
asociado a los festejos y los preparativos que se efectúan en torno a
la lidia, a los rituales; pero el acto mismo de sacrificar al animal no
puede entrañar satisfacción alguna, más que la adrenalina desatada por el
riesgo que supone una confrontación de fuerzas en la que es preciso insistir el
animal siempre se encuentra en desventaja.
Si
se exalta la valentía del más bien
temerario oficio del torero, otrora empleado como mecanismo de promoción
social, cabe también considerar la cobardía que supone el auténtico abuso de
poder en una situación desigual, diseñada para someter a otro ser vivo,
maltratándole. A quienes admiran la gracia de las figuras del "arte",
cabría proponerles como alternativa que asistieran al ballet.
¿Por
qué no a las corridas? Porque suponen el
suplicio gratuito de otro ser vivo; porque
contribuyen a perpetuar una
visión en la que el hombre se erige como amo y señor de la naturaleza, sin
reconocer su interdependencia con los otros elementos del medio y su
subordinación al bienestar y
conservación del ambiente; porque son una sórdida expresión de irrespeto a la
vida.
Las
corridas son, no obstante, apenas una de las formas en que se somete a otras
especies a la brutalidad. La experimentación en laboratorios y las condiciones
en las que se mantienen los animales
destinados al consumo resultan vergonzosas. En este sentido, muchos venezolanos
se han comprometido con la causa animalista, haciendo labor inclusive a nivel
internacional, como es el caso de Alessandro Zara y Lucy Alio.
En
el año 2009, ante los argumentos planteados por
Nicolás Álvarez, los concejales del municipio Libertador declaraban a
Caracas ciudad antitaurina, convirtiéndose así en la primera capital del mundo
en fijar posición respecto a este tema. Tal vez sería oportuno evocar la consigna de nuestro Himno: seguid
el ejemplo que Caracas dio.
l.dambrosiom@gmail.com
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