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lunes, 5 de noviembre de 2012

LINDA D´AMBROSIO, FLORENTIUS, CARACAS Y LOS TOROS

La encantadora novela Florentius, que viera la luz a principios de este año, describe los pormenores del viaje efectuado por Juana la Loca y Felipe el Hermoso desde Bruselas hasta Asturias, en donde habrían de jurar como príncipes ante las Cortes. El autor, Fernando Lallana, va narrando, a partir de una rigurosa labor documental, el fasto de la caravana que les acompaña a través de un recorrido lleno de vicisitudes, de inclemencias meteorológicas, de parajes que en verdad existen, de costumbres de la época y de personajes reales.

Este cuadro  que alberga,  pese a la áspera cotidianidad del viaje, momentos de una delicadeza excepcional, contiene un episodio decididamente elocuente: se trata del momento en el que, llegados a Burgos, la comitiva participa en los festejos organizados para agasajar a los futuros príncipes, que incluyen la lidia de una veintena de toros. El escritor consigue reflejar tanto el entusiasmo del pueblo que observa la corrida, como el estupor de los extranjeros ante el insólito espectáculo: "mientras, los flamencos, salvo los entregados Hauton y Florentius, que aplaudían a rabiar, se mantuvieron sentados y atónitos ante el desenlace".  Y, en otro punto, en el que el protagonista interroga a sus connacionales, cita: "¿De verdad no os gusta este juego?, preguntó a sus compañeros de atrás, obteniendo simplemente un gesto de incomprensión".

Lo que la sensibilidad y clarividencia de Lallana apunta, merece ser recogido como objeto de reflexión: ¿Qué diversión puede entrañar, para ojos no familiarizados con el toreo, la agonía lenta y cruel de un animal torturado? Antes bien: la reacción visceral, instintiva, primitiva, debería ser la repugnancia ante la gratuita carnicería o, cuando menos, la incomprensión ante la actitud eufórica de quienes perciben una proeza en el acto de martirizar a un animal.

El toro, si bien supera en volumen al hombre, se halla en desventaja frente a la turbamulta que lo asedia, que lo acosa, que le inflige dolor, sin propósito alguno.  El placer, acaso, puede estar asociado a los festejos y los preparativos que se efectúan  en torno a  la lidia, a los rituales; pero el acto mismo de sacrificar al animal no puede entrañar satisfacción alguna, más que la adrenalina desatada por el riesgo que supone una confrontación de fuerzas en la que es preciso insistir el animal siempre se encuentra en desventaja.

Si se exalta la valentía del  más bien temerario oficio del torero, otrora empleado como mecanismo de promoción social, cabe también considerar la cobardía que supone el auténtico abuso de poder en una situación desigual, diseñada para someter a otro ser vivo, maltratándole. A quienes admiran la gracia de las figuras del "arte", cabría proponerles como alternativa que asistieran al ballet.

¿Por qué no a las corridas?  Porque suponen el suplicio gratuito de otro ser vivo; porque  contribuyen a perpetuar  una visión en la que el hombre se erige como amo y señor de la naturaleza, sin reconocer su interdependencia con los otros elementos del medio y su subordinación al bienestar  y conservación del ambiente; porque son una sórdida expresión de irrespeto a la vida.

Las corridas son, no obstante, apenas una de las formas en que se somete a otras especies a la brutalidad. La experimentación en laboratorios y las condiciones en las  que se mantienen los animales destinados al consumo resultan vergonzosas. En este sentido, muchos venezolanos se han comprometido con la causa animalista, haciendo labor inclusive a nivel internacional, como es el caso de Alessandro Zara y Lucy Alio.

En el año 2009, ante los argumentos planteados por  Nicolás Álvarez, los concejales del municipio Libertador declaraban a Caracas ciudad antitaurina, convirtiéndose así en la primera capital del mundo en fijar posición respecto a este tema. Tal vez sería oportuno  evocar la consigna de nuestro Himno: seguid el ejemplo que Caracas dio.

l.dambrosiom@gmail.com

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