El caso Aponte Aponte pone de relieve una dimensión del período que hemos
estado viviendo estos últimos años, que quisiera explorar en las líneas que
siguen.
La faceta más visible del fenómeno ha sido denunciada mil veces por las
fuerzas democráticas del país. Nos referimos a las insondables profundidades
que ha adquirido en estos años la corrupción y la perversión del ejercicio del
poder. No más uno se asoma a los abismos en los que en eso se ha caído, hay que
retirarse rápidamente de la escena, así de nauseabundo es el espectáculo que se
ofrece a la vista y al olfato.
Nunca en todo el siglo XX se llegó a niveles
siquiera cercanos a lo que revela una exploración somera de los negociados que
se han venido practicando en estos años: sus montos, el daño que se le ha hecho
al país, la forma en que por allí se han ido decenas de miles de dólares que
hoy reposan en cuentas rebosantes de personeros del régimen y de sus allegados.
Aponte Aponte lo que hace es revelar datos, detalles, episodios que ponen
sustancia a la verdad general antes enunciada. No es el primero que lo hace, ni
será el último. Lo importante sería que sus revelaciones disminuyeran el efecto
de la anestesia en que parece sumida una parte importante del país, que aún
dice estar respaldando a Chávez.
Pero no era a eso a lo que principalmente quiero referirme en este
escrito. El caso es que esta experiencia que sus actores llaman “el proceso”,
“la revolución”, pudo aspirar a la respetabilidad ética y política.
A pesar de
las grandes diferencias que lo separarían a uno de ella desde su inicio, tenía
planteamientos que significaban una perspectiva política sustancial. Se trataba
- se hubiera podido tratar - de algo frontalmente opuesto a la perspectiva
demoliberal que predomina en las democracias que conocemos. Una concepción
diferente del pueblo, de la relación del individuo con la sociedad, de la
relación del pueblo con su líder, etc. Una concepción anacrónica, fracasada,
ruinosa: seguramente y yo así lo creo. Pero, vaya, algo que en medio de su
fracaso podía ser respetado como una opción por la que la mayoría del país
optó, a la espera de que la dura experiencia hiciera ver a la mayoría el gran
error que estaba cometiendo y que no pocos veníamos advirtiendo desde el
comienzo de esto. (Algunos estudiosos le han puesto a esa perspectiva el nombre
de populista, dándole a esa palabra un sentido que va más allá del significado
que habitualmente le damos en nuestras conversaciones. Pero no entremos en
precisiones académicas).
Pero no. Ese proyecto se ha hundido en el fango. No sólo es que carece de
épica. Se le ha querido construir una en torno a las fechas de febrero del 92 y
de abril del 2002 que el tiempo se encargará de desmontar en toda su falsedad.
Pero no es eso lo más importante. Al fin y al cabo, a no todo el mundo le es
dado practicar el heroísmo y tampoco las formas más ostensibles de la valentía.
Lo más decepcionante es el lodo moral. Personas que usted ve y oye cortándose
las venas por “la revolución”, tienen tras de sí tinglados tras los cuales
amasan fortunas. No es posible creer en la autenticidad de algo así. Otros
procesos radicales que también fracasaron en países no muy lejanos, pueden sin
embargo mostrar que en verdad soñaron con lo que intentaron construir. Pero no
esta trapisonda.
Esto no tiene nada que ver con el grueso de lo que es habitual llamar “el
pueblo chavista”. Las razones del respaldo que ha dado a Chávez buena parte de
los sectores populares se nutre de variadas vertientes de diversa calidad, pero
en ningún caso puede ser él responsabilizado de lo que los personeros de “la
revolución” han hecho con la ética del “proceso”: volverla trizas. Si algo hay
que censurar allí, es la tardanza, la resistencia, a ver, a admitir, la trama
de corrupción en que ha parado lo que tantas esperanzas sembró, hace ya años.
Podemos verlo todo en la imagen que nos ofrece el ex magistrado que es
hoy un testigo protegido de organismos norteamericanos. Un hombre destruido,
derruido. Obligado a confesar cosas que exponen de forma traslúcida todo el
entramado del degrado, del cual él mismo fue protagonista de primer orden hasta
hace nada. La vida dirá si le da una segunda oportunidad. Para nuestros efectos,
lo fundamental es que sus declaraciones nos ofrecen la imagen moral íntima de
este “proceso”, roído en las entrañas por la carcoma de la corrupción y del
cinismo: del cinismo, la etapa superior de “la revolución”.
dburbaneja@gmail.com
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El cinismo 'robolucionario' es la consecuencia, en cierta medida lógica, de la política comunicacional de este desgobierno, que hizo de la mentira el recurso persuasivo preferido y casi único del Estado, y de la frase goebeliana 'miente, que algo queda,' un perverso sustrato deontológico.
ResponderEliminarSu lector de siempre,
Andrés Simón Moreno Arreche