Desde
siempre, en fines de semana soleados y nutridos de personas, a parques y plazas citadinas, rebosantes de astucia y
mañas se asoman locuaces personajes que arman rueda, para quitarles las monedas
a señores y señoras curiosas, a muchachos ingenuos, a dependientes
irresponsables, y a señores de experiencia.
Es
una ronda en la que todos caen porque la palabrería cautiva, porque la
mercancía deslumbra, porque la aglomeración impide ver de lejos, y porque la
inercia de la rueda arrastra hacia el interior de un escenario en el que todo
se transforma para que nada pase.
Transcurren
las horas, los pisotones se intensifican, la fetidez se consiente, la
conciencia se amodorra, el espíritu se aleja, y los cuerpos desfallecen sobre
los cuerpos mientras los encantadores se alejan con los turbantes llenos.
Al
atardecer, o mucho antes del atardecer, los espectadores se santiguan y se
lamentan porque ninguno presenció el momento crucial en que las serpientes, que
tampoco nadie vio, al sonido de flautas buchonas se irguieron sobre sus colas y
se transformaron en flecos de seda multicolor.
Siempre
ha sido así, y siempre será así porque la historia de los pueblos y de las
ciudades se nutre de leyendas que inspiran leyendas.
No
es que las literaturas orientales, tan culebreras ellas, ni las fantásticas
realidades del trópico, preñadas de trágicos anuncios, se tejan al cuello de
los miserables para hacerlos más miserables, a los brazos de los ineptos para
hacerlos más ineptos, y a la estupidez de los ilusos para hacerlos más ilusos.
Lo
que sucede es que el narcótico de la facilidad, la harina de trigo tostada, esa
que tanto sirve para nutrir infantes
como para cebar verracos, el paternalismo infame que pedalean los de la
izquierda para tener burocracia aunque ganen los de la derecha, el pérfido contractualismo del voto pago, han
menguado las instituciones, socavado la democracia, prostituido la política, y
oprimido al pueblo.
A
quienes debieran levantar la voz para decir justicia los mandan a doctorarse al
otro lado del mundo, a quienes debieran dar ejemplo de dignidad los colocan en
una consejería cualquiera, a quienes debieran ir a prisión los enaltecen como
controladores del quehacer social, a quienes debieran perder la investidura les
elevan la curul hasta los estrados directivos.
El
triste despertar de los parroquianos que no vieron el encantamiento de las
serpientes no es simple parodia de la historia nacional, es la cruda
verdad, muchas veces repetida, porque la noria de la
corrupción colectiva, de tantas vueltas que ha dado, molió el concepto de
rectitud administrativa, desajustó los ejes de la solidaridad social, deformó
las guías del engranaje jurídico, perturbó la lógica ciudadana, y se transformó
en un mecanismo aplastante que va pendiente abajo sin rumbo conocido.
En
momentos en que empiezan a descifrarse previsibles divergencias dentro de las
alianzas opositoras, se necesita la irrupción de fuerzas políticas con sentido
de responsabilidad pública y vocación de
poder, que verifiquen el cabal cumplimiento de programas expuestos durante la
campaña electoral y estructuren veedurías enfocadas a derrotar el engrase de
aparatos pensados y armados para exprimir la hacienda pública.
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