Los pasados tres años la
deuda pública de Estados Unidos ha aumentado 67 por ciento, y el país se suma
al grupo de naciones cuya deuda supera el total de su Producto Interno Bruto
anual. La solicitud realizada por el Presidente Obama hace pocas semanas, para
incrementar el techo de la deuda en 1.2 trillones de dólares adicionales (cada
trillón significa un millón de millones), la elevará a 16.4 trillones frente a
un PIB de 14 trillones.
Antes de marearnos con estas
cifras abrumadoras y casi inimaginables, conviene enfatizar que estamos
hablando sólo de deuda contabilizada, pues el gobierno federal y los gobiernos
locales estadounidenses deben aún más dinero en obligaciones no contabilizadas
pero que les afectan legalmente. Me refiero, por ejemplo, a las inmensas
promesas derivadas de la seguridad social, Medicare y Medicaid entre otras, que
se multiplican y se acelerarán si la nueva ley del ramo, conocida como “Obamacare”,
llega a cumplirse a plenitud. Estas deudas asfixiantes eventualmente generan
intereses, más intereses sobre los intereses, en una carrera exponencial y
demencial hacia la ruina.
Hay economistas, no
obstante, que miran todo esto con condescendiente placidez, y aseguran que el
remedio para afrontar las montañas de deuda es hacerlas crecer hasta el
infinito y olvidarse del tema. Cuando tales expertos analizan situaciones como
las que hoy vive Europa, a raíz precisamente de su alocado endeudamiento, recomiendan
a los gobiernos gastar más. Pero la insensatez suicida de estos economistas es
poca cosa comparada con la de los políticos, sumergidos en la atroz dinámica de
la demagogia electoral democrática.
En Estados Unidos, el año
2011 empezó con los Republicanos asumiendo el control de la Cámara de
Representantes y prometiendo controlar el gasto público, y terminó con el
Presidente Obama pidiendo más dinero. Ahora bien, sería errado colocar la
responsabilidad del caos financiero que se avecina sobre los hombros de Obama
de manera exclusiva. Por desgracia, la dinámica de la demagogia electoral
democrática ha contagiado, unos más y otros menos, a casi todos los partidos y
prácticamente a todos los políticos en el Occidente avanzado. La dinámica
perversa de la demagogia electoral democrática atemoriza a los políticos y les
conduce a consentir y complacer a la gente, a decirles lo que desean escuchar
en lugar de procurar enseñarles y persuadirles, mediante una labor pedagógica
que exige paciencia y perseverancia.
Me temo que el partido
Republicano todavía está en busca de la claridad ideológica, el coraje político
y las figuras individuales convincentes que se requieren para plantear,
desarrollar y ganar de manera decisiva el crucial debate que tendrá lugar este año
2012 acerca del curso que Estados Unidos debe seguir hacia adelante.
La importancia de derrotar a
un demagogo formidable como Obama, que cuenta con el apoyo irrestricto de buena
parte de los medios de comunicación de masas, así como con la hegemonía ideológica
que aún ejerce la izquierda alrededor del mundo, obstaculiza a los Republicanos
articular un mensaje claramente antisocialista, dirigido a convencer a la
mayoría que EE UU debe tomar otro rumbo o acabará en el mismo foso de Europa.
El candidato Republicano, una vez escogido, tendrá el deber histórico de
detener la demagogia y la decadencia. Ignoro si el abanderado Republicano,
quienquiera que sea el seleccionado, será capaz de lograrlo; pero su misión es
clara e inequívoca y lo que está en juego afectará al mundo entero, pues el
camino actual es suicida.
aromeroarticulos1@yahoo.com
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