Fue como un
cuento. En diciembre de 1989, súbitamente, Vaclav Havel se convirtió en
presidente de Checoslovaquia. En pocas semanas, el escritor checo pasó desde de
la más absoluta indefensión a la cúspide del poder. Todavía a mediados de
noviembre la policía política continuaba aporreando a los disidentes y el
Partido Comunista mantenía las riendas del control social.
Vaclav Havel |
En la
tercera semana de noviembre comenzó la asombrosa Revolución de Terciopelo. Las
calles y las plazas se llenaron de miles de personas que, finalmente, se
atrevieron a manifestar lo que creían del sistema comunista, pero no se
aventuraban a decir: era un tormento horrible que debía terminar cuanto antes.
Comenzaron las huelgas. El régimen se desplomó. El comunismo teórico era un
disparate. El comunismo real, consecuentemente, se había tornado en una
creciente pesadilla. Havel le llamaba “Absurdistán”.
Hubo algo
sorprendente en el vertiginoso fin del comunismo checoslovaco. En febrero, los
eslovenos –entonces una república adscrita a la federación yugoslava— crean un
partido de oposición. Polonia, de la mano de Lech Walesa y con el impulso
masivo del sindicato Solidaridad, había comenzado a derrotar la dictadura en
las elecciones de junio. Los tres países bálticos, en agosto, pidieron la
independencia de la URSS. En octubre, los comunistas húngaros habían cambiado
de nombre y aceptaban el pluripartidismo. A principios de noviembre los
alemanes derribaban el Muro de Berlín. El 25 de diciembre los rumanos fusilaron
al dictador Nicolás Ceaucescu y a su pérfida mujer, la inefable Elena, para
poder dar inicio a los cambios. Un mes antes lo habían elegido por unanimidad
como líder del Partido Comunista.
Los checos,
en cambio, parecían rezagados. De pronto, la libertad llegó como un relámpago.
El 29 de diciembre Havel era elegido presidente por un Parlamento que no veía
otra salida a la crisis. Su figura se había agigantado al frente del Foro
Cívico, una organización que agrupaba, esencialmente, a escritores y artistas
disidentes. Era el primer país que rompía sin ambages la cadena moscovita e
iniciaba el entierro de las supersticiones marxistas. Seis meses más tarde la
inmensa mayoría de la sociedad le concedía sus votos a Havel.
Y aquí vino
lo bueno. Los agoreros pensaban que un escritor poco conocido, sin experiencia
política, y mucho menos burocrática, amante del jazz y del rock, bohemio y
tímido, que había pasado casi toda su vida adulta preso o perseguido, sería
incapaz de gobernar a un país que mudaba de sistema y se enfrentaba a la
inmensa tarea de corregir las arbitrariedades, errores, abusos y estupideces
cometidos durante algo más de cuarenta años de dictadura comunista.
Es verdad
que no fue fácil y en el trayecto, al poco tiempo, checos y eslovacos se
divorciaron por mutuo consentimiento (algo que hoy parece mucho menos
traumático que entonces), pero, en general, el escritor inexperto resultó ser
un gran estadista. ¿Cómo sucedió ese fenómeno? Ocurrió algo primordial: Havel
no conocía de leyes, pero había conocido la injusticia. No sabía economía, pero
sí experimentó la escasez y la falta de oportunidades. No tenía experiencia
gerencial, pero estaba dotado de sentido común, sabía delegar y escogía bien a
sus colaboradores. Era, además, una persona inteligente.
Havel tenía
un objetivo: devolverles a sus compatriotas el control de sus vidas. La
libertad era eso: la posibilidad de tomar decisiones sin coerción ni miedo. Los
checos, que una vez formaron parte del imperio austrohúngaro, habían visto cómo
los austriacos libres se habían convertido en ciudadanos prósperos de una
nación pacífica. Y habían comprobado que la Alemania libre era mil veces más
feliz y rica que la Alemania comunista. La regla de oro era obvia: había que tomar
decisiones y crear instituciones que fortalecieran la libertad individual.
Havel gobernaría desde los valores y los principios. El pragmatismo casi
siempre es el disfraz de los oportunistas y los inescrupulosos. El título de
una de sus últimas obras resumía su concepción de la política: El arte de lo
imposible.
Por eso
Havel me honró con su trato solidario. Cuando era presidente me recibió en
Praga, en el Castillo, públicamente, con toda la alharaca posible, para
subrayar su respaldo a los demócratas cubanos y su repudio a la dictadura de
Castro. Creía que los ex satélites europeos tenían una obligación moral con las
víctimas de la última tiranía marxista-leninista de Occidente. Los pueblos
habían sido hermanos en el infortunio y debían salvarse juntos. Cuando dejó de
ser presidente organizó un Comité Internacional por la libertad de Cuba y una
tarde me convocó a Praga para que presentáramos juntos un libro del gran poeta
cubano Raúl Rivero, entonces preso en la Isla. Lo hicimos en un café, como
cuando él luchaba contra la dictadura checa. Ya estaba enfermo, pero los ojos
le brillaban con fiereza. Era el fuego de la libertad.
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