Llueve y escampa -el proverbio tomado del refranero popular, que Carlos Andrés Pérez citó en una de sus numerosas batallas por sobrevivir a los ataques de los enemigos que lo acechaban- sintetiza muy bien los rasgos básicos de su conducta pública. Era, en el sentido aristotélico del término, unanimal político (zôon politikón). Un hombre que todo lo pensaba en términos del Poder. Esta aspiración, que sublimó llamándola “deseo de trascendencia” en numerosas entrevistas, fue la energía que moldeó su enérgica personalidad.
Durante su primera presidencia le tocó lidiar con una clase política bastante aldeana, acostumbrada a Presidentes austeros que se sentían más cómodos visitando cualquier ciudad del interior, que aventurándose a emprender giras por el mundo entero en busca de aliados y, ciertamente, protagonismo personal. Salvo escasas incursiones al exterior, los jefes de Estado anteriores a CAP no salían de Venezuela. Quererle disputar el liderazgo planetario del tercermundismo a Fidel Castro y descollar como figura internacional en esa Venezuela pueblerina, fue una osadía que sus enconados adversarios no le perdonaron.
La excusa perfecta para atacarlo de forma despiadada fueron los indudables errores que se cometieron durante su primer mandato. El más grave: la exacerbación del estatismo; el afán de construir un capitalismo de Estado sobre la base de la bonanza circunstancial de los precios del petróleo provocada por el embargo árabe. La “Gran Venezuela” se desplomó, no porque CAP fuera un megalómano, tal como predicaban sus detractores, sino porque los fundamentos conceptuales de esa visión del desarrollo –en boga en toda América Latina- estaban equivocados. En Latinoamérica reinaba la tesis cepalina del Estado fuerte, empresario, impulsor del mercado y la división interior del trabajo, promotor del desarrollo interno (endógeno), y con un sector privado sometido y dependiente del gasto público. CAP creyó en la conseja y condujo al país por un desfiladero. Sus adversarios, que defendían sus mismas ideas, le atribuyeron la debacle a los Doce Apóstoles y a la corrupción, supuestamente promovida desde Miraflores. Engaño puro. La corrupción fue un problema menor frente al error estructural sobre el que se montaron las políticas públicas. CAP fue el brazo ejecutor de una visión condenada a naufragar. Sus verdugos querían su cabeza y el Sierra Nevada les sirvió de excusa perfecta. Tan bufa resultó la maniobra que fue un hombre de izquierda, hoy figura prominente del chavismo, quien evitó su decapitación. Luego de la bonanza y el esplendor de su primer gobierno se habían desatado lluvias tormentosas. CAP sobrevivió.
Superado el episodio del barco vino su revancha. Contra viento y marea se impuso sobre el candidato de la ortodoxia adeca. Luego le ganó a Eduardo Fernández en la última gran elección protagonizada por los dos grandes partidos históricos del país, AD y COPEI.
En su segunda administración el contexto internacional había cambiado. Las monolíticas tesis de la CEPAL habían caducado. La Teoría de la Dependencia había sido abandonada hasta por sus progenitores. En el mundo entero predominaba el pensamiento liberal. Los logros espectaculares alcanzados por Inglaterra y España, y la franca recuperación de los Estados Unidos, indicaron que el camino no era más intervencionismo, sino mayor participación de la sociedad. El Consenso de Washington resumió el contenido práctico que debía orientar el comportamiento de los Estados de la región. Esas diez recomendaciones, llenas de sentido común, fueron acogidas por el naciente gobierno de CAP II. Además, el Presidente recién instalado impulsó la descentralización y la reforma del Estado. Los alacranes de antes, más otros que fueron agregándose en el camino, vieron la oportunidad de una nueva conjura. El estallido del 27-F, apenas tres semanas después de haber retornado a Miraflores, presagiaban que la lluvia comenzaría pronto. Fue así. Los brujos montaron el aquelarre temprano y no descansaron hasta defenestrarlo. El golpe del 4.F les vino como anillo al dedo. Un cuartelazo reaccionario y contranatura les sirvió de armazón para lanzarse como perros de presa en su contra. Por supuesto, la conspiración tenía que triunfar. Lo habían acorralado. La tempestad lo agarró solo y aislado. Pero, su salida marcó el inició de la larga agonía vivida por la democracia desde esa fatídica fecha.
En la paz del sepulcro -pienso que con placer- ve cómo las políticas de los países exitosos son similares a las que él intentó impulsar. Los intrigantes de ayer, hoy lo reivindican porque fue un demócrata a carta cabal. De nuevo escampa.
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