Leyendo días atrás un artículo en Internet, encontré una cita que me parece viene muy a propósito de la realidad política que vive Venezuela. Al final del texto, lo que el autor Carlos Castillo Peraza señala, considero se ajusta perfectamente a la coyuntura actual: “Hay una cosa peor que una república sin democracia, y es una democracia sin república”.
El desprecio por las instituciones del que somos azorados testigos en los últimos años evidencia a las claras que en nuestro país tenemos precisamente eso: una democracia sin república. Pero ¿qué es república? En “El Contrato Social” –capítulo VI “De la ley”– Jean-Jacques Rousseau define: “Llamo pues república a cualquier Estado gobernado por leyes, bajo cualquier forma de administración que fuere; pues solo entonces gobierna el interés público, y es tenida en algo la causa pública”.
Fácil es observar que las transas y manipulaciones mediante las cuales distintos actores o grupos de la clase política impusieron sus criterios para conformar ternas o designar autoridades de poderes del Estado y de importantes órganos del Gobierno a cambio de favores o prebendas tienen muy poco que ver con la definición de Rousseau.
Es decir, seguimos viviendo en un país en el que imperan los deseos de los hombres públicos, no las leyes. No son estas las que importan, sino los “arreglos” entre aquellos que se creen en el derecho de interpretarlas. República significa un “Estado gobernado por leyes”. Es decir, un Estado en el que se respetan las reglas del juego que nosotros mismos nos dimos libremente, en primer lugar a través de ese gran contrato social que es la Constitución Nacional de 1999.
Pero entre nosotros no es así, aquí cada uno se cree investido de la autoridad suficiente para determinar en qué ocasiones le conviene respetar el ordenamiento constitucional del país y en qué otras no. La clase política venezolana manosea de forma alevosa las instituciones. Las vilipendia, reduciéndolas a la simple categoría de cosas. Un día nombran a los integrantes de la Magistratura, otro día ponen presa a una jueza, pero no porque haya percibido que eventualmente se cometió una acción arbitraria, sino porque recibió algo a cambio que “justifica” la revisión de su decisión precedente.
En nuestro mundo político cada sector determina cuáles fallos del Tribunal Supremo de Justicia se deben cumplir y cuáles no. A nadie parece importarle que, si una sentencia es sospechada de haber sido dictada de manera espuria, lo que corresponde es aplicar los mecanismos institucionales para revertir el atropello, impulsar las acciones concretas destinadas a reparar el eventual daño ocasionado.
De lo contrario, se sienta un nefasto precedente para la salud de la democracia: ni las sentencias se acatan, porque son sospechadas de irregularidad, ni se aplican los remedios necesarios para evitar que, en el futuro, la máxima instancia judicial dicte fallos injustos, arbitrarios o directamente contrarios a las propias disposiciones constitucionales, quedando así el país sumido en una situación de caos institucional que, sin lugar a dudas, acarreará perniciosas consecuencias en la evolución del proceso político. Democracia sin república, eso es lo que tenemos. Lamentablemente, de allí al Estado fallido hay un paso muy pequeño. ¿Alguien lo estará advirtiendo?
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