Desde que, con la ayuda de terroristas islamistas, triunfó en las elecciones generales del 2004 que se celebraron tres días después del atentado sanguinario de Atocha en que murieron casi 200 personas, el gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) liderado por José Luis Rodríguez Zapatero ha cometido muchos errores, pero sería un tanto injusto acusarlo de ser el gran responsable de la crisis económica que se ha abatido sobre España.
Si bien por un tiempo absurdamente largo Zapatero procuró minimizar la gravedad de la convulsión financiera mundial que se dio en la segunda mitad del 2008 y nunca pareció entender que el estallido de la burbuja inmobiliaria tendría consecuencias devastadoras, es razonable suponer que de haber seguido en el poder el Partido Popular (PP) de Mariano Rajoy, el delfín de José María Aznar, no sería muy diferente la situación en que España se encuentra porque sus problemas no son coyunturales sino estructurales, por tratarse de un país cuya productividad es muy inferior a la de Alemania, el socio mayor de la Eurozona. Pero, como suele suceder en circunstancias como las actuales, el electorado español atribuye sus penurias al partido gobernante, de ahí el contundente voto castigo que le propinó en las elecciones municipales y autonómicas del domingo pasado. Fuera de Asturias, el PSOE se vio barrido en todas las regiones en que la ciudadanía tuvo una oportunidad para protestar contra la gestión de Zapatero y sus partidarios. De acuerdo común, en las elecciones generales del año que viene les aguarda una derrota de dimensiones históricas.
Aunque Rajoy ya puede saborear el triunfo que le parece asegurado y reclama el adelantamiento de las elecciones "para que el PP vuelva a la Moncloa" y no se "prolongue más esta agonía", sabrá que la tarea que espera emprender pronto no será del todo sencilla. Además de reactivar la economía e impulsar la creación de puestos de trabajo, el próximo gobierno tendrá que reconciliar a los españoles con una realidad muy dura. Si todo lo ocurrido últimamente pudiera achacarse a nada más que la inoperancia de los socialistas, solucionar los problemas más urgentes sería relativamente fácil, pero por desgracia la crisis tiene raíces muy profundas. Merced a las ventajas supuestas primero por su proximidad a países más avanzados de Europa como Francia y Alemania, cuyas inversiones y turistas aportaron mucho a la economía, y después por formar parte de la Eurozona, lo que sirvió para que durante años la tasa de interés fuera muy baja, España disfrutó de un período de crecimiento vigoroso, pero no se llevaron a cabo las reformas educativas y laborales que le hubieran permitido modernizarse plenamente y eliminar la brecha de productividad que la separa de Alemania. De no ser por el compromiso tanto de los socialistas como de los populares con el euro, España podría atenuar el impacto del descubrimiento tardío de su falta de competitividad devaluando la moneda, pero nadie quiere pensar en dicha alternativa por entender que los costos serían mayores que los beneficios.
Asimismo, si bien parece inevitable que gracias al clima de protesta que se ha difundido el PP vuelva pronto al poder, no le será dado recompensar al electorado creando enseguida millones de fuentes de trabajo no sólo seguras sino también aptas para los productos del sistema educativo español, ordenando aumentos salariales y tomando otras medidas destinadas a aplacar a los jóvenes que se sienten excluidos del sistema. Por el contrario, lo más probable es que, a pesar de la oposición intransigente de los sindicatos, flexibilice el mercado laboral y trate de reducir el gasto público, para concentrarse en estimular el sector privado. A la larga, una estrategia de tal tipo podría servir para que la economía española se hiciera más competitiva y que andando el tiempo sí generara los puestos de trabajo bien remunerados que tanto necesita, pero así y todo tendrían que pasar algunos años antes de que se hicieran sentir los resultados positivos esperados. Mientras tanto, los muchos que están protestando contra la incapacidad patente de los socialistas para satisfacer sus expectativas mínimas se ensañarían con los populares, acusándolos de privilegiar los intereses de los banqueros internacionales por encima de los de la mayoría.
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