Miguel no fue a trabajar hoy. No por gripe, ni tampoco
por reseca después de una noche de juerga. Su razón es mucho peor. Tuvo que
pedir permiso, a pesar de las consecuencias que eso acarrea, porque debe patear
la calle buscando la medicina que necesita su niñita. Desde hace días no la
encuentra y está desesperado. Le quedan pocas pastillas. Pero él y su mujer
saben que no pueden quedarse sin ellas: un día que la pequeña Marieta pase sin
su tratamiento, es un día que se le acorta la vida… Miguel sacude la cabeza
porque la sola idea de perder a su muchachita lo aterra. Por eso, no pudo ir a
trabajar hoy. Y si no trabaja no cobra. Pero, eso es lo de menos cuando lo que
está en juego es la vida de su hijita…
Aún el sol no ha salido en su barrio; ni en ninguno de
los barrios raídos que ahora abundan en esta nación. Todavía escucha cómo, a lo
lejos, los malandros aclaran sus diferencias, o se apropian de lo que no es
suyo, vaciando las cacerinas de las pistolas en la humanidad de sus contrarios.
Miguel no entiende en qué momento su barrio, ese a donde llegó aun siendo un
muchacho imberbe, pasó a ser una tierra azotada por muchachos aún más imberbes
que lo que fue él; pero, que no dudan ni un segundo a la hora de sumar un
muerto más en su prontuario. No, por eso, no es seguro salir a las cuatro de la
mañana. Tampoco regresar en la tarde más allá de las 6. Así que, resignado,
espera a que los choros y jíbaros se recojan y cesen su jornada. Mientras, su
mujer le recuela los restos de un café. El mismo café que una, otra y otra vez
echa en la malla de colar, con la esperanza de que aún suelte algo de sabor.
Enciende la radio y escucha una propaganda en la que el
líder del régimen ensalza los logros de su gestión. Miguel lo maldice -con
odio, mucho odio- a pesar de que aún le parece escuchar la voz de su madre
diciéndole que, ni en las peores circunstancias se debía maldecir al prójimo,
porque eso ofende a Dios. ¿Si su mamá estuviera viva, qué pensaría de la
situación del país? Imagina que, seguramente, a pesar de su devoción a la
Virgen del Carmen y a la misa de los domingos, la escucharía denigrando del
gobierno y renegando de cada uno de los que lo integran.
Miguel nunca, en todos los años que suma de vida, vio
tanta pobreza. Jamás convivió con tanta miseria. Es verdad, reconoce, que los
gobiernos anteriores al actual, también cometieron sus errores. Pero, los
salvaba la alternancia y la separación de poderes. Este régimen -no sólo lo
piensa él sino todos con quienes conversa- es igual o peor que la dictadura cubana.
Y recuerda que ya son casi 17 años los que lleva su país en manos de incapaces.
Un régimen que llegó como el cáncer que le acorta la vida a su Marieta. Un
gobierno que desapareció, sin dejar mayores huellas, la riqueza más abundante
jamás vista en la nación y el mundo entereo. Mequetrefes sin trayectoria que de
la noche a la mañana se hicieron del poder, y no tienen intenciones de
soltarlo. Pobres lame suelas, sin trayectoria ni cuentas bancarias que de la
noche a la mañana, derrochan lujo y abundancias… Y él, honrado de formación y
corazón, maldiciendo desde las entrañas a quienes por ambición y mañas,
llevaron al país a una situación que pone en peligro la vida de su muchachita.
Mientras, baja las escaleras para llegar a la parada de
autobús, se topa con un ladrón rezagado que, revolver en mano, le arrebata a
una señora la cartera. Aún no se acostumbra a que sean más las veces en las que
ve atracos y violencia, que la cordialidad y los “buenos días” de sus
paisanos. Se sube a un autobús
abarrotado y destartalado. Con cauchos lisos y repuestos improvisados. Y
contempla las calles envejecidas, sucias. Enumera las casas y edificios que se
suceden uno tras otro, luciendo sus fachadas desteñidas y agujereadas. Y los
carros, que ya parecen del siglo pasado, híbridos parapeteados con muchos
modelos, cuyos conductores se ufanan en seguir rodando. Comercios vacíos, con
vidrieras rotas. Ostentando en las entradas letreros en los que se lee “no
insista, no hay” o, el cada vez más frecuente, “cerrado por saqueo”. Esa no era
la cara que lucía su ciudad. Ni sus habitantes, cuyos rostros son hoy el
retrato del hambre, enfermedades, miedo y desesperanza. Un paisaje que dista
mucho de ser un edén y se asemeja más a la desolación.
El sol aprieta y revuelve los aromas pestilentes de las
aceras. Son más de diez las farmacias que ha visitado y en las que solo ha
encontrado “no” como única respuesta. Pero, se niega a aceptarla. Porque esa
respuesta es para su Marieta una condena. Alza la mirada al cielo. Azul, como siempre. A pesar de que otros se
empeñan en pintarlo con grises. A veces, lo tiñen de rojo. Por momentos lo
invade la derrota. Pero, no puede perder la esperanza. Se seca el sudor,
respira hondo y se enrumba de nuevo a dar la pelea.
José Domingo Blanco (Mingo)
mingo.blanco@gmail.com
@mingo_1
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