Ciertamente,
uno de los graves problemas de la democracia es su ejecución, a saber: ¿en qué
sentido tiene la democracia el valor de ser practicada tanto por gobernantes
como por los propios ciudadanos? En estos días he leído con dedicada atención
un libro de Rafael Caldera con prólogo de Fernando Luis Egaña, en el que
plantea con brillantez el problema de la democracia como un desafío
gubernamental. El libro es extraordinario porque, entre muchos de sus temas,
nos narra las experiencias personales de un gobernante como lo fue Rafael
Caldera y los inconvenientes que encontró para la práctica de la democracia
como sistema político.
En efecto, al enumerar los grandes males y los muchos más que existen, como la pobreza, el desempleo, la falta de educación, la corrupción, la marginalidad urbana, el populismo y el más pernicioso, la tentación caudillista, asume la perseverancia y la política de arrimar a favor de la libertad y engrandecer el estímulo a la población para que de una u otra forma escoja el camino de la democracia como forma de vida y como medio de relación social, lo cual impone sacrificios y honestidad, dice el estadista, en el ejercicio de las funciones de los gobernantes.
A
nuestro parecer, el desafío de la democracia está igualmente en las manos de
los propios ciudadanos. Es decir, de aquellos habitantes que nos creemos con
derechos para reclamar a los poderes públicos los deseos individuales y
colectivos que son insatisfechos y que afincan en todo caso nuestra condición
de seres humanos y partícipes esenciales en un espacio donde debemos satisfacer
nuestras inquietudes y anhelos. Es allí, desde luego, donde la encrucijada se
abre a expensas de las múltiples interrogantes que a tales efectos se producen.
La democracia se perfecciona, entonces, en la medida en que los ciudadanos de a
pie la hagamos respetar y obedecer.
En
estos últimos años de severa autocracia en nuestro país, la experiencia
deshonrosa sufrida por los ciudadanos ha sido justamente un problema de
dimensiones nacionales y universales, y es el hecho de que los ciudadanos
venezolanos han sido incapaces –lo expreso con tristeza– de reaccionar frente a
las violaciones consuetudinarias de este régimen tan oprobioso que ha
mancillado la idiosincrasia del pueblo. Allí se denota un problema sustancial,
y para males, es el hecho de que los partidos que abundan en nuestro medio
actual no han correspondido sanamente con un análisis real y objetivo de la
política social y han sido meros conductores electorales. Por otra parte, se
encuentra el régimen actuando sin ningún escrúpulo para hacer y deshacer contra
las instituciones democráticas, aquellas que justamente Rafael Caldera en su libro
dice y con sobrada razón, tanto sacrificio ha costado a Venezuela crearlas y
desarrollarlas.
No hay democracia sin ciudadanos, sin instituciones y sin libertad; es decir, sin un sistema integral y político que inste a la participación y a la armonía social en todos sus aspectos, que le confiera validez y eficacia, pero aunado con una condición esencial y es que los ciudadanos se unan y reaccionen a favor de ella, contando con los medios personales y colectivos para lograr que la democracia se imponga, no solo como un valor primordial sino que exista el convencimiento ético de que todos debemos actuar con la fuerza necesaria y persuasiva para imponerla.
Tantas
situaciones en nuestro país pudiéramos haber evitado si fuéramos reales
ciudadanos y no simples habitantes que conviven en un espacio geográfico.
De ser ciudadanos ya se hubiera evitado la existencia de un régimen que degrada nuestra situación personal. Si fuéramos ciudadanos no permitiéramos la diáspora de venezolanos profesionales que a diario se van a países diferentes por cuanto consideran una esperanza para una mejor vida. Nos falta entonces valentía, ciudadanía, patriotismo, en fin, valor y determinación. Así lo creo.
Gustavo
Briceño Vivas
gbricenovivas@gmail.com
@gbricenovivas
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