Creía imposible sentir mayor repugnancia que cuando leí
“Los juristas del horror” de Ingo Müller, quien relata los excesos de la
“justicia” envilecida, dependiente de los amos del poder en la Alemania nazi,
en donde los abogados (expurgados los de origen judío, por supuesto) debían
jurar su lealtad permanente al Führer Adolf Hitler, líder de la nación y del
pueblo alemanes, administrar justicia en concordancia con las decisiones
políticas de los líderes del Estado alemán y con ello, justificar cualquier
atropello contra seres humanos cuyo único delito era discrepar de la opinión
oficial o pertenecer a grupos étnicos condenados a priori por el mero hecho de
su existencia.
Con ingenuidad pensé que tales excesos, producidos en un
país remoto presuntamente culto y un tiempo ya lejano, no se vivirían en esta
Venezuela moderna, que ya habría superado las sangrientas dictaduras del siglo
XX y las violencias inhumanas de quienes en cualquier período se creen
amparados en un poder sin límites.
Me equivoqué. Con la sola diferencia de magnitud en
números (millones allá, decenas o cientos aquí; uno solo ya sería uno de más),
el horror se instala en nuestro corazón cuando abrimos el libro “Afiuni: la
presa del Comandante”, del periodista Francisco Olivares.
María Lourdes Afiuni, juez titular del Tribunal 31 Penal,
el 10 de diciembre de 2009, Día Internacional de los Derechos Humanos y víspera
del Día del Juez para mayor ironía, dicta una sentencia a favor de Eligio
Cedeño porque en su caso se había violentado el debido proceso. Como quiera que
el gobierno (léase Hugo Chávez) tenía especial interés en condenarlo (“Cedeño
es un preso del presidente”, le dijeron), la decisión de la jueza Afiuni
enfureció al führer local quien en cadena nacional la condenó a 30 años de
presidio, en claro mandato a los administradores de justicia, que una vez más
bajo este régimen, actuarían sin la independencia de poderes propia de
cualquier democracia.
A partir de allí, el vía crucis de María Lourdes ha sido
seguido con consternación dentro del país y fuera de él, originando múltiples
pronunciamientos de importantes organizaciones nacionales e internacionales
dedicadas a los derechos humanos. Desde la ONU, la OEA, la Unión Europea y
otros similares hasta intelectuales afectos al régimen como Noah Chomsky, han
abogado por ella, sin que el comandante se haya conmovido.
Una cosa es seguir esas noticias y apoyar las iniciativas
en favor de Afiuni y otra muy diferente es vivir el día a día de su prisión en
el INOF a través de la narración de Olivares. Convivir con ella a través de la
lectura, en una celda de dos por tres metros cuadrados, paredes cubiertas de
sangre y excrementos, un pequeño baño que permanentemente drena aguas negras
hacia el piso de su celda donde las ratas surfean, donde las demás internas
penetran amenazantes, es acercarse a la infamia a que la forzaron sus colegas
jueces, fiscales, autoridades del penal (la exdefensora del pueblo del estado
Miranda, Raiza Bastardo, asegura que la jueza Afiuni recibió un trato
privilegiado mientras estuvo recluida en el Inof; según esa versión, María
Lourdes estaría en un resort de lujo).
Nombres que no deben ser borrados de la memoria surgen en
la narración, porque llegará el día en que la justicia recupere su razón de
ser: Alí Paredes, Daniel Medina, Williams José Guerrero, Leydis Azuaje, la
innombrada directora del penal (Isabel González) y ese personaje anónimo para
nosotros que impone en ella la humillación mayor que una mujer puede sufrir.
“Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza”,
consigna del Infierno de Dante, debería ser también lema en el INOF y en
cualquier cárcel venezolana. Las mujeres que se pasean por las páginas del
libro están inmersas en la depravación a que las induce el envilecimiento del
ambiente en donde malviven 973 mujeres en lugar de las 200 que caben en el
diseño. Maltrato, amenazas, promiscuidad, prostitución, drogas, armas, son
moneda de uso en el retén, mientras la directora y la Guardia Nacional
(¡Bolivariana!) actúan como cómplices por acción u omisión.
Y la soledad: quienes habían sido sus amigos le dan la
espalda para no comprometerse, la dejan sola. Jueces ¡sus compañeros! que
cerraban las puertas de sus despachos mientras ella era transportada esposada
como si fuese un delincuente peligroso, por miedo a perder sus empleos o ver
bloqueados sus ascensos. “Jamás pensé que la mayoría asumiera esa actitud. La
de esconderse y doblegarse”. Nada de qué asombrarse, María Lourdes. Así fue en
la Alemania nazi, así fue en la Italia fascista, así ha sido siempre. Ante el
abuso de poder, sólo unos pocos se alzan. Pero son esos pocos los que
invariablemente han cambiado el mundo en cada momento histórico sombrío.
Si tanta sevicia fuese la única imagen, tendríamos que
concluir que como sociedad no tenemos salida. Pero afortunadamente, la
ignominia se ha topado con la entereza de muchos. Comenzando por la propia
jueza Afiuni, la presa del comandante, que ahora –tres años más tarde y
recluida en su casa en función de cárcel- mantiene la dignidad de quien sabe
que actuó en justicia, que sin habérselo planteado se ha convertido en un
símbolo para nosotros, junto con muchos otros presos políticos (en estos días,
las vejaciones físicas y psicológicas contra Simonovis, con el objeto de
“quebrarlo”, han sido reseñadas en la prensa), presos que injustificadamente
cumplen condenas basadas sólo en el capricho presidencial, sin argumentos
jurídicos que las sustenten.
Además de su familia, que comparte con ella el dolor,
nuevos amigos le hacen sentir que no está sola: organizaciones de todo tipo la
respaldan, el país está pendiente de su causa. Ante la mirada insolente de
algunas mujeres en el poder que lejos de solidarizarse con María Lourdes, la
condenan y continúan amenazándola (ahora con eventuales juicios por
“difamación”), muchas otras mujeres y asociaciones de mujeres se levantan
dignas para expresarle su respaldo, entre ellas la Magistrada Blanca Rosa
Mármol de León, que prologa el libro.
Y los enfermos del Hospital Oncológico que en su humildad
y en medio de sus propios infortunios le han rendido honores y aplausos, a la
vez que dirigen insultos a la Guardia Nacional, cuando ha caminado esposada por
los pasillos del hospital para recibir los tratamientos médicos
postoperatorios, consecuencia de los abusos físicos y psicológicos a los que
fue expuesta durante su permanencia en el INOF. Consultas clínicas en las que
la tropa opresora quería entrar para actuar de testigos, en pretensión de
violar la privacidad del acto médico. Y en donde el ginecólogo tratante,
Francisco Medina, actúa con el coraje que le dan sus convicciones éticas para
repeler el asalto.
“Para mí, fue como un honor que no me parecía merecer.
Los humildes enfermos del Hospital Oncológico nos dan una lección de valentía,
de sentido de la vida, de honestidad y de una expresión de otro país que no se
ha corrompido”.
También para nosotros, María Lourdes. Tú, ellos, los
innumerables presos políticos de este régimen autoritario y tantos otros
defensores de derechos humanos que sería largo enumerar, representan la
dignidad que se perfila en esa Venezuela mejor que nos está esperando.
Gioconda San Blas
gioconda.sanblas@gmail.com
@daVinci1412
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