“El recuerdo es la
idealidad, y pide por tanto esfuerzo y responsabilidad; la memoria es
indiferente. En el recuerdo se gira un cheque contra la eternidad; ésta tiene a
todos por solventes, pero no tiene la culpa de que un hombre se autoengañe y se
acuerde en lugar de recordar (lo que cae bajo la memoria cae también bajo el
olvido). La memoria hace que la vida sea más despreocupada. Se juega a ser
muchas cosas, aunque ya se haya sido otras muchas; luego se muere uno, y ya se
es inmortal; pero no se lleva uno nada que recordar en la eternidad". (In
vino veritas, William Afham)
Una acotación
necesaria…
No creemos que exista
mayor incertidumbre si aceptamos en principio que el lenguaje es factor fundamental
en la transmisión de valores, pensamientos, creencias, acciones políticas,
describe aspectos de nuestra cultura e igualmente, sirve para la persuasión en
la lucha por el poder y el deseo de imponer ciertos órdenes y convivencias.
Sin lugar a dudas el
fallecido Presidente Chávez le dio un giro copernicano al estamento militar, al
menos en sus presupuestos básicos, y aunque para muchos no haya producido
cambios visibles en la praxis ética de la libertad en términos sartreanos han
sido más bien donaltruneanos, pero en la interioridad del imaginario popular,
el discurso, el enunciado, modos y formas son otros radicalmente diferentes, ha
operado una alteridad con respecto de antes del 98. Lo he reiterado Ab initio,
desde 1999, se están operando cambios de significados y significantes síntomas
de un nuevo ciclo histórico, que se
origina ya el país, y tomemos arbitrariamente algunos hitos, el que
irrumpió alrededor de la declaración de la independencia, frente a el hubo una
dura respuesta popular que encarno Boves, en su ausencia la recoge Páez,
Bolívar y el liderazgo independentista bajo su égida lo adscribe le da perfil
propio el cual se revela en Angostura
con ese novel lenguaje señalo un perfil al país soñado y le dio cuerpo en los
subsiguientes cinco años que inspiro y concibió a Carabobo, quebrantado con el
deslinde de Cundinamarca, que reclamaron la oración tradicional monárquica, en
el inicio de la República liberal sus pensadores imponen el discurso del
despotismo ilustrado, hasta que surge puesto en escena un enunciado con
radicalidad frente al agotamiento del liderazgo libertador de Páez, Urdaneta y
Monagas y demás, y fue la Revolución Federal que a pesar de su impacto en la
sociedad por su ideologización
virulenta, finalmente se postró, surgiendo un intento de forjar y falsear una
visión cultural de afrancesamiento de nuestras elites a través del positivismo
con un modelo educativo que tuvo un estela importante como idea central del
gobierno delirante del llamado Guzmancismo, esto dio paso a una expresión
occidental llamada la llegada de lo chácharos con modos y formas que los
centralistas hicieron mofa, pero que no fue cortafuego suficiente para que se
hicieran del poder y se extendieran hasta la dictadura homicida de Gómez, y el
final de ese ciclo insurge desde la canteras de la intelligentsia civilista
democrática con vocación política (a diferencia de la intelligentsia
Positivista, hipócritamente apolítica, que sirvió de escalón a las dictaduras
de todo pelaje) la primera expresión de verdad que se tiñe de las propuestas de
modernidad con contenido nacional, imponiéndose en el imaginario, primero como
apuesta radical por los más débiles, y con el duro transito de nuevo por un
gobierno tiránico vuelven ya con una articulación de lo que seria una
concepción de Estado democrático, la que la teorización ha llamado democracia
representativa, que predominó por un periodo de cincuenta años. Hoy lucimos
desconcertados frente al lenguaje inaugurado por Chávez en (febrero de 2002),
que alcanzó su cúspide en 1999, con la
imposición a cal y canto de un proceso constituyente frente a las deshilachadas
fuerzas herederas de la democracia que la dejaron naufragar en sus manos. Como
lo refrendó en su discurso el 5 de julio el General en Jefe Vladimir Padrino López,
“hoy gobierna el alto militar que se fraguo en los eventos, en los cuarteles y
en la calle junto al calor de los movimientos populares”, que los condujo a una
contundente victoria, frente al residual mezquino de las vencidas
instituciones, que más que derrotados fueron desbordados por los hechos. En ese
momento con un país lesionado severamente en su fragilizada institucionalidad,
pretendieron mismos factores hijastros del 13 de abril, sumados una que otra
expresión emergente en darle carácter insurreccional, con algunas sugerencias
enviadas de la Nueva Babilonia, adicionando contraseñas como el discurso de
Donald Trump. Por eso El General Padrino López advirtió,”nada fuera del voto”.
(La verdad oculta, es mayor que la manifiesta).
A finales de la década
de los 80 y comienzos de los 90, América Latina vivió también lo que Samuel
Huntington (1994) llamó Tercera Ola democrática. Transcurrida el júbilo inicial
pronto se revelaron fuertes crisis que pusieron de manifiesto la necesidad de
fortalecer la institucionalidad democrática que se había extendido en
Latinoamérica.
Estas transiciones a
las que hacemos referencia, pronto se vieron confrontadas con una serie de
obstáculos producto de costumbres, valores y creencias, poco afines a las
prácticas democráticas, así como a los desafíos económicos derivados de la
transnacionalización de la actividad productiva y financiera. A mediados de la
década de los 90 todas las democracias de la región mostraban graves crisis,
producidas por demandas que desbordaban la capacidad de respuesta de los
sistemas políticos, crisis de empobrecimiento social, debilidad institucional,
ingobernabilidad, y demás.
Al final de los años
90 y comienzos de la primera década del tercer milenio, emergen nuevas
propuestas políticas que se proponen re-significar el concepto de democracia en
la región. Profundizando sus contenidos sustantivos, especialmente en lo
económico y social, y en la intensidad de la participación ciudadana, para
intervenir activamente en el proceso de toma de decisiones colectivas. Quizás
lo más propio de este proceso de re-significación de los contenidos de los
regímenes democráticos no fue la prescindencia de significados anteriormente
convalidados, sino la agregación de otros nuevos valores que se pretendían con
igual rango de escala.
Pero este proceso no
ha estado exento de contradicciones y tensiones. En esta última década a lo
largo del continente latinoamericano, y, de manera especial, en la región
andina, y en Venezuela, de modo muy particular, se pueden verificar los
siguientes interrogantes:
¿Cuáles son los modos
de transformación social compatible con la democracia? Es mediante un proceso
gradual de reformas, en procesos de diálogo y negociación, cuya referencia
obligada es el marco del Estado de derecho vigente consagrado mediante los
procedimientos democráticos convencionales. O es mediante un camino
revolucionario, es decir, siguiendo el paradigma de las revoluciones modernas,
en el que la transformación de las sociedades pasa por un estadio previo de
liberación, entendida como autonomía de todas las formas de coerción que
impiden alcanzar la felicidad del pueblo. “Ser libre de la opresión para llevar
adelante el fin proyectado es la condición necesaria para construir formas de
libertad en positivo: la libertad y la propiedad, los derechos civiles y el
gobierno constitucional”. (Arendt, Hannah: Sobre la revolución, 1963)
¿Quién es el sujeto
que impulsa las transformaciones? En el caso latinoamericano, en los últimos 20
años, se ha acumulado un extenso vacío de representación. Ha sucumbido la
institucionalidad del Estado, la capacidad de representación de los partidos
políticos y de las organizaciones clásicas de la sociedad civil, como los
sindicatos, agrupaciones patronales, intelectuales, para canalizar las demandas
sociales. En medio de este vacío han emergido dos modos de canalizar los
cambios: a través de lo que se ha llamado “las democracias representativas” o a
través de las “democracias participativas”. La primera afloraron Gobiernos de derecha donde los crímenes de
género despuntaron y la homofobia se fortaleció. El racismo, especialmente a
pueblos indígenas, se extendió como práctica generalizada. No existían
políticas eficientes en materia de salud pública; el narcotráfico se trataba
desde las esquinas; las desapariciones se institucionalizaron como herramienta
para garantizar la seguridad y el orden social. Los índices de analfabetismo se
elevaron. La protección ambiental no era considerada como un tema relevante en
la agenda pública, tampoco la homogenización de oportunidades., en la segunda
la participación se delega en un líder en específico, mediante elecciones
periódicas, la dirección del proceso de cambio. A este guía, una vez legitimada
su jefatura mediante elecciones, se le conceden todo tipo de facultades para
gobernar, dejando en última instancia el veredicto de sus acciones al dictamen
de la voluntad popular. Del poder. El socialismo del siglo XXI incluyó en su
discurso la redistribución de las tierras con políticas rigurosas. Se han
pasado de un extremo a otro y sin considerar prácticas democratizadoras que
analicen las realidades de forma pormenorizada, menoscabando los derechos
individuales y colectivos. Una cadena de abusos con nombres distintos, muy
propio de la derecha de ejercer funciones desde la prepotencia y la soberbia,
características también de este nuevo socialismo. Ambos criminalizan la
protesta y descalifican, usando el poder estatal contra cualquiera que
cuestione el régimen. Por ello es invariable
encontrar en estos nuevos líderes rasgos de las cabezas de la derecha.
En las democracias de
los pueblos o de ciudadanía se entiende que los miembros del agregado social,
poseen un conjunto de derechos inherentes a condición de personas, por lo que
se constituyen en sujetos activos y protagónicos de la soberanía frente a las
instituciones de gobierno.
Sin embargo, dado que
en América Latina nos encontramos con lo que se ha llamado “ciudadanía de baja
intensidad” (Guillermo O’connell, 1993), en la que una gran mayoría no sólo
carece de derechos sociales básicos, limitándose sus oportunidades, sino que
también está sometida a una gran diversidad de violencias, porque carecen de
bienes institucionales básicos: acceso a la justicia, igualdad legal,
protección, etcétera, la democracia de la ciudadanía no pasa de ser una
aspiración deseada, y, lamentablemente, objeto de ofertas demagógicas.
¿Cuál es el modelo
ansiado? También está en tensión cuál es el modelo de sociedad al que se
aspira. En los últimos veinte años se ha puesto en discusión si lo que
pretendemos como sociedades en el continente latinoamericano es la construcción
de una democracia social o una versión actualizada de socialismo. Por
democracia social se entendería algo así como una sociedad donde la ciudadanía
sea integral, donde los derechos no se limiten al campo civil y político, sino
que se extiendan al campo social. Comprende al ciudadano como individuo
referenciado socialmente, actuando como actor político, social y económico,
participando activamente de manera directa e indirecta en la conformación de
las decisiones públicas. Con un Estado que se entiende como facilitador
institucional de los procesos sociales, regulador de las relaciones de
producción e intercambio, para garantizar el bienestar social colectivo, cuyas
reglas de juego se enmarquen en el Estado de Derecho diseñado y consagrado
mediante los procedimientos convencionales de la democracia liberal, que
inevitablemente se ha devaluado.
El auge reciente de
la izquierda en América Latina, ha puesto de nuevo el tema de la construcción
del socialismo en la agenda de la opinión pública, de la investigación y
discusión de teóricos y en el discurso político actual. La extensión y gravedad
de los problemas sociales generados por el modo de producción capitalista
imperante en todo el mundo, las consecuencias negativas de la implantación de
políticas económicas exageradamente optimistas en la promoción del mercado, la
inestabilidad de los sistemas democráticos liberales y el auge de los
movimientos populares, constituyen, el contexto de esta discusión. El
socialismo se ha presentado como una
opción para alcanzar una mayor justicia social, pero se ha hecho suficiente
esfuerzo por actualizar y justificar sus contenidos básicos a las
características del siglo XXI. ¿Esos puntos han están realmente en discusión?:
¿Cómo se diseña y produce la ideología socialista? ¿Cuál es su función? ¿Quién
y cómo socializan los medios producción? ¿Cuál es el lugar del Estado en el
control de los medios de producción y las formas de intercambio? ¿Cuál es la
relación entre democracia directa y el todo social? ¿Cuál es la esfera de la
propiedad privada?
Deducimos por sujeto
político el modo de comprender lo político y darle sentido a sus prácticas,
desde su fundamentación racional, valorativa y simbólica. Lo racional está
compuesto por aquel conjunto de ideas que orientan y dan contenido lógico a los
programas y doctrinas políticas permitiéndoles establecer metas y objetivos
verificables y medibles. Lo valorativo hace referencia a la aceptación de
determinadas ideas y prácticas como bienes estimables y necesarios para el
desarrollo de una vida verdaderamente humana. La dimensión simbólica se refiere
a aquello que vincula emocional y afectivamente a los seguidores de un proyecto
político, con su programa liderazgos e instituciones. Así entendida conforma la
base de legitimidad de un régimen político. Por ello, para nosotros, hay que
seguir profundizando sobre estimaciones de lo que sobre la democracia se busca
conocer las bases que propugnan la admisión y acatamiento a las formas de
gobierno y Estado democráticas vigentes, así como los procesos de desobediencia
que buscan cambios frente a las formas políticas actuales.
Ya Carlos Rey
adelantaba (Caracas, ITER-UCAB, 2003) ultimaba que a partir de estas
referencias, que resulta, por tanto, que un Estado que reconoce al pueblo como
titular de la soberanía y del poder constituyente (y que en este sentido podría
ser calificado como democrático) puede estar acompañado de formas de gobierno
no democráticas. Existe una notoria debilidad del Estado democrático en el
hecho de que el pueblo, en cuanto sujeto de la soberanía y titular último del
poder público, es una entidad puramente abstracta o ideal que, al no estar
permanentemente organizado, no puede hacerse presente ni manifestar su voluntad
frente al gobierno sino muy ocasionalmente (en las pocas ocasiones
extraordinarias en las que se le somete a consulta una nueva Constitución) o de
manera intermitente (en las elecciones periódicas). En teoría el pueblo es la
fuente última de toda autoridad, pero frecuentemente esto no es sino una mera
imputación o ficción jurídica. El poder del pueblo es en gran parte puramente
nominal, en tanto que el poder real y efectivo está en manos de estos últimos.
Resulta así que, a menos que el Estado democrático esté acompañado de formas de
gobierno o de instituciones también democráticas, que permitan al pueblo
controlar efectivamente a los gobernantes y, en el extremo, desplazarles del
poder cuando su conducta sea insatisfactoria, el poder último que se atribuye
al pueblo no pasa de ser una ilusión. Eso explica el que la mera idea de un
Estado democrático sin gobierno democrático, resulte insatisfactoria; y explica,
también, que no pocas veces los enemigos de la democracia estén dispuestos a
reconocer la soberanía nominal del pueblo, siempre que ellos conserven el
control del gobierno.
“pasa
el tiempo y el segundero avanza decapitando esperanzas”…
Pedro R. Garcia M.
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