Hace poco más de un mes publiqué en otro medio un artículo «La ciudad se desvanece» que algunos amigos criticaron por lo que les pareció un pesimismo exagerado. No creo en verdad que en él hubiera exageración alguna y hoy volvería a suscribir todo lo que entonces dije y más
Hace poco más de un mes publiqué en otro medio un artículo «La ciudad se desvanece» que algunos amigos criticaron por lo que les pareció un pesimismo exagerado.
No creo en verdad que en él hubiera exageración alguna y hoy volvería a suscribir todo lo que entonces dije y más, pero en cambio sí debo reconocer que hubo cosas importantes que no dije, en parte por la escasez de espacio pero también por la indignación que produce la animadversión del régimen contra las ciudades.
Y es que si ciertamente la ciudad material se desmorona, la espiritual, la de los ciudadanos, no sólo ha resistido en medida considerable la agresión letal que significa la doble presión del deterioro del medio físico y la ruina moral ejercida por esta singular «revolución», sino que en un número importante de casos ha revelado una fortaleza ética y una creatividad ciudadana que en buena medida permanecían escondidas, quizá por la misma benevolencia del medio anterior.
Uno de los aspectos más destacados de lo dicho tiene que ver con la industria editorial: con Monte Ávila y la Biblioteca Ayacucho, ambas del Estado, la república civil dio una contribución excepcional tanto en el estímulo a la creación como en la profundización y consolidación de la conciencia ciudadana; a partir de 1999 las dos, si no han desaparecido, han terminado por desvanecerse.
Pero los espacios que abandonaron han sido ocupados con mucha eficacia, pese a la crisis que nos golpea, por un importante número de editoriales privadas, algunas que venían de antes pero que han multiplicado su actividad y otras, a veces muy pequeñas pero con productos de gran calidad, nacidas en medio de ese vacío.
Aunque es difícil jerarquizar y antipático individualizar, quizá conviene mencionar a la Fundación Empresas Polar por el esfuerzo sistemático y sostenido por avanzar y profundizar en el conocimiento de nuestra sociedad, desde Venezuela siglo XX hasta la reciente Suma del pensar venezolano pasando por la monumental GeoVenezuela, posibilitado sin duda por el apoyo que le significa inscribirse en el conglomerado empresarial privado más importante de la Venezuela actual (y también el más acosado por el régimen), pero inexplicable sin el talento y la perseverancia de los ciudadanos de carne y hueso que han concebido y hecho posible cada uno de esos grandes proyectos.
En un contexto dominado por la pretensión de imponer un pensamiento único y una bastarda hegemonía comunicacional era fácil pronosticar, si no la desaparición al menos la banalización de la actividad teatral.
Pero resulta que la gente de teatro no se entregó y que ahora, pese a haber sido despojados de los magros subsidios públicos del pasado y con las puertas cerradas en la mayoría de las salas controladas por el régimen, han multiplicado y diversificado de manera extraordinaria su actividad.
Y esto pese a que la inflación galopante sumada a la necesidad de autofinanciarse ha elevado considerablemente el precio de las entradas y la inseguridad ha ido obligándolos cada vez más a horarios de matiné.
La Cinemateca Nacional no sólo es hoy un vago recuerdo del pasado, sino que incluso está perdiendo valiosas obras de su archivo por el inadecuado mantenimiento.
Pero también aquí ha habido una respuesta ciudadana: si bien por la calidad de la programación, de la proyección y del ambiente descuella esa versión del cine de ensayo que es Cinestesia, múltiples iniciativas municipales y vecinales han diversificado y descentralizado la oferta del cine no comercial.
El espacio no alcanza para cubrir las innumerables iniciativas que germinan en el desierto de esta sedicente revolución, pero los ejemplos citados deberían bastar para mostrar cómo esta ciudad, gravemente lesionada en su cuerpo físico, sigue viva en el acerado espíritu de muchos ciudadanos.
Marco
Negron
@marconegron
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