TRINO MÁRQUEZ CEGARRA |
A Hugo Chávez se le
dijo de todas las formas posibles: no destruya la producción interna, no
acorrale a la propiedad privada, no confisque, no nacionalice, ni expropie
activos que pertenecen a empresarios con larga experiencia, no importe de manera irracional, ni se endeude para
financiar gasto corriente, no mantenga indefinidamente el control de cambio y
de precios, reduzca las regulaciones, no acabe con el Fondo de Estabilización
Macroeconómica, ni anule la independencia del Banco Central, no dinamite la
meritocracia. No imponga el socialismo del siglo XXI porque es un sistema
anacrónico y fracasado, que marcha a contrapelo de la historia.
Haga todo lo
contrario: aproveche los altos precios petroleros para fortalecer el aparato
productivo nacional, alíese con los industriales y empresarios para que el país
dependa cada vez menos de las importaciones, ahorre divisas en el FEM, así
evitará que la volatilidad del mercado petrolero afecte la economía nacional,
aproveche las ventajas comparativas y competitivas de Venezuela con el fin de
obtener los mayores beneficios posibles de la globalización, proceso
indetenible e irreversible.
Ningún argumento
racional lo convenció. Optó por persistir en el fracaso. Inventó la quimera del
Estado Comunal y la economía popular. Intentó crear un capitalismo de Estado
afincado en la expropiación y confiscación de
industrias privadas altamente productivas y eficientes. Reestatizó la
Cantv, Viasa y Sidor. Estatizó empresas productoras de aceite comestible
(Diana), café (Fama de América), cemento (Cemex), hoteles (Hilton),
fertilizantes (Agroisleña), válvulas (Constructora Nacional de Válvulas). Ensanchó el Estado hasta convertirlo en un
gigante obeso, lento e insaciable, que
devora la mayor parte de los recursos que ingresan al país. Creó el ambiente
para que prosperaran la corrupción y los negocios turbios tras la sombra de los
funcionarios.
Este fue el legado
que le dejó Chávez al heredero: un Estado paquidérmico y envilecido moralmente,
unos empresarios acorralados, unos trabajadores acostumbrados a rendir lo
mínimo y una sociedad habituada a la dádiva. Este patrón, mezcla de socialismo
con populismo, colapsó ahora que los precios del crudo se derrumbaron.
La
Conferencia Episcopal, a través de monseñor Diego Padrón, dibujó el panorama
con la precisión de un pintor renacentista. En Venezuela fracasó
–de nuevo- el comunismo, así de sencillo, y no habrá posibilidades de
contener la inflación, resolver la escasez y el desabastecimiento, recuperar la
confianza de los consumidores y acabar con las largas colas, si no cambia
radicalmente el modelo socioeconómico y político.
El socialismo es
incompetente por esencia. En todos los lugares donde se implantó –siempre a
sangre y fuego- condujo a la miseria de los pueblos. Los ciudadanos pasaron
hambre y fueron sometidos a la carencia de los productos elementales. La
escasez y las colas interminables representan uno de sus signos distintivos. No
existe sociedad socialista donde el ciudadano no haya sido sometido a ese
martirio durante prolongadas jornadas. Los únicos que se libraban de ese
tormento eran los miembros de la privilegiada nomenclatura. Por esa razón, ninguno de los países de
Europa Oriental aspira a retornar al socialismo, y sociedades que libraron
guerras antiimperialistas como Vietnam, Laos y Camboya, avanzan aceleradamente
hacia economías de mercado, aunque en el plano político sigan siendo tan
autoritarias y despóticas como siempre. Los partidos comunistas de esas
naciones han asumido la consigna acuñada por Deng Xiaopin: un país, dos
sistemas. Capitalismo, en el área económica; comunismo, en la esfera política.
Esto se llama pragmatismo.
Nicolás Maduro no
aprende de los chinos, ni siquiera porque son sus ídolos y nuevos financistas.
Prefiere suplicarles un vergonzoso préstamo, que introducir las reformas
económicas que le permitan corregir el rumbo. Se mantiene tozudo en su esquema
estatista y excluyente, adquirido de Chávez, mientras la nación avanza hacia el
caos y la desintegración.
Para salir de este
estado anómico se necesita la participación de todos los sectores nacionales.
La violencia no le conviene a nadie y, en casos como el actual, puede tomar
giros indetenibles. Todavía hay tiempo para evitarla, pero el gobierno no
quiere. Así como no desea acabar con las colas, tampoco aspira a activar los
mecanismos que resguarden la paz. La única tranquilidad que le gusta es la de
los calabozos.
Trino Marquez Cegarra
trino.marquez@gmail.com
@trinomarquezc
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