Los militantes sesentones del
PSUV, que conocen historia de las revoluciones, saben que cada vez que un
partido ha importado un modelo revolucionario, este viene con sus plagas de
origen. La memoria debería advertirles que si no se combaten a tiempo, estas
prenden vigorosamente en el terreno al que se trasplantan.
Es increíble que quienes han sido luchadores sociales hoy ignoren las
duras calamidades que soportan las familias que tienen ingresos menores a dos
salarios mínimos o los condenados a rebuscarse día tras día el bastimento para
ganarle de mano a la subsistencia.
Resulta imposible aceptarle a gente con formación crítica,
contestatarios que enfrentaron el orden dominante, toda su vida dispuestos a
arriesgarse por los más débiles que nos repitan la cantinela de todos los
gobiernos que se preocuparon más de conservar sus privilegios que de ser
útiles. Ahora todo descontento y toda protesta es criminal.
Una explicación es que son prisioneros de un legado que no están en
capacidad de modificar. Optan por darle la espalda a la realidad mediante una
jugarreta de la conciencia que consiste en mentirse a si mismos. Algo similar
ocurrió en la URSS y fuera de ella, en la época en la que Stalin cometía sus
crímenes y revolucionarios de linaje prefirieron aferrarse a las versiones
oficiales que convertían a todo disidente en un agente del imperialismo y a
todo opositor en un miserable traidor. Una inhibición que resultó trágica.
En la tecnología del
totalitarismo, tan anticipada y magistralmente denunciada por George Orwell
en sus entonces novelas de política ficción, el control total de la voluntad de
cada individuo comienza por cambiar el nombre de todo y darle a las palabras un
significado contrario al que primariamente tuvieron. Al distorsionar y
programar el repudio al pasado, el poder cincela una vida de armonía en un
mundo uniforme, con una sola fuente informativa, una historia reescrita a
conveniencia del régimen, adoctrinamiento tecnológicamente inculcado y un
bombardeo de sensaciones sustituyendo a la realidad.
Esto venía ocurriendo en los sectores populares de Venezuela hasta el
2014. Y si se examina la involución de los acontecimientos habrá que concluir
que los mentores del proyecto tuvieron éxitos macizos. Bastan dos datos: uno,
se apoderaron del control del Ejército y lo pusieron a pensar en clave
comunista. Dos, pudieron obtener la fe de sectores humildes que encontraron en
la revolución no sólo una venganza social legalizada sino el corazón que les
hacia falta para soñar.
Ya no es así. La crisis no es externa. Está en la médula del modelo, de
la gestión y de la cúpula dirigente. Ellos son la crisis. Una pregunta es, ¿Cómo van a actuar los que,
desde adentro del proceso, pueden influir en buscar nuevos rumbos y están a
tiempo de evitar que el legado se use como un dogma, rígido e inmodificable?
Todos ellos, revolucionarios y demócratas, tienen conciencia que la víctima de
ese dogmatismo es un país que se está negando a ser destruido.
Quedan muchas otras interrogantes en el aire, ¿las dos Venezuelas,
enfrentadas durante tantos años, podrán encontrar maneras de convivir y
compartir un proyecto de justicia social con bienestar?, ¿es la crisis, la
antesala de una transición pacífica y constitucional?, ¿logrará la MUD llegar a
ser una alternativa que entusiasme a la nueva mayoría que es bastante mayor y
diversa que la oposición que hasta ahora se había expresado?
La gente quiere cambio seguro.
El gobierno ni quiere ni puede dirigir ese cambio. La urgencia exige
respuestas, reflexión y formas eficaces de acción.
Simon
Garcia
simongar48@gmail.com
@garciasim
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