Me lo contó Luis Miquilena. Corría la campaña electoral de 1998.
Hugo Chávez se alojaba en el apartamento de los Miquilena y con ellos en
Altamira. Sí… en Altamira frente a la plaza. Lugar que llegaría a ser factor de
la locura roja con el hilar de la historia. Chávez pidió que hablaran
confidencialmente los dos solos.
Apenas el viejo benefactor regresó de su
oficina se detuvo a ver a los cargamaletines que bostezaban en la planta baja
(varios de ellos ahora ministros y héroes de inéditas epopeyas), subió al
apartamento y encontró al Comandante agitado, como pariendo una idea genial.
―Hugo, ¿qué te pasa? –y le indicó al nervioso militar que se
sentara.
―Luis, las encuestas están malas… Los adecos y copeyanos controlan
el Consejo Supremo Electoral y el poder; no nos van a dejar subir si seguimos
así.
―Cálmate –decía el decano de la revolución que vendría–, acuérdate
de que vienes de hacerle caso a las cucarachas que te habitan con eso de la
abstención; cuando la gente se dé cuenta de que estás en otra onda, subiremos…
―Pero, yo tengo una idea… –dijo Hugo, con los ojos entrecerrados
por el atrevimiento.
―¿Cuál? –preguntó escéptico aquel adulto mayor, entrenado por la
vida para escuchar y, de vez en cuando, promover aventuras.
Fue allí cuando Chávez le habló a Miquilena de simular un
atentado. Este no lo podía creer. ¿Simular un atentado contra ti?, increpó al
militar que farfullaba una presunta genialidad embutido en el liquilique pasado
por añil. Sí –respondió Chávez– eso va a centrar la atención en la candidatura
y ya nada nos parará. Miquilena se recostó del sillón, sacó su habitual tabaco,
lo encendió con parsimonia, se echó hacia adelante y le dijo: Hugo, ¿te
volviste loco? ¡Por bastante menos que eso meten a la gente en Bárbula!
Terminó la conversa y no se habló más del asunto, aunque lo
supieron los próceres de entonces que guardan el secreto de este desvarío.
Los magnicidios ficticios no son nuevos, aunque Chávez los manejó
con cierta destreza: los malucos no tenían rostro y siempre pudo caber la duda
sobre las sombras que tal vez moverían el gatillo. La calamidad de Maduro es
que le puso rostro al invento. Todas son personas conocidas y sus trayectorias
y posiciones refutan la acusación. Lo que con Chávez era un arma para aglutinar
a los suyos, con Maduro es mandarria para reprimir. El capítulo de hoy con
María Corina, terrible como se presenta, es una pancada más de un régimen que,
sin gloria, se ahoga en sus miasmas.
Carlos Blanco G.
carlos.blanco@comcast.net.
@carlosblancog .
www.tiempodepalabra.com
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