ALBERTO MEDINA MÉNDEZ |
Esta sociedad ha decidido darle entidad a la equivocada idea de
que un buen legislador es aquel que presenta una innumerable cantidad de
proyectos parlamentarios y consigue concretarlos a través de nuevas leyes.
Esta mirada explica, en buena medida, la conducta de ciertos
dirigentes que intentan obtener votos para llegar a su banca, proponiendo
determinadas leyes requeridas por la gente. Sus propuestas políticas, en este
sentido, pasan siempre por regular, restringir, controlar y apelar a cualquier
argumento que conduzca a agregar leyes a mansalva a las ya existentes.
Esto no sucede por casualidad. Es el resultado de una demanda
social. La comunidad cree, mayoritariamente, que la actividad de un legislador
debe medirse bajo ese parámetro. De hecho, son muchos los que al concluir el
año, dan a conocer públicamente la cantidad de proyectos que han presentado,
sumando además no solo las legislaciones propuestas, sino también otros
recursos similares menores como declaraciones de interés, meramente
enunciativas que sin relevancia sirven solo para abultar el número y generar la
sensación de un trabajo gigante, profundo y dedicado.
En línea con esa visión, otros dirigentes son cuestionados por sus
ausencias en el recinto, pero sobre todo por el exiguo número de proyectos de
ley presentados durante su gestión, como si eso fuera realmente importante.
Es trascendente entender el trasfondo de este asunto, ya que allí
radica la base ideológica de esta perspectiva que tantos adeptos tiene. Son
muchos los ciudadanos que creen que la realidad puede ser modificada
mágicamente por ley, estableciendo órdenes a través de normativas y haciendo
que todo suceda por imperio de la fuerza, sin comprender que solo se necesita
un marco normativo muy general, ya que el progreso depende, de la actitud de
los individuos y no de su comportamiento colectivo.
Claro que las normas son importantes, pero su cantidad no define
ni su calidad ni su eficacia. Por el contrario, se precisan escasas reglas que
sirvan como faro, solo como un mero marco de referencia, que limiten el poder
del Estado y eviten los habituales abusos de los gobiernos. No más que eso.
Una frase atribuida a Mark Twain dice que "Ni la vida, ni la
libertad, ni la propiedad de ningún hombre está a salvo cuando el legislativo
está reunido". Este planteo se ajusta demasiado a lo que se vive aquí y
ahora.
Tal vez el problema de fondo tenga que ver con lo que piensan los
votantes, con lo que los individuos sostienen como verdad irrefutable, y no con
lo que los políticos hacen. Es probable que ellos solo actúen en consecuencia y
que su obrar sea lo esperable frente a lo que la sociedad les reclama a diario.
Es allí donde vale la pena detenerse y revisar las ideas propias.
Son demasiados los que creen que todo debe ser regulado, que cada actividad
merece una legislación dura que le fije reglas y que así el mundo será mejor.
Esta interpretación de la realidad entienden que los individuos están repletos
de maldad y que el único modo de lograr gestos positivos es imponiéndoles
conductas que algún iluminado selecciona como adecuadas.
Claro que los que defienden esta postura, consideran que esas
normas deben regir las vidas de los demás y no las propias. Después de todo,
desde su retorcida percepción, son los otros los que hacen las cosas mal y
merecen un castigo por ello.
John Locke decía que "el fin de la ley es, no abolir o
limitar, sino preservar y acrecentar la libertad" y esto marca una
diferencia conceptual enorme respecto de las creencias ciudadanas
contemporáneas. La ley debe ayudar a la convivencia en sociedad y entonces su
misión pasa por garantizar a todos que otros no puedan apropiarse de sus vidas,
libertad y propiedad.
Es posible que algunas normas que hoy no existen sean necesarias.
Pero es mucho más significativo comprender que mas leyes no es sinónimo de
mejor futuro, y que será preciso, en el tiempo que viene, una ola derogadora
potente que destruya el complejo entramado de reglas que solo han entorpecido
la vida ciudadana y limitado las posibilidades de desarrollo.
Son muchas las normas que impiden hacer, que cercan la creatividad
y que restringen chances concretas de prosperidad, siempre bajo ese sesgo
controlador que tanto apasiona a los autoritarios, esos que intentan decirles a
los demás como deben vivir. Se trata de una lista interminable de leyes que sojuzgan
a los individuos y les imponen conductas, supuestamente correctas, pero que
atentan contra las libertades más esenciales.
El mundo no se cambia obligando a los seres humanos a comportarse
bajo las líneas directrices de una bondad forzada. Los hábitos se corrigen con
el aprendizaje personal e indelegable que tiene cada sujeto a lo largo de su
experiencia propia. Una ley no hará mejor a los hombres, sino que ello ocurrirá
de la mano de sus propias vivencias y decisiones responsables.
Un gran primer paso es comprender esta dinámica y asumir que no es
mejor legislador el que más leyes hace, sino aquel que más contribuciones
aporta para que la sociedad sea más libre y justa. Este resultado no tiene
porque ser el corolario de una innumerable secuencia de nuevas leyes, sino que
tiene directa relación con la actitud de suprimir normas, simplificarlas y
hacerlas más amigables y menos restrictivas. No son tiempos de más leyes. Esta
es la oportunidad histórica de entender que derogar es imprescindible y que es una
virtud ausente.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
@amedinamendez
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