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miércoles, 5 de noviembre de 2014

NELSON ACOSTA ESPINOZA, DESACRALIZAR LA POLITICA,

NELSON ACOSTA ESPINOZA
Volver a Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Un viaje de esta naturaleza podría resultar incomodo  inclusive,  hasta pudiera evocar algunas de las prácticas inconfesables que han caracterizado nuestra vida pública en el pasado reciente. El término maquiavelismo, por ejemplo, ha sido utilizado erróneamente para significar experiencias políticas de dudosa facturas e impregnadas de un practicidad a ras de tierra. 

Probablemente esta distorsión  obedezca a la circunstancia que con la publicación de El Príncipe (Il Principe, 1513)  la reflexión en torno a este ámbito comenzó a alejarse de los horizontes metafísicos, éticos y teológicos dentro de los cuales la política había sido pensada desde  la antigüedad greco romana. Sin lugar a dudas, a partir de Maquiavelo lo político comenzó a ser considerado como un orden autónomo estructurado en torno a tres grandes ejes. A saber,  las relaciones de poder y su conservación, la política como un conjunto de técnicas, tácticas y estrategias en función del control del poder y el discurso  político como una instancia autónoma, secularizada, anti utópica y pragmática acorde con el realismo de las ciencias modernas.

Su apuesta reposó, entonces, sobre un realismo histórico y psicológico a través del cual  intentaba codificar la experiencia de los hombres en el ejercicio del mando y, en este sentido,  ofrecía una radiografía de lo que El Príncipe pudiera ser capaz cuando está de por medio la conservación del poder por el poder.

El desarrollo de las ciencias humanas, en especial la lingüística y el psicoanálisis, han proporcionado, igualmente,  un gran empuje a la reflexión teórica sobre la política. Uno de sus aportes significativos consistió en abordar la materialidad de lo político a partir de los discursos dentro de los cuales se constituían los actores colectivos. Esta afirmación ha sido crucial. A partir de ella  la reflexión sobre este ámbito se ubicó en el campo de la producción de los sistemas de significación. En otras palabras, lo político, desde esta perspectiva, abarcaría la complejidad de prácticas que se entrecruzan para conformar  un dispositivo simbólico. Vale decir, “máquinas para hacer ver y para hacer hablar”

En el marco de estas ideas pudiéramos calificar como heroico el dispositivo socialista dentro del cual se ha desplegado la actividad pública en el país. Se  “ve” y se “habla” en  estos términos epopéyicos, intentando siempre “ganarle el oro al amanecer”.  Heroicidad, en consecuencia, que siempre será inapelable y, desde luego,  alejada de los compromisos  consustanciales con la actividad  política. No en balde, la vida pública en el país ha sido pensada en términos guerreros; abrazada a una concepción que no admite adversarios, tan sólo enemigos.

El heroico, en consecuencia, es un discurso aristocrático, intimidante y coercitivo. El Che, Simón Bolívar y otros personajes han sido elevados a la condición de héroes. Figuras homéricas, arropadas con la fatalidad de un destino inexorable que no permite escape alguno.
 
Regresar a Maquiavello implicaría, entre otras cosas,  asumir la política como una actividad civilizadora que sirva para encausar razonablemente los conflictos sociales.  No debemos concebirla como un instrumento para obtener plena armonía social o consenso absoluto.

El tránsito de una sociedad heroica a una que ya no lo es requeriría,  entonces,   elaborar una nueva cultura que enseñe  apreciar tanto la política como para no demandar lo que ésta no puede garantizar. Atención, a los amigos de la MUD.

Reto complejo y sencillo. Se trata de desacralizar y destotalizar esta actividad. Sin lugar a dudas, la política es así.

Nelson Acosta
acostnelson@gmail.com
@nelsonacosta64 

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