NELSON ACOSTA ESPINOZA |
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a Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Un viaje de esta naturaleza podría resultar
incomodo inclusive, hasta pudiera evocar algunas de las prácticas
inconfesables que han caracterizado nuestra vida pública en el pasado reciente.
El término maquiavelismo, por ejemplo, ha sido utilizado erróneamente para
significar experiencias políticas de dudosa facturas e impregnadas de un
practicidad a ras de tierra.
Probablemente esta distorsión obedezca a la circunstancia que con la
publicación de El Príncipe (Il Principe, 1513)
la reflexión en torno a este ámbito comenzó a alejarse de los horizontes
metafísicos, éticos y teológicos dentro de los cuales la política había sido
pensada desde la antigüedad greco
romana. Sin lugar a dudas, a partir de Maquiavelo lo político comenzó a ser
considerado como un orden autónomo estructurado en torno a tres grandes ejes. A
saber, las relaciones de poder y su
conservación, la política como un conjunto de técnicas, tácticas y estrategias
en función del control del poder y el discurso
político como una instancia autónoma, secularizada, anti utópica y
pragmática acorde con el realismo de las ciencias modernas.
Su
apuesta reposó, entonces, sobre un realismo histórico y psicológico a través
del cual intentaba codificar la experiencia
de los hombres en el ejercicio del mando y, en este sentido, ofrecía una radiografía de lo que El Príncipe
pudiera ser capaz cuando está de por medio la conservación del poder por el
poder.
El
desarrollo de las ciencias humanas, en especial la lingüística y el
psicoanálisis, han proporcionado, igualmente,
un gran empuje a la reflexión teórica sobre la política. Uno de sus
aportes significativos consistió en abordar la materialidad de lo político a
partir de los discursos dentro de los cuales se constituían los actores
colectivos. Esta afirmación ha sido crucial. A partir de ella la reflexión sobre este ámbito se ubicó en el
campo de la producción de los sistemas de significación. En otras palabras, lo
político, desde esta perspectiva, abarcaría la complejidad de prácticas que se
entrecruzan para conformar un
dispositivo simbólico. Vale decir, “máquinas para hacer ver y para hacer
hablar”
En
el marco de estas ideas pudiéramos calificar como heroico el dispositivo
socialista dentro del cual se ha desplegado la actividad pública en el país.
Se “ve” y se “habla” en estos términos epopéyicos, intentando siempre
“ganarle el oro al amanecer”.
Heroicidad, en consecuencia, que siempre será inapelable y, desde
luego, alejada de los compromisos consustanciales con la actividad política. No en balde, la vida pública en el
país ha sido pensada en términos guerreros; abrazada a una concepción que no
admite adversarios, tan sólo enemigos.
El
heroico, en consecuencia, es un discurso aristocrático, intimidante y
coercitivo. El Che, Simón Bolívar y otros personajes han sido elevados a la
condición de héroes. Figuras homéricas, arropadas con la fatalidad de un
destino inexorable que no permite escape alguno.
Regresar
a Maquiavello implicaría, entre otras cosas,
asumir la política como una actividad civilizadora que sirva para
encausar razonablemente los conflictos sociales. No debemos concebirla como un instrumento
para obtener plena armonía social o consenso absoluto.
El
tránsito de una sociedad heroica a una que ya no lo es requeriría, entonces,
elaborar una nueva cultura que enseñe
apreciar tanto la política como para no demandar lo que ésta no puede
garantizar. Atención, a los amigos de la MUD.
Reto
complejo y sencillo. Se trata de desacralizar y destotalizar esta actividad.
Sin lugar a dudas, la política es así.
Nelson
Acosta
acostnelson@gmail.com
@nelsonacosta64
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