El fascismo logra el epitome del despropósito, como lo señalara
con su genial perspicacia la judía alemana Hannah Arendt: convertir a la
víctima en victimario y al culpable en inculpado.
Lo que es sabido y no debiera
causar asombro: el régimen que hoy nos oprime con el uso de la más brutal de
las violencias, las del terrorismo de Estado, nació de la violencia y lleva 15
años de omnímodo poder amparado en la violencia. Que hoy continúa achacándole
la violencia al violentado.
Nada sorprendente. Lo que es insólito y causa
desazón es que quienes se abrogan el derecho a representar a los oprimidos se
vuelvan hacia ellos conminándolos a renunciar a la violencia, confundiendo la
protesta civil en todas sus expresiones, incluido el derecho constitucional a
salir a la calle...
Lo escribieron Marx y Engels en 1848, hace 166 años: "Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente. Que las clases dominantes tiemblen ante una Revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo que ganar".
Lenin, sacó las conclusiones prácticas setenta años después al
proclamar que "la muerte de un enemigo de clase es el más alto acto de
humanidad posible en una sociedad dividida en clases". Y Mao, a un siglo
de distancia, lo consideró al pie de la letra al escribir que "la tarea
central y la forma más alta de toda revolución es la toma del Poder por medio
de la lucha armada, es decir, la solución del problema por medio de la guerra.
Este revolucionario principio marxista-leninista tiene validez universal tanto
en China como en los demás países. Todos los comunistas tienen que comprender
esta verdad: EL PODER NACE DEL FUSIL".
Por cierto: la violencia hermanada con el odio, como lo dijese con
todas sus letras y sin hacer melindres el partero por excelencia de la
violencia de la historia en América Latina, Ernesto Guevara Lynch, el Ché, eximio ejemplar del profesional de la
revolución, el arma más destructiva inventada por el hombre, como lo escribiese
Carl Schmitt en “El guerrillero”. Dijo el Ché: “¡El odio es el elemento central
de nuestra lucha! El odio tan violento que impulsa al ser humano más allá de
sus limitaciones naturales, convirtiéndolo en una máquina de matar violenta y
de sangre fría. Nuestros soldados tienen que ser así.”
A nuestros políticos profesionales y escribidores amateurs que se
solazan condenando la violencia “de lado y lado, venga de donde venga” y tanto
han reflexionado sobre el papel de la violencia en la historia que consideran
que arrancar una tanquilla y levantar una barricada con colchones,
destartalados hornos microondas y veladores despaturrados, sin una sola arma
blanca o de fuego en sus manos, es el súmmum de la violencia – “sólo tú
estupidez, eres eterna” – les recomiendo las siguientes frases de un hombre que
sí sabía lo que significaba y el papel que jugaba la violencia – el asesinato a
sangre fría- en la historia, les recomiendo detener un segundo sus afanes
candidaturales y sus pujos reflexivos para ponerle atención a las siguientes
frases:
“Nunca debemos establecer la coexistencia pacífica. En esta lucha
a muerte entre dos sistemas tenemos que llegar a la victoria final. Debemos
andar por el sendero de la liberación incluso si cuesta millones de víctimas
atómicas.”
“Para enviar hombres al pelotón de fusilamiento, la prueba
judicial es innecesaria. Estos procedimientos son un detalle burgués arcaico.
¡Esta es una revolución! Y un revolucionario debe convertirse en una fría
máquina de matar motivado por odio puro.”
“…Acabé el problema dándole en la sien derecha un tiro de pistola
[calibre] 32, con orificio de salida en el temporal derecho. Boqueó un rato y
quedó muerto. Al proceder a requisarle las pertenencias no podía sacarle el
reloj amarrado con una cadena al cinturón, entonces él me dijo con una voz sin
temblar muy lejos del miedo: ‘Arráncala, chico, total…’ Eso hice y sus
pertenencias pasaron a mi poder.”
“…Ejecutar a un ser humano es algo feo, pero ejemplarizante. De
ahora en adelante aquí nadie me volverá a decir el saca muelas de la
guerrilla.”
El “sacamuelas de la guerrilla”, autor de las afirmaciones
precedentes, pasaría a la historia como el epitome del combatiente
revolucionario, a quien su hermano de causa, “el leguleyo de la guerrilla”
Fidel Castro bautizaría para la posteridad como “el guerrillero heroico”. Y
quien, por cierto, al que hoy algún funcionario de la tiranía quiere dedicarle
un perfume para el consumo de la idiotía universal, coronaría su patética existencia
escribiéndole a su padre, un argentino pudiente, decente y de bien llamado
Ernesto Guevara de la Serna: “Tengo que confesarte, papá, que en ese momento
descubrí que realmente me gusta matar.”
El fascismo logra el epitome del despropósito, como lo señalara
con su genial perspicacia la judía alemana Hannah Arendt: convertir a la
víctima en victimario y al culpable en inculpado. Lo que es sabido y no debiera
causar asombro: el régimen que hoy nos oprime con el uso de la más brutal de
las violencias, las del terrorismo de Estado, nació de la violencia y lleva 15
años de omnímodo poder amparado en la violencia. Que hoy continúa achacándole
la violencia al violentado. Nada sorprendente. Lo que es insólito y causa
desazón es que quienes se abrogan el derecho a representar a los oprimidos se
vuelvan hacia ellos conminándolos a renunciar a la violencia, confundiendo la
protesta civil en todas sus expresiones, incluido el derecho constitucional a
salir a la calle, el pecho al descubierto y las manos pintadas de blanco, con
los tiros en la sien, el asalto a mano armada, el uso indiscriminado del
paredón, la horca y el degüelle e incluso la decisión de lanzar una bomba
atómica sobre el escogido enemigo, con un pobre muchacho devolviendo una
granada de gas lacrimógeno al asesino que se la lanzara seguida de una andanada
de escopetazos al rostro. O con un bocón inconsciente.
Que lo siga haciendo hoy por los escasos medios de comunicación
que aún nos quedan se debe al último resquicio de la sobrevivencia: periódicos
de la agonía. Por desgracia utilizados por algunos en obediencia a los aviesos
dictados de la dictadura. Pues el principio de Guevara, el hombre al que le
gustaba asesinar, lo dejó estipulado y los esbirros de la satrapía le obedecen
como a Moisés, el de las sagradas tablas de la Ley: “Hay que acabar con todos
los periódicos. Una revolución no se puede lograr con la libertad de prensa.”
Antonio Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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