El miedo a opinar no
es otra cosa que la autocensura que tiene uno que aplicarse como articulista de
opinión para evitarse dolores de cabeza y para evitarse enemigos gratuitos que
nos degraden, nos insulten y nos descalifiquen a través de nuestros correos electrónicos.
Y para no correr grandes riesgos, claro como está ocurriendo a los articulistas
y columnistas del Diario El Universal, los cuales están siendo despedidos por
no comulgar con la nueva línea chavista de los Editores del diario.
Resulta especialmente
frecuente tal imposición, hacerlo en los medios de las pequeñas ciudades (por
aquello de que pueblo chiquito, infierno grande). Y no es sólo por los chismes.
Se trata del hecho incontrastable que en los pequeños núcleos de población casi
todos se conocen con todos y el riesgo de levantar ampollas se magnifica en
grado sumo.
Es así como resulta
muy delicado opinar sobre las vacas sagradas rojas-rojitas
socialistas-comunistas del alto gobierno de nuestro país. O sobre los hijos
dilectos de la tierra que brillan en gobernaciones, alcaldías, además en los
altos organismos oficiales.
Resulta inapropiado
juzgar descarnadamente los desaciertos de las autoridades como por ejemplo el
descalabro de la electricidad y de la carencia permanente del agua potable, del
desabastecimiento, de la escasez, de los altos precios de los alimentos y de
los productos en general o señalar los abusos de poder.
Resulta suicida
opinar sobre la realidad política, social, educativa, cultural o económica que
sucumbe a Venezuela y resulta riesgoso reflexionar sobre los usos y costumbres
de las ciudades y pueblos.
A propósito, resulta
casi herético opinar sobre la Iglesia (para no decir las iglesias). Resulta
inadecuado censurar a la autodenominada “dirigencia roja-rojita.” Cuestionar sus
motivaciones o juzgar sus resultados. Resulta indecoroso plantear argumentos
liberales sobre temas tabú como el aborto, la sexualidad, la eutanasia, por
ejemplo.
Resulta arriesgado,
muy arriesgado, aventurar juicios sobre la corrupción administrativa que nos
asfixia cada día más, y sólo unos pocos articulistas o columnistas de opinión
en los cuales me incluyo, con infinito valor civil muchas veces nos atrevemos a
hacerlo con nombres propios. Los demás callan o utilizan pseudónimos.
Está tácitamente prohibido
hablar de dineros calientes, por ejemplo. Y en este punto creo que se justifica
plenamente: No somos los articulistas de opinión los llamados a pagar el precio
de la impunidad reinante. No está bien visto siquiera opinar con argumentos
sobre la situación política nacional: La polarización es tan terrible que al
que no es chavista o socialista-comunista lo declaran terrorista o
contrarrevolucionario de una y para siempre.
Resulta, finalmente,
muy doloroso para mí y para otros articulistas que así me lo han comentado algo
punzante, tener que autocensurarnos de vez en cuando para no darle papaya a los
malquerientes de aprovechar los foros de opinión para dejar correr la bilis de
su despecho y sus envidias.
Y hay que aclararlo:
La censura — esta censura — no viene de afuera ni nadie la ha puesto sobre la
mesa: Se trata de la censura a la que obligan los medios que no nos publiquen
lo que escribimos, el miedo a la desgracia, a la tragedia o al desarraigo.
El miedo al desempleo
o al conflicto. El miedo a opinar. Porque la opinión puede incluso llegar a
considerarse una amenaza contra los poderes establecidos, contra el statu quo
que tan bien sirve a los poderosos de turno.
En fin, que opinar da miedo a veces. Pero cada dos, cinco u ocho días debe sobreponerse uno a ese miedo para aventurar una nueva opinión. Otra más. O la misma de siempre, qué más da. Lo importante es seguir opinando. ¿Usted qué opina amigo lector?
Zenair Brito Caballero
britozenair@gmail.com
@zenairbrito
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