Nuestra justicia-si
cabe llamarla así- marcha por caminos perversos que la han desfigurado
completamente.
En Venezuela, sencillamente, no hay justicia. Esta expresión,
valor o vivencia no ha sido internalizada por nuestro pueblo, ni se consigue en
botica, ni se dispensa a los que la exigen. No hay justicia en este país y las
madres que claman por ella a las puertas de la morgue, no la tendrán, y, por
tanto, como ya lo dicen algunas, solo deben esperar la justicia divina. La
impunidad es generalizada y solo el porcentaje mínimo que cae en sus redes,
carente de todo recurso, termina pagando con la pena anticipada de un proceso
que concluye con la admisión forzada de los hechos, fórmula que conduce a una
condena atenuada que queda al arbitrio del Ministerio de Servicios
Penitenciarios. El otro porcentaje de presos, cada día mayor, está conformado
por disidentes u opositores al régimen, cuya permanencia en prisión con procesos acelerados o
retardados ad infinitum, según la “ley del diferimiento”. La de los “procesos
express”, culminan en condenas seguras, a voluntad del Gobierno. Por supuesto,
la justicia y el derecho brillan por su ausencia, siendo así que nos movemos en
el campo abierto de la venganza política con apariencias de legalidad.
La
justicia penal, en particular, más que
caminos, recorre trochas o atajos en los que son baquianos leguleyos
inescrupulosos que halan la sardina para su propia brasa y se mueven a sus
anchas entre los intersticios o las más burdas interpretaciones de la letra de
la ley, dejando de lado su verdadero espíritu o propósito.
En
este panorama tétrico, el aparato de la
justicia penal se ha manifestado como como un instrumento de suma eficacia para
amedrentar a los adversarios políticos con la amenaza de una cárcel sin término
cierto, salvo que opten por el camino duro e inclemente del exilio forzoso.
Esta
vertiente de la utilización política de la justicia penal que ha sido
caracterizada por quien estuvo en el cargo más alto de su administración, el
magistrado Eladio Aponte Aponte, como “justicia de plastilina”, hoy ha llegado
a los extremos de una “justicia subliminal” que se propone castigar por simples
pensamientos, por las condiciones, carácter o personalidad de un líder, cuyo
discurso tendría la capacidad para mover en forma directa, eficiente e
inequívoca la voluntad de otros, haciendo surgir en estos la determinación de
cometer una acción delictiva, por la cual debe responder como determinador o
instigador. Tal es el caso de Leopoldo López.
Esta
justicia de plastilina encuentra también sus más recientes manifestaciones en
el caso de los alcaldes Scarano y Ceballos, enviados a prisión por la sala
constitucional sin posibilidad de optar por fórmulas alternas al
encarcelamiento, aunque el hecho no excede de 15 meses de prisión y de
inmediato sometido a proceso Ceballos por un delito de rebelión sin alzamiento
y sin insurrección armada.
No
menos graves son los casos de estudiantes presos por manifestar, acusados por
el delito inexistente de “cerrar vías” y por “agavillamiento”. Este último tipo
delictivo supone que se forma parte de una asociación constituida, con
características de permanencia, para cometer delitos y si se trata de la
asociación para delinquir de la Ley contra la Delincuencia Organizada, de una
sociedad o grupo que se constituye igualmente para cometer delitos que pueden
ser calificados como de crimen organizado.
Sin
duda, el derecho penal, recurso extremo o ultima ratio en una sociedad
organizada, a los fines de contener las más graves violaciones al orden
jurídico, afectando las bases de la convivencia social, se ha convertido en prima
ratio para amedrentar o neutralizar a los adversarios políticos, bajo la
absurda consideración de que se debe actuar con la mayor severidad ante todo
aquel que represente, por su pensamiento, un peligro para la consolidación y el
avance del proyecto político de quienes gobiernan.
Alberto
Arteaga Sanchez
aas@arteagasanchez.com
@ArteagaSanchez
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