Uno de los
principales problemas que contaminaron el proceso constituyente de 1999 fue la
enorme fuerza de gravitación que ejercía Chávez, convertido en el hombre más
poderoso de Venezuela; su mentada “revolución” tenía al país atento a sus
iniciativas, entre las cuales estaba la de convocar una constituyente para
darle al país una nueva Constitución.
La nueva carta
Magna, que se imaginaba el nuevo presidente de Venezuela, complacería sus
apetitos por un nuevo orden y una nueva Venezuela; era más que conocida su
posición de que nada en el país servía para sus propósitos políticos, el simple
hecho de su juramentación sobre la “moribunda Constitución de 1961” era un
indicativo de que las cosas estaban por cambiar.
Afortunadamente,
no se atrevió a avanzar más de lo que su situación como nuevo gobernante le
permitía, las instituciones jurídicas y muchos de los participantes en la
constituyente frenaron su ambición de adelantar una constitución socialista;
una vez iniciados los procedimientos para confeccionarla, sus deseos se vieron
truncados por excesos de técnicas jurídicas y procesales y por una hermenéutica
y un lenguaje que no manejaba. Favorablemente para el país, la nueva
Constitución de 1999 resultó de un tono conciliatorio y se aprovechó, por
juristas del viejo “stablishment”, para introducir una serie de modificaciones
que ya venían estudiándose desde hacía un buen tiempo.
Pero aún así, el
texto constitucional estaba confeccionado para una mentalidad estatista y las
aspiraciones ciudadanas fueron relegadas a un segundo plano.
Leer los
pormenores de aquel trabajo legislativo, en el estudio de Allan Brewer Carías “PODER
CONSTITUYENTE ORIGINARIO Y ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE (Comentarios
sobre la interpretación jurisprudencial relativa a la naturaleza, la
misión y los límites de la Asamblea Nacional Constituyente)”, nos ofrece
una buena bitácora de ese esfuerzo que concluyó en la “mejor constitución del
mundo”, eso que en realidad fue un intento por frenar la ambición desmedida del
Comandante presidente y su deseo de imponer su voluntad para transformar el
país en un cuartel, su cuartel.
Para dar un
ejemplo de lo que digo, uno de los conceptos de constitución que se manejaron
durante el proceso constituyente, nos dice Brewer, fue el de Donnedieu de
Vabres, en su libro L'Etat, donde expresa: “El objeto de una Constitución es establecer
un orden racional claro y estable que evite, en la medida de lo posible, la
subversión, el golpe de Estado, las intrigas palaciegas, las agitaciones
colectivas y los delitos políticos”.
En una
constitución de corte estatista, el estado se convierte en el principal sujeto
a regular, no son las relaciones ciudadano-estado las que se consideran, sino
la potestad del estado como autoridad; este tipo de enfoque le conviene a los
partidos políticos y personas que creen en esta relación de poder.
El tema
constitucional siempre fue uno de mis favoritos en mis estudios de derecho y,
de cuando en vez, me sumerjo con verdadero placer en la lectura de algunos de
sus tratados, que son tan abundantes y hay tal variedad de opiniones, que me
recuerdan mucho los trabajos de ciencia ficción que discuten la formación de
mundos lejanos e imperios galácticos; el trabajo intelectual, que se requiere
para construir un estado, es casi el mismo que se necesita para inventar una
civilización alienígena.
Porque hay dos
maneras de ver el derecho constitucional: desde el punto de vista de la
confección del Estado, que es el que
gusta a los estatistas, que se centra en regular y organizar instituciones de
gobierno para dirigir las actividades y destino de una sociedad, y tratan de
controlar la fuerza bruta de un colectivo o pueblo, al cual deben la soberanía,
canalizándola y transformándola en poder institucional y político.
En el otro lado
está el que a mí me gusta, que concibe el diseño de la constitución como la
manera de regular la relación entre una sociedad libre y democrática y esos
funcionarios públicos encargados de servirnos en ciertos y particulares
menesteres, donde sólo en casos de excepción pueden utilizar la fuerza para
corregir injusticias y peligros para el orden y la paz. Donde prevalece la actividad organizada de
particulares o asociaciones con fines productivos y de avance social y no esa
pesada carga de autoridad regimental que se distrae en asuntos fiscalizadores,
de planificación y de seguridad para el Estado.
Son dos maneras
opuestas de ver ese constructo humano que se llama Estado, sobre el que hemos
delegado el monopolio legal del uso de la fuerza, que es el corazón de todo
Estado y por lo cual, hay que cuidarse de hacer un buen trabajo constitucional
que regule adecuadamente ese poder.
Los estatistas
van a propugnar por que el Estado tenga más poder y discrecionalidad en la
intervención, para hacer que una sociedad avance de acuerdo a un plan, que por
lo general considera obligación del Estado guiar y establecer las maneras de
que la sociedad se desarrolle; esta forma de gobierno busca un estado fuerte e
interventor en los asuntos sociales y es la forma de entender la Constitución
que ha prevalecido en nuestro país, es el modelo constitucionalista continental
europeo, donde el estado se abroga como entidad, el derecho de iniciar la
violencia cuando lo considere necesario (en muchas ocasiones, aplica la
violencia cuando el estado se vea o se sienta amenazado, interna o
externamente).
Los civilistas,
al contrario, buscamos que esa capacidad que tiene el Estado en la aplicación
de la fuerza no sea discrecional, ni se convierta en un derecho del aparato
estatal; la constitución debe regular que esa acción coercitiva del Estado sólo
sea usada cuando nuestros derechos como ciudadanos estén en peligro, para
proteger a las personas de la violencia física, venga de donde venga, pero de
ninguna manera puede el estado iniciarla; cuando somos agredidos nuestro
derecho a la legítima defensa se lo transferimos al estado, para que este, de
acuerdo a la ley, lo ejerza contra quien haya comenzado la agresión, interna o
externamente.
La Constitución
que se dio el país en 1999 es absolutamente estatista, cosa que complació a
Chávez hasta que se le hizo incómoda para sus planes de control y
totalitarismo. Y si me preguntan ¿Hay necesidad de una nueva constituyente? Mi
respuesta es: sí, es necesario y cuanto antes; Venezuela no resiste la
hegemonía del estado sobre la sociedad, y menos dentro de un sistema
altruista-colectivista-militarista. Mientras el estado juegue ese papel tutelar
en nuestras vidas, no habrá paz ni futuro; fuimos todos emasculados por una
constitución de corte socialista, necesitamos recobrar nuestras libertades y
eso obligatoriamente pasa por una constituyente.
La constituyente
es la herramienta apropiada para desmontar el estado gigantesco en que el poder
político ha convertido nuestro gobierno: una burocracia desmedida, muy costosa
y con cero rendimiento y que, para colmo de males, tiene paralizado el país; la
constituyente es la única manera de meter en cintura al estado, para
convertirlo en un sistema de instituciones al servicio del pueblo, para
devolverle su tamaño humano, desacralizarlo y restituir a la sociedad civil su
papel rector en los asuntos y destino de Venezuela.
Repito, sólo
quienes medran del estado todopoderoso, esos políticos que sueñan con un poder
desmedido sobre sus conciudadanos, esas organizaciones no democráticas, que
anteponen la coerción a la convivencia y desean beneficiarse de un aparato
burocrático, dueño de todas las riquezas y de todo el poder, que sustentan su
política partidista clientelar en la promesa de ocupar todos los cargos de
administración pública con sus adeptos, ellos son los que se negarían a una
rectificación que nos devuelva la posibilidad de tener país.
Si bien es cierto
que una constituyente no es la herramienta para sacar a un presidente del poder
(yo creo en la renuncia), sí es la manera más expresa de cambiar el sistema
político y la visión de un país. –
Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
@godoy_saul
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