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viernes, 11 de julio de 2014

SAÚL GODOY GÓMEZ, PORQUÉ NECESITAMOS OTRA CONSTITUYENTE,

Uno de los principales problemas que contaminaron el proceso constituyente de 1999 fue la enorme fuerza de gravitación que ejercía Chávez, convertido en el hombre más poderoso de Venezuela; su mentada “revolución” tenía al país atento a sus iniciativas, entre las cuales estaba la de convocar una constituyente para darle al país una nueva Constitución.

La nueva carta Magna, que se imaginaba el nuevo presidente de Venezuela, complacería sus apetitos por un nuevo orden y una nueva Venezuela; era más que conocida su posición de que nada en el país servía para sus propósitos políticos, el simple hecho de su juramentación sobre la “moribunda Constitución de 1961” era un indicativo de que las cosas estaban por cambiar.
Afortunadamente, no se atrevió a avanzar más de lo que su situación como nuevo gobernante le permitía, las instituciones jurídicas y muchos de los participantes en la constituyente frenaron su ambición de adelantar una constitución socialista; una vez iniciados los procedimientos para confeccionarla, sus deseos se vieron truncados por excesos de técnicas jurídicas y procesales y por una hermenéutica y un lenguaje que no manejaba. Favorablemente para el país, la nueva Constitución de 1999 resultó de un tono conciliatorio y se aprovechó, por juristas del viejo “stablishment”, para introducir una serie de modificaciones que ya venían estudiándose desde hacía un buen tiempo.
Pero aún así, el texto constitucional estaba confeccionado para una mentalidad estatista y las aspiraciones ciudadanas fueron relegadas a un segundo plano.
Leer los pormenores de aquel trabajo legislativo, en el estudio de Allan Brewer Carías “PODER CONSTITUYENTE ORIGINARIO Y ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE (Comentarios sobre la interpretación jurisprudencial relativa a la naturaleza, la misión y los límites de la Asamblea Nacional Constituyente)”, nos ofrece una buena bitácora de ese esfuerzo que concluyó en la “mejor constitución del mundo”, eso que en realidad fue un intento por frenar la ambición desmedida del Comandante presidente y su deseo de imponer su voluntad para transformar el país en un cuartel, su cuartel.
Para dar un ejemplo de lo que digo, uno de los conceptos de constitución que se manejaron durante el proceso constituyente, nos dice Brewer, fue el de Donnedieu de Vabres, en su libro L'Etat, donde expresa: El objeto de una Constitución es establecer un orden racional claro y estable que evite, en la medida de lo posible, la subversión, el golpe de Estado, las intrigas palaciegas, las agitaciones colectivas y los delitos políticos”.
En una constitución de corte estatista, el estado se convierte en el principal sujeto a regular, no son las relaciones ciudadano-estado las que se consideran, sino la potestad del estado como autoridad; este tipo de enfoque le conviene a los partidos políticos y personas que creen en esta relación de poder.
El tema constitucional siempre fue uno de mis favoritos en mis estudios de derecho y, de cuando en vez, me sumerjo con verdadero placer en la lectura de algunos de sus tratados, que son tan abundantes y hay tal variedad de opiniones, que me recuerdan mucho los trabajos de ciencia ficción que discuten la formación de mundos lejanos e imperios galácticos; el trabajo intelectual, que se requiere para construir un estado, es casi el mismo que se necesita para inventar una civilización alienígena.
Porque hay dos maneras de ver el derecho constitucional: desde el punto de vista de la confección del  Estado, que es el que gusta a los estatistas, que se centra en regular y organizar instituciones de gobierno para dirigir las actividades y destino de una sociedad, y tratan de controlar la fuerza bruta de un colectivo o pueblo, al cual deben la soberanía, canalizándola y transformándola en poder institucional y político. 
En el otro lado está el que a mí me gusta, que concibe el diseño de la constitución como la manera de regular la relación entre una sociedad libre y democrática y esos funcionarios públicos encargados de servirnos en ciertos y particulares menesteres, donde sólo en casos de excepción pueden utilizar la fuerza para corregir injusticias y peligros para el orden y la paz.  Donde prevalece la actividad organizada de particulares o asociaciones con fines productivos y de avance social y no esa pesada carga de autoridad regimental que se distrae en asuntos fiscalizadores, de planificación y de seguridad para el Estado.
Son dos maneras opuestas de ver ese constructo humano que se llama Estado, sobre el que hemos delegado el monopolio legal del uso de la fuerza, que es el corazón de todo Estado y por lo cual, hay que cuidarse de hacer un buen trabajo constitucional que regule adecuadamente ese poder. 
Los estatistas van a propugnar por que el Estado tenga más poder y discrecionalidad en la intervención, para hacer que una sociedad avance de acuerdo a un plan, que por lo general considera obligación del Estado guiar y establecer las maneras de que la sociedad se desarrolle; esta forma de gobierno busca un estado fuerte e interventor en los asuntos sociales y es la forma de entender la Constitución que ha prevalecido en nuestro país, es el modelo constitucionalista continental europeo, donde el estado se abroga como entidad, el derecho de iniciar la violencia cuando lo considere necesario (en muchas ocasiones, aplica la violencia cuando el estado se vea o se sienta amenazado, interna o externamente).
Los civilistas, al contrario, buscamos que esa capacidad que tiene el Estado en la aplicación de la fuerza no sea discrecional, ni se convierta en un derecho del aparato estatal; la constitución debe regular que esa acción coercitiva del Estado sólo sea usada cuando nuestros derechos como ciudadanos estén en peligro, para proteger a las personas de la violencia física, venga de donde venga, pero de ninguna manera puede el estado iniciarla; cuando somos agredidos nuestro derecho a la legítima defensa se lo transferimos al estado, para que este, de acuerdo a la ley, lo ejerza contra quien haya comenzado la agresión, interna o externamente.
La Constitución que se dio el país en 1999 es absolutamente estatista, cosa que complació a Chávez hasta que se le hizo incómoda para sus planes de control y totalitarismo. Y si me preguntan ¿Hay necesidad de una nueva constituyente? Mi respuesta es: sí, es necesario y cuanto antes; Venezuela no resiste la hegemonía del estado sobre la sociedad, y menos dentro de un sistema altruista-colectivista-militarista. Mientras el estado juegue ese papel tutelar en nuestras vidas, no habrá paz ni futuro; fuimos todos emasculados por una constitución de corte socialista, necesitamos recobrar nuestras libertades y eso obligatoriamente pasa por una constituyente.
La constituyente es la herramienta apropiada para desmontar el estado gigantesco en que el poder político ha convertido nuestro gobierno: una burocracia desmedida, muy costosa y con cero rendimiento y que, para colmo de males, tiene paralizado el país; la constituyente es la única manera de meter en cintura al estado, para convertirlo en un sistema de instituciones al servicio del pueblo, para devolverle su tamaño humano, desacralizarlo y restituir a la sociedad civil su papel rector en los asuntos y destino de Venezuela.
Repito, sólo quienes medran del estado todopoderoso, esos políticos que sueñan con un poder desmedido sobre sus conciudadanos, esas organizaciones no democráticas, que anteponen la coerción a la convivencia y desean beneficiarse de un aparato burocrático, dueño de todas las riquezas y de todo el poder, que sustentan su política partidista clientelar en la promesa de ocupar todos los cargos de administración pública con sus adeptos, ellos son los que se negarían a una rectificación que nos devuelva la posibilidad de tener país.
Si bien es cierto que una constituyente no es la herramienta para sacar a un presidente del poder (yo creo en la renuncia), sí es la manera más expresa de cambiar el sistema político y la visión de un país. –

Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
@godoy_saul

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