Obviamente adversé la llamada
constituyente, me opuse a ella con mis escasas fuerzas y voté contra ella, así
un país desquiciado, veleidoso y bordeando la estupidez, sin entender una pizca
de lo que se jugaba, saliera alborotado a darle su aprobación. Aquella vez ni
siquiera convencí a familiares cercanos de votar en contra: votar por la
constituyente era como ir al Brasil – una desviación psicopatológica que por
fortuna comienza a desvanecerse sin haber encontrado aún un reemplazo plausible
– o jugarse la vida por ganar un Miss universo. La oligofrenia habitual en la tontería
del patio.
No soy constitucionalista, pero en
mis afanes por enterarme de la historia del país que escogí como propio y en el
que no nací por caprichos del azar, había tratado de entender por qué
Inglaterra se había mantenido incólume en su proverbial vocación
institucionalista sin tener ni siquiera una sola constitución y los
norteamericanos habían construido la Nación más poderosa y disciplinada del
planeta con una sola de ellas, enriquecida con las enmiendas que consideraron
oportunas. Con estricta economía de leyes escritas y un acerbo de leyes
internalizadas en el ciudadano.
Porque, a pesar del
constitucionalismo irredento del subdesarrollo de países campamentos como los
nuestros, las constituciones son camisas de fuerza: no curan las demencias,
atan los brazos. Hacen descansar en formalismos jurídicos lo que no han sido
capaces de inocular en las conciencias y creen que con un buen maquillaje de
leyes el cadáver de nuestra incultura florecerá como por arte de magia. De allí
los extremos: el país más democrático del Hemisferio, como lo reconociera en
los orígenes de su democracia el pensador y diplomático francés Alexis de
Tocqueville, los Estados Unidos de América se ha bastado con una sola, mientras
el menos democrático al día de hoy, con la excepción de Cuba, que la gobierna a
distancia, rebajado a dictadura y satrapía, ha tenido 26 constituciones. ¿De
qué nos sirvieron, si en justo reconocimiento de la verdad sólo una ha sido
verdaderamente efectiva, eficiente y digna de tal nombre – Magna Carta -, la de
1961? Y su eficacia y discreción le pareció a los venezolanos tan insoportable,
que hubo que sacarla a patadas militaroides, caudillescas y dictatoriales del
camino. Ante el jolgorio de una aplastante mayoría de desquiciados. Porque sólo
un desquiciado puede querer asesinar lo que le ha hecho tanto bien, como
hiciera la constitución que uno de sus redactores no tuvo el coraje de defender
ante la infamia de quien la deshonró pública y notoriamente ahorcándola con su
imprudente verborrea.
Toda constitución es letra muerta,
“una bicha”, si sus principios y valores no están asentados en el corazón – y
en los cerebros, si los tienen - de los ciudadanos que deben acatarla. Pero
sobre todo: si una constitución es invocada para resolver torceduras
congénitas, como guillotina de contrarios, aspiradora de estropicios y remiendo
de iniquidades, está condenada a no ser tomada en serio. A ser burlada, violada
o, mucho peor, usada como instrumento de persecución, retaliación y pretexto de
ignominias, robos, abusos, crímenes y estupros, como sucediera con esta
malhadada “mejor constitución del mundo”. La mayor violencia jamás ejecutada en
Venezuela, los mayores desfalcos y saqueos de bienes públicos nunca antes
vistos en América Latina y puede que en el mundo entero, la desaparición de
toda justicia y toda contraloría sucedieron amparados en la Constitución en
mala hora parida por nuestros Constituyentes. Fue la mampara rosada de las
peores iniquidades.
Bastaría
el ejemplo de esta leguleya inmundicia del golpismo – así en su momento haya
sido preñada por constitucionalistas de origen cuartorepublicano que nos la
vendieron como la panacea universal y hoy andan quejándose por las esquinas
como perros apaleados - y el espejo constitucional que parieran para comprender
que las constituyentes son una pérfida trampa, si empleadas como garrotes, o
aviesos señuelos, si sirven al asalto del Poder Total. Por cierto, y es hora de
comprenderlo: han sido parte de la estrategia del neocastrismo totalitario que
hoy invade a la región e incluso a España: en Chile la Sra. Bachelet, en España
el Sr. Iglesias pretenden su contrabando. Un ataque artero y avieso, pues ambos
países han estado perfectamente encaminados, han progresado, se han zafado las
taras, virosis y malacostumbres con singular éxito. Pero, por lo visto, el
éxito incomoda en América Latina. Como decía el maestro de Giordani, Antonio
Gramsci: “sólo tú, estupidez, eres eterna”.
Las
Constituciones, en un país serio, regulan, no reparan; ponen cimientos, no
techumbres; reafirman, no imponen. Son el gran edificio de la civilidad:
mientras más transparente y menos necesario, mejor. Al hombre no hay que
perseguirlo recordándole a diario que no es una bestia de rapiña, sino un ser
civilizado. El ciudadano que lo es por nacimiento y tradición no requiere andar
consultando la Carta Magna para saber lo que está emocional, consustancial,
cívicamente obligado a realizar desde que se acuesta hasta que se levanta. Todo
lo demás es cuento.
Es
mi opinión y puede que incomode a nuestros mejores aliados en la lucha por la
Resistencia y la Libertad. Salgamos de esta inmundicia con decoro, con firmeza,
con temple. Restablezcamos la soberanía y la majestad de nuestras
instituciones. Venzamos la ignominia, la incultura, la incuria de ese medio
país que nada en su terrible indigencia intelectual y moral. Y obliguemos a
nuestros compañeros de ruta a unirse al esfuerzo por salir de esta lacra que
nos abruma. Luego hagamos las leyes. Poner la carreta delante de los bueyes
sólo conduce a frustraciones históricas.
Antonio
Sanchez Garcia
sanchezgarciacaracas@gmail.com
@Sangarccs
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