Las
elecciones ponen fin a una larga campaña dominada por la conversión del asunto
de la paz en un arma arrojadiza entre los dos principales candidatos. En lugar de haber hecho de este asunto un tema
fundamental de consenso nacional, el país se dividió entre
"guerreristas" y supuestos defensores de la paz, en un triste
espectáculo con pocas ideas y propuestas realistas para Colombia.
Si
alguien ha salido claramente derrotado en las últimas elecciones presidenciales
han sido las empresas encuestadoras y de estudios electorales, las cuales no supieron anticipar
la victoria del presidente Juan Manuel Santos y que inflaron las expectativas
electorales del candidato derrotado, Oscar Iván Zuluaga. El uribismo, además, ha salido claramente
derrotado y queda muy claro que cada día que pasa el poder y capacidad de
influencia del expresidente Alvaro Uribe es menor y lo será aun más en el
sentido de que tendrá poco o muy poco que ofrecer a sus partidarios.
Aparte
de la influencia del clientelismo, de la compra de votos y de la utilización
abusiva de los medios de comunicación y del aparato del Estado a su favor,
Santos, que era el ejemplo más paradigmático de lo que es la oligarquía
colombiana y de las formas con que se perpetúa en el poder, tiene ante sí
cuatro años más en su haber y como principal reto el logro de que el proceso de
paz concluya con éxito.
SANTOS,
UN MANDATO MEDIOCRE CARACTERIZADO POR EL PROCESO DE PAZ
Tras
un mandato mediocre caracterizado por el estancamiento en todos los órdenes y
el aumento en la inseguridad pública, pero también por la ineptitud en el
desarrollo de políticas eficaces en materia de salud, educación, justicia e
infraestructuras, Santos basó toda su campaña electoral en la necesidad de
lograr la paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y
concluir exitosamente el proceso iniciado en La Habana. Lógico: no tenía nada
más que ofrecer a la sociedad colombiana. La vacuidad política, junto con su
acendrada inconsistencia retórica, ha sido la tónica dominante durante todo su
mandato.
La
gente se muere en las colas de los hospitales, los colegios públicos son un
desastre, los juicios se eternizan y viajar en Colombia sigue siendo una
aventura surrealista; se tarda menos en viajar de Bogotá a Madrid que de la
capital colombiana a Cali en coche. Nulos o pocos avances se detectaron en la
época Santos, pero la inercia de poder, junto el pago por los favores recibidos
a los caciques locales, han hecho realidad lo que hace unos meses parecía
imposible: que se reeligiera a sí mismo uno de los peores presidentes de la
historia de Colombia. Y es que como dice el periodista Andrés Oppenheimer,
"en América Latina un gobernante lo tiene relativamente para
reelegirse".
Quizá
los colombianos, aun añadiendo el plus de la tradicional compra de votos por
parte del poder para afianzarse otros cuatro años más, han preferido taparse la
nariz y votar por Santos en aras de poner el punto y final a un conflicto que
dura ya más de cincuenta años. Zuluaga lo tenía realmente difícil para ganar
las elecciones, era una lucha quijotesca en todo el sentido de la palabra
contra el Establecimiento. Batallar contra todos los medios de comunicación,
claramente sumisos al presidente, y contra todos los poderes económicos,
incluyendo aquí a los principales grupos del país que a su vez son propietarios
de los dos canales de televisión, era un desiderátum de imposible cumplimiento.
Así fue.
Zuluaga
se estrelló contra los molinos de viento de la realidad colombiana, una
sociedad que, tal como define el escritor Wiliam Ospina, está dominada por una
elite que "son una cosmovisión, son un destino, son la última casta del
continente. Tuvieron el talento asombroso de mantenerse en el poder más de cien
años, y así lo permitimos, tendrán la capacidad de condenarnos todavía a otros
cien años de soledad". Y agrega como colofón:"Tan excelentes son en
su estilo, que ahora han logrado que una parte importante y sensible de
Colombia olvide la historia y cierre filas alrededor de ellos, viéndolos como
la encarnación de las virtudes republicanas, del orden democrático y de la
legalidad".
En
la batalla electoral, e incluso política más allá de la coyuntura de las
elecciones, había también un componente de lucha entre dos grupos sociales bien
distintos: por un lado, el peso de la provincia y el campo, que lideraba
Zuluaga, y, por otro, el dominio secular que lleva ejerciendo sobre Colombia la
oligarquía bogotana, que no estaba dispuesta a ceder el bastón de mando a un
recién llegado y que ven a Colombia más como una gran quinta que manejan a sus
anchas que como una nación moderna. Santos es el más claro exponente de esa
clase, propietaria de medios, bancos, partidos y haciendas, y quizá eso explica
su éxito político; nadie podía competir frente a él y menos en un país como
Colombia.
UN
ESCENARIO PLAGADO DE MÁS INCERTIDUMBRES QUE CERTEZAS
Pese
a todo, el futuro de Santos es un campo minado y no precisamente por las FARC,
sino por todos los problemas que le acechan en todos los órdenes. Las
elecciones no servirán para tapar los graves desafíos sociales, políticos y
económicos que tiene el país. El descontento es muy grande en numerosos
sectores, pero sobre todo entre los jóvenes sin ninguna expectativa, el agro
cansado de esperar las promesas y medidas de un ejecutivo que les miente sin
ningún rubor y las capas sociales del país más depauperadas y pobres, cansadas
de esperar en la cola de la historia y deseosas de un cambio que nunca llega.
Buscarán su espacio, es el destino, y lo harán aunque sea a golpes.
Si
alguien se cree que un simple proceso electoral puede acallar todo el
descontento que vive Colombia está muy equivocado. Las turbulencias que el país
vivió el último año, junto con el final de los paradigmas de la era
contemporánea, en el sentido en que a través de las redes sociales se pueden convocar
protestas y derrumbar regímenes en apenas días, pueden llevar a Santos y a lo
que representa a seguir viviendo en su burbuja sin percibir los procesos
sociales que se incuban debajo del sistema.
El
país requiere cambios y reformas profundas, en todos los órdenes de la vida, y
el estancamiento, por no decir agotamiento, del actual régimen político -no
merece otro nombre- es absolutamente verificable en todos los indicadores
sociales y económicos. O se cambia de forma de hacer las cosas, en el sentido
de hacer un país más incluyente y más justo, o el colapso será inevitable.
En
lo que respecta al proceso de paz, que tantas dudas suscita en numerosos
sectores y del que tan poca información hay sobre la mesa, las incertidumbres
son muchas. Nadie sabe de qué forma se les dará representación política a los
antiguos terroristas y si, finalmente, el precio que habrá que pagar a cambio
de la firma del acuerdo de paz será la impunidad de los actuales responsables
de las FARC, algo que habría que sopesar qué costes políticos podría tener en
la sociedad colombiana y en sus sumisas instituciones.
Luego
habrá que esperar qué proyecto de país tiene el presidente Santos, que es un
gran vendedor de humo y experto en juegos retóricos sin contenidos reales, pues
en los pasados cuatro años no se pusieron en marcha ninguna de sus famosas
"locomotoras" y no se atisban esperanzas de que lo vayan a hacer
ahora. ¿Se ven luces al final del túnel colombiano? Sí, pero es de esperar que
no sean, como dice el filósofo Slavoj Zizek, las de un tren que viene a toda
velocidad para estrellarse contra todos los colombianos. ¿O es que esta vez el
cambio viene en serio? Veremos qué pasa.
Ricardo
Angoso
@ricardoangoso
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