La Declaración de Independencia de Israel, de
14 de mayo de 1948, textualmente
ordenaba elegir una Asamblea Constituyente, a más tardar el 1º de octubre, para
que redactara la Constitución que habría de ser adoptada por el nuevo Estado.
Esa fecha no pudo cumplirse por los avatares
de la guerra de independencia que, como otra singularidad, no se libró contra
la potencia colonial, Gran Bretaña, sino contra los vecinos estados árabes que
no reconocieron el establecimiento de un Estado Judío en Tierra Santa, que
ellos llaman “tierras árabes”.
La Asamblea Constituyente se reunió por fin a
principios de 1949 y declaró un período de transición que, en cierto sentido,
aún continúa; se autoproclamó Parlamento mediante la ley de la Knesset y en
virtud de no acordarse un texto definitivo, optó por dictar leyes básicas o
fundamentales que luego, en conjunto, formarían la Constitución.
De manera que Israel no tiene Constitución,
formal, escrita, sino ese conjunto de leyes fundamentales que ni se acercan a
los armatostes jurídicos tan frecuentes en tierras hispanas; más bien se acercan
al sistema británico del “estatute law”, leyes del Parlamento, que acompañan al
“common law”, derecho basado en la costumbre.
Venezuela por el contrario ha tenido 26
Constituciones, formales, escritas, incluso una llamada “constitución suiza”,
dictada en 1881 por el Ilustre Americano, Guzmán Blanco, de la que sólo nos queda la sentencia de Pérez Alfonso:
“No somos suizos”.
Y este es el quid de la cuestión: los
venezolanos somos víctimas del mito constituyente, esa obstinada creencia de
que el país puede refundarse sobre nuevas bases y orientarse hacia el
desarrollo por el mero conjuro de una nueva constitución, siendo que eso ya lo
hemos hecho antes, 26 veces, y aquí podemos palpar los resultados.
Se ha hecho muy popular la frase: “Si sigues
haciendo lo mismo que estabas haciendo no puedes esperar un resultado distinto
al que estabas obteniendo”; incluso se da como definición de insania mental.
La cuestión no es tener “la mejor
constitución del mundo”, sino cumplirla. Y esto también viene desde los orígenes,
las Leyes de Indias, de las que se decía que “se acatan; pero no se cumplen”.
En Venezuela se ha desarrollado toda una
filosofía sobre en el incumplimiento de la Ley y su correlato, el “formalismo
jurídico”, que todo lo arregla dictando leyes que a la postre son artículos de
vitrina, para exhibir en público y quedar más o menos bien.
Todo está dicho y escrito: si se quiere ser
realmente radical, debemos prescindir de una vez por todas de la Constitución y
de su ascendiente atávico, la Constituyente, que no es más que un mito
fundacional.
Hoy ostentamos la constitución más prolija
del mundo pero el gobierno no la cumple, sólo la usa como camisa de fuerza
contra la sociedad civil y el colaboracionismo como excusa para no hacer nada.
Los que tenemos que cambiar somos los
venezolanos mismos, porque la constitución ha sido abolida en la práctica, al
no dividirse el poder público ni garantizarse los derechos.
Debemos aprender de la sabiduría de Israel,
en esto, como en tantas otras cosas.
DIALOGO EN EL MEDIO ORIENTE
Las enésimas conversaciones de paz árabe
israelíes pueden ser un ejemplo muy ilustrativo de lo que es una negociación,
un diálogo o una tregua política entre episodios de una guerra perpetua.
En teoría la guerra es una herramienta de la
política, como cualquier otra, para lograr sus fines. Pero cuando la
confrontación se hace permanente (lo cual implica un contrasentido) se
invierten los términos y la política se convierte en un instrumento de la
guerra, tanto peor si cae en manos de los militares, entes antipolíticos por
excelencia.
No se necesitaba ser un profeta para
vaticinar los resultados de estas conversaciones o mejor, su falta de
resultados, y es que para una simple conversación se exigen algunas condiciones
elementales sin las cuales no es posible ninguna comunicación, no digamos ya
llegar a acuerdos.
Generalmente se mencionan la igualdad,
sinceridad, buena fe, reciprocidad; pero se olvida la que debería ser la
condición primera: que el asunto sea negociable, siquiera discutible. Los
cultores del diálogo dan por sentado que todo se puede discutir a pesar de
comprobarse a diario la falsedad supina de esta suposición. Por principio,
nadie negocia su propia existencia.
Por ejemplo, Israel aprueba una Ley de
Retorno para los judíos de la diáspora que quieran volver a establecerse en la
Tierra Prometida, como su derecho ancestral. En contrapartida, los árabes
esgrimen un supuesto “derecho de retorno”, por el que cualquiera que ostente la
condición de refugiado o descendiente de refugiado árabe podría acceder al
territorio de Israel, sin limitación alguna.
Lo grave de esta pretensión es que de hecho
niega el reconocimiento como Hogar Nacional Judío del territorio que fuera del
mandato británico sobre palestina y que Israel sea “patrimonio de los judíos”,
siendo esto así, resulta evidente que no puede ser territorio árabe, ni puede
reclamarse como destino de ningún supuesto derecho de retorno árabe, porque el
fundamento de éste sería contradictorio con el primero.
Produce vértigo observar con cuanta ligereza
toman representantes de algunas comunidades este problema tan lacerante. En
este momento el parlamento de Galicia
habría aprobado una moción de apoyo al supuesto derecho de retorno árabe; aunque
no sabemos si ha hecho lo mismo respecto de los judíos expulsados de España
desde 1492.
Tampoco sabemos cómo es posible que un
parlamento que no tiene competencias para decidir ni siquiera su propia
autodeterminación de Madrid, en cambio se considere competente para decidir
ahogar a los judíos en el océano demográfico árabe. Desde la fundación del
Estado de Israel la población judía ha crecido cinco veces; pero la población
árabe dentro del territorio a crecido el doble, diez veces, no digamos afuera.
En lugar de celebrar el aniversario de Israel,
conmemoran el “éxodo” árabe; pero si alguien critica esta vergonzosa
declaración, lo acusan de “injerencia” en los asuntos internos de la Cámara y
repiten todos los infundios acerca del racismo, el apartheid, y otros
estribillos del antisemitismo vulgar.
Otra ley fundamental es la de Jerusalén, como
capital única e indivisible. Al principio,
Israel no tuvo a Jerusalén como capital y eso no fue óbice para fundar
el Estado, que tuvo casi veinte años a Tel Aviv como sede. Solo después de
incontables vicisitudes pudo lograr este objetivo histórico en 1967, durante la
guerra de los seis días.
Ahora los árabes, como condición sine qua
non, no negociable, ni transigible, reclaman a Jerusalén como la capital de su
pretendido estado palestino, muy a pesar de que en ninguna historia, crónica,
leyenda o tradición aparece Jerusalén como una ciudad árabe y sí en cambio como
centro místico universal del judaísmo.
Lo más
increíble es que hasta este punto se han mostrado dispuestos los representantes
y la opinión pública israelíes a conceder en aras de una paz cada vez más
quimérica, sólo para tropezar con una nueva exigencia árabe más rebuscada y
exorbitante que todas las anteriores. Las conversaciones terminan siendo una
burla sangrienta.
Por fin los israelitas deciden levantarse de
la mesa que, entre otras, patrocina Barack Hussein Obama, con idéntica suerte.
EL PROBLEMA COMO PROBLEM A
Una de las prácticas más perniciosas de los
socialistas, como de todas las concepciones cientificistas de la sociedad y la
historia, es la pretensión de reducir las cuestiones humanas a “problemas”.
Como punto de partida esto implica determinar
los elementos intervinientes, especificar procedimientos de resolución y por
último que haya solución; pero salta a la vista que en asuntos humanos, no es
posible restringir los elementos intervinientes, sobre todo si las partes
pueden cambiarlos caprichosamente, ni hay procedimientos estandarizados, ni una
única solución sino varias o incluso es posible que no haya solución.
No extraña que el nacionalsocialismo haya
tomado al “problema judío” y deducido una “solución final”, utilizando un
esquema completamente científico técnico, como si se tratara de un proceso
industrial, de producción en serie.
En la actualidad se tiende a extrapolar esta
experiencia para enfocar la situación de Israel con sus hostiles vecinos árabes
inventando un “problema palestino”, simplemente para trastocar a las víctimas
del holocausto en victimarios, fabricando unos paralelismos tan falsos como
escalofriantes.
Primero, con carácter retroactivo se inventó
una nacionalidad palestina que no existía, como si fuera un tipo humano
distinto a los árabes, aunque no es una etnia, no tiene idioma, religión, ni
cultura propios, que son los rasgos distintivos de una nacionalidad.
La cruda verdad es que los portaestandartes
de la causa palestina eran egipcios, empezando por Yaser Arafat y fundaron la
OLP en 1964 bajo dirección del coronel Gamal Abdel Nasser con el auspicio de la
Liga Árabe. El objetivo era cumplir los requisitos impuestos por Moscú para
inscribirse en su política de Frentes Populares de Liberación Nacional.
Con esta óptica, quisieron convertir a Israel
en una potencia colonial, lo que es absurdo porque Israel surgió precisamente
del proceso de descolonización e inicialmente el sionismo fue considerado por
la URSS como un movimiento de liberación nacional, anticolonial y no es posible
reescribir la historia hacia atrás.
Es supremamente falso que exista una diáspora
árabe en el mismo sentido en que existía una diáspora judía, desde la caída del
segundo templo en el año 70 de nuestra era; comenzando porque existen 21
estados árabes asociados en la Liga Árabe, mientras que no existía ningún estado
judío hasta 1948; pero además no hay persecución, ni nadie se propone
exterminar a los árabes, ni existe ninguna ideología que tenga como eje central
el antisemitismo árabe palestino.
Sería demasiado arduo revisar todas las
difamaciones, falsificaciones, tergiversaciones y exageraciones en que se basa
el antisemitismo postmodernista para encubrir la demonización del Estado de
Israel bajo una hipócrita solidaridad con “el pueblo palestino”. Baste
mencionar que detrás de estas manifestaciones no hay absolutamente nada que
favorezca a los árabes palestinos, pero
sí la manifiesta intención de dañar al Estado de Israel y a los judíos en
general.
Pongamos por ejemplo el boicot contra
instituciones económicas, educativas, culturales y científicas de Israel promovidas
desde distintos flancos a veces por personalidades y organizaciones árabes,
pero también por otras que no tienen nada que ver con los árabes y cuya única
motivación es injuriar, puesto que no benefician a nadie.
Así, una asociación de estudios americana
adhiere al boicot por supuestas violaciones a los derechos de profesores y
estudiantes árabes en Israel; pero no se detiene ni un segundo a pensar cuál es
el tratamiento que reciben los estudiantes y profesores judíos en las
universidades árabes, si es que encuentran alguno.
Al cuestionamiento de que hay casos más
acuciantes en el mundo que no están motivando ningún boicot, responden que “por
algún lado hay que empezar”; pero sabemos que estas sanciones comienzan contra
Israel, pero nunca continúan más allá.
Este es el llamado “particularismo” que le
atribuyen a los judíos, pero que en realidad es un reflejo de prejuicios
antisemitas. Las condiciones que se le exigen a los judíos y los motivos por
los que se sanciona a Israel no se le exigen ni generan sanciones contra más
nadie, haciendo lo mismo, en circunstancias semejantes.
Los judíos no pueden construir casas en
Jerusalén, Judea y Samaria, en el corazón mismo de Israel porque, según sus
detractores, incurren en un “delito internacional”; pero nadie puede mencionar
ninguna jurisprudencia internacional que abale este supuesto, ni ningún otro
ejemplo donde ocurra lo mismo, aunque haya innumerables disputas territoriales
en el mundo.
Asimismo se pide que Israel vuelva a la
frontera que tenía en 1967 y otros más radicales a la de 1948, de acuerdo con
la propuesta de partición de palestina en dos estados, uno judío y otro árabe.
Pero olvidan que esta propuesta fue rechazada por los árabes, que prefirieron
la solución de la guerra como ultima ratio y una vez que las perdieron, ahora
quieren volver a la situación original, como si cinco guerras no hubieran
ocurrido.
Lo grave es que si este criterio se tomara en
serio y se tratara de convertir en doctrina internacional, entonces, todas las
potencias deberían volver a las fronteras que tenían antes de la segunda guerra
mundial, por ejemplo, Polonia se desplazaría al este y los rusos deberían
devolver Könisberg y dejar de llamarla Kaliningrado.
Pero esto resulta exasperante y su mera
relación interminable, en conclusión, se trata de una situación con la que hay
que convivir y que evolucionará hacia escenarios impredecibles, como suele
ocurrir en la vida humana. Lo único a lo que puede aspirarse es a hacerla más
llevadera y con el menor sufrimiento posible.
Si los árabes que viven en Israel se
conformaran a hacerlo como en Europa o Estados Unidos, manteniendo su identidad
como minoría nacional, pero prescindiendo de la pretensión de destruir el
estado nacional que les da abrigo, sería lo mejor; pero quizás se pecaría de
ser demasiado optimista.
Pero no más que quien piense que creando el
estado árabe número 22 con capital en Jerusalén se va a lograr una paz
definitiva o al menos duradera. Ni siquiera los mejor intencionados pacifistas
responderían que sí, de dar resultado el plan Obama.
Ni siquiera si la más apocalíptica visión de
los ayatolas de “borrar a Israel del mapa” llegara a realizarse, se acabará el
antisemitismo y quienes odian a los judíos dejarían de odiarlos.
Y esto no tiene solución, ni siquiera es un
problema: es un misterio.
Luis Marín
lumarinre@gmail.com
@lumarinre
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