No
se resuelven los problemas de la vida real, rodeándose de halagadores
profesionales, ni tampoco estimulando crueles practicas manipuladoras.
Las
soluciones suelen venir de la mano del creativo intercambio de ideas, del
plural aporte de muchos a la construcción de la mejor alternativa. Sin embargo,
la sociedad prefiere votar a los que halagan a la gente. Terminan recibiendo
más apoyos los oradores carismáticos, los que sostienen miradas políticamente
correctas y plantean un escenario de total ficción pero compatible con lo
esperado por los más.
Es
posible que a los seres humanos no les guste demasiado que se les muestre la
realidad, es probable que la mentira sea más piadosa que la verdad. Tal vez por
eso los políticos que pretenden ganar elecciones se manifiestan en la misma
dirección que la mayoría.
Si
ese es el esquema exitoso, si los ciudadanos validan este procedimiento porque
se ajusta a sus deseos, no se puede esperar entonces otra cosa que candidatos
que mientan, que seduzcan al electorado diciéndoles siempre solo lo que ellos
quieren escuchar.
En
todo el planeta, con diferentes matices, abundan personajes como estos, que
ocupando altos cargos, consiguen sostenerse en el poder gracias a la dedicada
impronta que le imprimen a sus permanentes discursos.
La
estrategia es muy simple, casi básica, solo consiste en averiguar lo que la
gente quiere y luego decirlo, repitiéndolo hasta el cansancio. Por eso el
candidato, el personaje de turno, consigue sumar adeptos sin que necesariamente
lo expresado tenga que ver con su particular visión.
Bajo
esta mecánica, el candidato, los partidos y todo aquel que actúa en público, se
ha vaciado de ideas y convicciones. Solo importa insistir en lo que la gente
quiere y aplaudir "sus" creencias, aunque sean inexactas.
Es
difícil que el mundo sea mejor si solo se admira a los aduladores. No se puede
soñar con algo superador si se hace lo de siempre. Una sociedad que no busca la
verdad, que no crítica, ni comprende que lo bueno implica sacrificios, que los
logros son la consecuencia del esfuerzo y no de un acto de magia, seguirá
transitando invariablemente este patético camino.
La
demagogia ha llegado a lugares absolutamente impensados. Ya no solo es
territorio exclusivo de los políticos y su discurso de rutina, en ese juego por
conseguir el voto de de los ciudadanos para acceder al poder.
Esta
dinámica cada vez más desmesurada y menos disimulada, viene penetrando otros
espacios. Alcanza a los dirigentes de cualquier ámbito. Los hay sindicalistas,
directivos de organizaciones de la sociedad civil, de clubes deportivos,
representantes de comisiones barriales o del consorcio de un edificio. Ni la
religión ha logrado escapar a la regla. Líderes espirituales que ven en peligro
su masa crítica por el éxodo de sus fieles, han optado por recurrir a esta
perversa táctica de apelar a la retórica fácil, que asegura adhesión
automática. Todo sirve para sumar poder, pero muy especialmente decir lo que
los demás quieren escuchar, aunque no se corresponda con las convicciones
personales.
Los
ciudadanos del mundo tienen por delante el gran desafío, de intentar evitar a
estos personajes, reconocer rápidamente a los mentirosos seriales, esos que han
hecho del engaño una forma de vida, solo porque pretenden llegar al poder para
luego empeñarse en conservarlo eternamente.
Proliferan
sujetos así, están por todas partes. No aparecen solo en la política, sino en
casi cualquier actividad. Es tiempo de revisar las actitudes cívicas. Si los
individuos pudieran premiar a la sinceridad por sobre la hipocresía, se
tendrían oportunidades de encontrar soluciones inteligentes.
Mientras
se aplauda a los que dicen lo necesario para agradar a los más, pues no existe
salida posible. Si se quiere progresar habrá que empezar a recompensar a los
que dicen lo que piensan, aunque eso no coincida con lo que cada uno defiende.
Solo de ese modo aparecerán ideas brillantes, múltiples opciones para elegir y
posibilidades realmente diferentes.
Si
solo se aplauden ideas compatibles y se castiga a los que dicen lo que no
encaja con la visión individual, se terminará haciendo lo que todos piden y se
sabe que esa fórmula ha hecho que la humanidad cometa muchos errores,
demasiados tal vez.
La
democracia es un sistema imperfecto. Sobran pruebas de que la gente no siempre
acierta. Empujar masivamente a la sociedad hacia el abismo, solo porque una
percepción se multiplica y consigue aprobación popular, para desde allí
condenar al resto a seguirlos, no parece ser el espíritu de un sistema que solo
debería seleccionar administradores transitorios y no monarcas que conduzcan la
vida de todos con el opinable criterio que imponen ciertas mayorías eventuales.
Mientras
no se revise esta idea y se asuma con tanta naturalidad que los más pueden
darle órdenes a los menos, esta fallida interpretación de la democracia seguirá
generando líderes meramente electoralistas y la demagogia será una amenaza
constante.
Alberto
Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
@amedinamendez
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