A simple vista puede reconocerse que las medidas adoptadas, están cortadas con el patrón de la intolerancia y la obstinación que domina al mediocre cuando el olor a derrota comienza a percibirlo y a preocuparlo.
SIN
CALLE Y SIN PUEBLO
La
actual crisis que padece el Estado venezolano, a consecuencia de la confusión
que la misma gestión gubernamental ha causado en el curso de una administración
que ha pretendido sabotear el devenir de la institucionalidad democrática para
imponer sus criterios de execración, es la cruda expresión del agotamiento del
modelo de desarrollo inspirado en un pervertido acto de egoísmo. Sobre todo,
cuando las realidades dejan ver un desbarajuste que salpica al resto de
manifestaciones en las que el gobierno nacional tiene el principal
protagonismo. Es cuando termina de comprenderse la gravedad de la situación
pues debajo de tan desvergonzada crisis, subsiste no sólo una crisis del tipo
de acumulación, sino otra del tipo de dominación. Y en medio de tan dantesco problema,
están movilizándose nuevas fuerzas sociales y nuevas demandas de fuerzas
sociales tradicionales cuya clamor exhorta cambios de fondo pues resulta
agobiante el inusitado papel del Estado, de su grosera intromisión en la
sociedad y en la economía.
Parte
de lo arriba expuesto, bien puede verse en el arrebato de enajenación y
desconocimiento que Nicolás Maduro ha demostrado en el fragor de un febrero tan
embarazado por perturbaciones, como el vivido a consecuencia de la insolente
insurrección de militares contra la democracia representativa sustentada bajo
la presidencia de Carlos Andrés Pérez en 1992. Así que ante las protestas
generalizadas de un pueblo asfixiado por la ingobernabilidad vigente, el
Ejecutivo Nacional parece haberse perdido entre las comisuras de un espacio
político gravemente fracturado. A simple vista puede reconocerse que las
medidas adoptadas, todas cortadas con el patrón de la intolerancia y la
obstinación que domina al mediocre cuando el olor a derrota comienza a
percibirlo, han apuntado a revolverlo todo.
El
país está en ascuas. Las realidades han
sido apabulladas por la imposibilidad gubernamental de equilibrar las demandas
sociales con la oferta política en un escenario de dificultades desvestidas por
las inclemencias de una gestión pública obscurecida por intereses que en ningún
momento se han correspondido con las necesidades de una país ansioso de
democracia.
Es
así como Nicolás Maduro ha adoptado decisiones no sólo unilaterales. Sino
además, inmorales. Al mismo estilo de las encauzadas por cualquier tiranía.
Sólo que éstas son sazonadas por los efectos de medios de comunicación
sometidos que las disfrazan de “populares y necesarias” con el propósito de
calumniar la voz de factores políticos que contrapongan sus recurrentes maquinaciones.
Ahora, lidiar con la incertidumbre se le convirtió al régimen en una pesada
carga cuyos resultados superan los aberrantes cálculos políticos realizados con
la saña de un socialismo de mentira. Para ello, posiblemente el gobierno se
habrá valido de la horda de militares de alta graduación cuya adulación es
punto de honor para seguir vaciando las arcas de la República. Tendrá consigo
la fuerza de choque de bandos armados cuyo alarde de poder lo constituye una
motocicleta y una capucha. Pero aún así, debe saberse que a pesar de tanta
fanfarronería, este gobierno comenzó a sentir que está quedándosesin calle y
sin pueblo.
VENTANA
DE PAPEL
A
MERCED DE DISOCIADOS
Lo
que viene advirtiéndose estos días de “guarimba”, es expresión del grave estado
de anomia al que se ha llegado por culpa de la intransigencia e incompetencia
de quienes gobiernan a Venezuela. Todo ello, en el marco de un proyecto
político de gobierno montado sobre propuestas alimentadas sobre peligrosas
contradicciones. Propuestas éstas que leídas con apuro, poco o nada revelan.
Pero cuando se leen con el escrúpulo propio del análisis politológico, infieren
un vulgar provecho por parte de quienes profanan el poder político desde la
estructura gubernamental. La asincronía o incongruencia provocada entre la
oferta política y las demandas sociales, reflejan una profunda insuficiencia de
la cual se vale el actual gobernante para justificar los desmanes que, por
razones del populismo implícito, le achaca a la oposición.
En
medio de este cuadro de contrariedades, se han provocado agudos problemas de
distinta caracterización. Pero en todos, cabalga una angustia cuyo impacto es
proporcional al tamaño de la polarización que ha venido desatándose en el país.
Precisamente, es acá donde un gobierno sensato y responsable estaría haciendo
su mejor esfuerzo para superar los embates incitados por cualquier tipo de
efervescencia social. Frente a esto, es pertinente citar al Marqués de La
Fayette, militar y político francés (1757-1834) quien se atrevió a decir que
“cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es el más
sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”. Y es lo que, de
alguna forma, puede explicar la rebeldía popular que se instaló en el país
desde los primeros días de febrero.
Y
si bien este acoplo de condiciones definen lo que actualmente vive Venezuela,
luce absurdo que el gobierno recurra a determinaciones que sólo conducen a
elevar los niveles de opresión cuando estimula y permite a grupos forajidos
(paramilitares) a arrogarse la fuerza necesaria para enfrentar, sin recato
alguno, las protestas de calle protagonizadas por esa inmensa porción de pueblo
fustigado por medidas que sólo han generado humillación y miseria. Aunque es
inconcebible, ver que estos ataques de pandillas de encapuchados armados,
cuenta con el respaldo de la fuerza militar y policial por precisas órdenes del
propio “presidente de la República”. Ante tan espeluznantes hechos que han
devenido en asesinatos de apreciados venezolanos, no hay duda en asentir que el
país se encuentra a merced de disociados.
ENTRE
EL VANDALISMO Y EL DESPELOTE
El
país vive en medio de un vandalismo contradictoriamente animado por quien
debería actuar en consonancia con la altura del cargo que ostenta. Nada menos
que el propio “presidente” Maduro Moros. Su tácita declaración de guerra de pueblo contra pueblo, al lado de la
feroz proclama “candelita que se prende candelita que se apaga” en ocasión del
desfile político militar en celebración de un año de la partida de Chávez,
constituye una brutal y excesiva afrenta
que pasará, indiscutiblemente, a los anales de la historia política
contemporánea venezolana. Aún peor, a la historia de la infamia política
nacional. Su mordaz discurso alienta el paramilitarismo que es igual a decir
que pone en el disparadero a la violencia a partir de la cual se cuecen las
muertes que han venido dándose sin que el régimen haga algo que revierta lo que
acontece.
Bajo
tan grotesco llamado a la violencia, se inspira la voz de otros actores
gubernamentales cuya impudicia supera los límites del descaro y la
desvergüenza. Sobre ellos, miembros del gabinete o gobernadores oficialistas,
recae la culpa del descalabro que se escurre entre los preceptos de una
Constitución que resultó ser de adorno del esperpento llamado socialismo del
siglo XXI. El gobierno central no ha querido reconocer a su opuesto. Su
equivocado sentido de la gerencia, es consecuencia del influjo militarista y
fascista que heredó del pensamiento obtuso contenido a lo largo de años de
sectarismo marxista vividos durante la época negra de la URSS. La ideología
pregonada por el régimen luce tan burda como ridícula. Resultó ser la manera de
gobernar, pero sólo para una parte.
Y
es que en definitiva, tal como lo expresó el francés Paúl Bocuse, “se necesita
poco para hacer las cosas bien, pero menos aún para hacerlas mal”. O sea, la
manera que sigue el régimen toda vez que lo que lo moviliza es el propósito de
continuar repartiendo migajas o las sobras de lo que deja la boliburguesía
importadora y sus policastros. Entonces, en el ambiente caliente que el régimen
ha activado, sólo garantizará, a contracorriente, continuar viviendo entre el
vandalismo y el despelote.
“En política, las decisiones no siempre tienen
el desenlace esperado. Muchas veces, mientras mayor es el esfuerzo por el logro
de propuestas, mayor es el costo político implicado pero menor es la
satisfacción generada. Y esto sucede con más reticencia, cuando se gobierna con
ínfulas de tiranía, desatendiendo las razones de la democracia” AJMonagas
Antonio
Jose Monagas
antoniomonagas@gmail.com
@ajmonagas
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